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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

El Último Don (5 page)

BOOK: El Último Don
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Boz tenía por costumbre jugar con su hija de un año, lanzándola al aire y haciendo como que no podía atraparla, aunque en último momento siempre alargaba el brazo. Pero una vez la dejó caer sobre el sofá, al parecer por accidente. Al final, un día dejó caer deliberadamente a la niña al suelo. Athena soltó un grito horrorizado y se apresuró a cogerla en brazos para consolarla. Permaneció despierta toda la noche sentada al lado de la cuna de la niña para asegurarse de que no le había ocurrido nada. Bethany tenía un enorme chichón en la cabeza. Boz pidió perdón, con los ojos llenos de lágrimas, y prometió no volver a gastar nunca más aquellas bromas, pero Athena ya había tomado una decisión y adoptó las disposiciones necesarias.

Al día siguiente canceló su cuenta corriente y libreta de ahorros. Después hizo unos complicados planes de viaje para que nadie pudiera seguir sus movimientos. Dos días más tarde, cuando Boz regresó a casa del trabajo, ella y la niña habían desaparecido.

Seis meses más tarde Athena apareció en Los Ángeles sin niña e inició su carrera. Encontró sin dificultad un agente del medio y empezó a trabajar en pequeñas compañías teatrales. Trás interpretar el papel principal de una obra en el Mark Taper Forur, consiguió algunos papeles secundarios en películas de serie B y finalmente fue elegida para un papel protagonista en una película serie A. En su siguiente película se convirtió en una estrella cotizada, y Bobz Skannet entró de nuevo en su vida.

Se pasó tres años dándole dinero para quitárselo de encima pero no le sorprendió lo que hizo en la Academia. Una de sus viejas triquiñuelas. Aquello sólo había sido una broma... pero la próxima vez, la botella estaría llena de ácido.

—Se ha armado un gran revuelo en los estudios —le dijo Molly Flanders a Claudia de Lena aquella mañana—. Ha surgido un problema con Athena Aquitane. Debido a la agresión que ha sufrido durante la ceremonia de entrega de premios de la Academia, temen que no pueda seguir trabajando en la película, y Bantz quiere que vayas a los estudios. Quieren que hables con Athena.

Claudia había acudido al despacho de Molly en compañía de Ernest Vail.

—La llamaré en cuanto terminemos aquí —dijo Claudia. Estoy segura de que no habla en serio.

Molly era una abogada del mundo del espectáculo, y en aquella ciudad donde tanto abundaban las personas temibles era también el letrado más temido de la industria del cine. Le encantaba batirse en las salas de justicia y casi siempre ganaba los pleitos porque era, una extraordinaria actriz y se conocía los entresijos de la ley mejor que nadie.

Antes de introducirse como abogada en el mundo del espectáculo había sido defensora de oficio del estado de California y había salvado a veinte asesinos de morir en la cámara de gas. Algunos de sus clientes, acusados de homicidio, habían sido condenados simplemente a unos pocos años de cárcel. Pero al final los nervios la traicionaron y decidió ejercer como abogada en el mundo del espectáculo. Solía decir que este mundo era menos sangriento y tenía unos delincuentes más divertidos.

Ahora representaba los intereses de directores cinematográficos de serie A, cotizados actores y célebres guionistas. Al día siguiente de la ceremonia de entrega de premios de la Academia, Claudia de Lena, una de sus clientas preferidas, se había presentado en su despacho. La acompañaba su coguionista de aquellos momentos, un escritor en otro tiempo famoso llamado Ernest Vail.

Claudia de Lena era íntima amiga suya desde hacía mucho tiempo, aunque una de sus peores clientas. Así pues, cuando Claudia le pidió que asumiera la defensa de los intereses de Ernest Vail, había aceptado, aunque ahora se arrepentía. Vail le había planteado un problema que ni siquiera ella podría resolver. Además era un hombre por el que no sentía la menor simpatía, cosa que no le ocurría ni siquiera con sus clientes asesinos. Esto hizo que se sintiera un poco culpable al darle la mala noticia.

—Ernest —le dijo—, he revisado todos los contratos y son absolutamente legales. De nada servirá que sigas presentando querellas contra los Estudios LoddStone. La única manera de recuperar los derechos es que la palmes antes de que expire el copyright. Eso quiere decir dentro de los próximos cinco años.

Diez años atrás, Ernest Vail había sido el más célebre novelista de Estados Unidos, aclamado por la crítica y leído por un gran número de lectores. La industria cinematográfica había explotado un personaje de una de sus novelas. Los Estudios LoddStone habían comprado los derechos y habían rodado una película de gran éxito. Una segunda y una tercera parte también habían cosechado unos enormes beneficios. Los estudios tenían en proyecto cuatro películas más. Pero por desgracia para Ernest Vail, en su primer contrato había cedido a los estudios todos los derechos de los personajes y el título de la obra en todos los planetas del universo y en todas las modalidades de entretenimiento descubiertas y por descubrir. Era el típico contrato de los novelistas que aún no saben manejarse en el mundillo del cine. Ernest Vail era un hombre de expresión perennemente amargada, y no le faltaban motivos para ello. La crítica seguía aclamando sus libros, pero el público ya no los leía. Por si fuera poco, a pesar de su talento había destruido su vida. Su mujer lo había abandonado, llevándose a sus tres hijos. Con el único de sus libros que había triunfado en versión cinematográfica se había apuntado un buen tanto inicial, pero los estudios ganaban centenares de millones de dólares a lo largo de los años.

—Explícame por qué —dijo Vail.

—Los contratos están redactados a toda prueba —contestó Molly Flanders. Los estudios son propietarios de tus personajes. Sólo hay un resquicio. La legislación del estado relativa al copyright establece que cuando uno muere, todos los derechos de sus obras revierten en los herederos.

Vail sonrió por primera vez.

—La redención —dijo.

—¿De cuánto dinero estamos hablando? —preguntó Claudia de Lena.

—Cuando el trato es justo —contestó Molly—, del cinco por ciento de los beneficios brutos. Supongamos que ruedan otras cinco películas y que no son un desastre total. Beneficios mundiales, mil millones de dólares. Por consiguiente, estamos hablando de unos treinta o cuarenta millones de dólares.

Molly hizo una breve pausa y esbozó una sarcástica sonrisa.

—Si te murieras, yo podría negociar un trato mucho mejor para tus herederos. Les podríamos poner una pistola en la sien.

—Llama al agente de LoddStone —dijo Vail. Quiero una reunión. Les convenceré de que si no me dan la parte que me corresponde me mato.

—No te creerán —dijo Molly Flanders.

—Pues entonces lo haré —replicó Vail.

—Procura ser razonable —le dijo Claudia de Lena. Sólo tienes cincuenta y seis años, Ernest. Eres demasiado joven para morir por dinero. Por una causa por el bien de tu país o por amor, Vail pero no por dinero.

—Tengo que velar por los intereses de mi mujer y mis hijos —dijo Vail.

—El de tu ex mujer —puntualizó Molly Flanders. Te has vuelto a casar dos veces desde entonces, hombre de Dios.

—Me refiero a mi verdadera mujer —dijo Vail. La madre de mis hijos.

Molly comprendía por qué nadie le tenía simpatía en Hollywood.

—Los estudios no te van a dar lo que les pides —le dijo. Saben que no te vas a matar y no se dejarán engañar por las artimañas de un escritor. Si fueras una estrella cotizada puede que sí, o un director de serie A. pero jamás un escritor. Eres una pura mierda de este sector. Lo siento, Claudia.

—Ernest lo sabe y yo también lo sé. Yo, Claudia de Lena. Si todo el mundo en esta ciudad no se muriera de miedo ante una hoja de papel en blanco, se librarían totalmente de nosotros. Pero ¿de verdad no puedes hacer nada?

Molly lanzó un suspiro. Llamó a El Marrion. Tenía la suficiente influencia como para que la pusieran en contacto directo con Bobby Bantz, el presidente de los Estudios LoddStone.

Más tarde, Claudia y Vail tomaron una copa juntos en el Po Lounge.

—Qué mujer tan enorme es esa Molly —comentó Vail en tono pensativo—. Las mujeres gordas son más fáciles de seducir, y mucho más agradables en la cama que las menudas. ¿Nunca has reparado en ello?

Claudia se preguntó, y no era la primera vez, por qué razón amaba tanto a Vail. Poca gente le tenía aprecio pero a ella le había gustado mucho sus novelas y le seguían gustando.

—Eres una mierda —le dijo.

—Me refiero a que las mujeres gordas son más dulces —dijo Vail. Te llevan el desayuno a la cama y tienen muchos detalles contigo. Detalles femeninos.

Claudia se encogió de hombros.

—Las mujeres gordas tienen muy buen corazón —prosiguió Vail—. Una me llevó a casa una noche después de una fiesta y la pobre no sabía qué hacer conmigo. Miró a su alrededor en el dormitorio, como hacía mi madre en la cocina cuando no había nada para comer y trataba de encontrar algún medio de improvisar una comida. Se preguntaba cómo demonios lo podríamos pasar bien con las pocas cosas que teníamos.

Tomaron pausadamente sus consumiciones y, como siempre, Claudia se comnovió al verlo tan desvalido.

—Tú ya sabes cómo nos conocimos Molly y yo —dijo. Ella estaba defendiendo a un tipo que había asesinado a su novia y necesitaba un buen diálogo para que él pudiera utilizarlo en el juicio. Yo escribí la escena como si fuera el guión de una película, y su cliente consiguió una condena por homicidio. Creo que escribí el diálogo y el argumento de otros tres casos antes de que lo dejáramos.

—Aborrezco Hollywood —dijo Vail.

—Aborreces Hollywood porque los Estudios LoddStone te han estafado con tu libro —dijo Claudia.

—No sólo por eso —puntualizó Vail. Parezco una de esas antiguas civilizaciones como la de los aztecas, los imperios chinos o los indios americanos que fueron destruidos por un pueblo dotado de una tecnología mucho más sofisticada. Soy un verdadero escritor, escribo novelas que se dirigen a la mente, y esta clase de escritura pertenece a una tecnología muy anticuada. Yo no puedo competir con las películas. Las películas tienen cámaras y decorados, tienen música y rostros estupendos. ¿Cómo puede un escritor evocar todo eso con simples palabras? y además las películas han reducido las dimensiones del campo de batalla. No tienen que conquistar el cerebro sino sólo el corazón.

—¡Una mierda! ¿Es que yo no soy una escritora? —dijo Claudia—,

—¿Un guionista no es un escritor? Eso lo dices porque a ti no se te dan bien los guiones.

Vail le dio una palmada en el hombro.

—No te estoy menospreciando —le dijo. Ni siquiera menosprecio la cinematografía como forma artística. Estoy dando simplemente una definición.

—Tienes suerte de que me gusten tus libros —dijo Claudia—. No me extraña que aquí nadie te tenga simpatía.

—No, no —dijo Vail, esbozando una afable sonrisa. —No, es que no me tengan simpatía. Me desprecian, simplemente; cuando muera y mis herederos recuperen los derechos de mis personajes, me respetarán.

—No hablas en serio —dijo Claudia.

—Claro que hablo en serio. La perspectiva es muy tentadora. El suicidio. —¿Crees que es políticamente incorrecto en estos momentos?

—¡Mierda! exclamó Claudia, rodeando con su brazo el cuello de Vail. El combate acaba de empezar. Si puedo hablar con ellos y conseguir que siga en la película, estoy segura de que escucharán cuando les pida la parte que te corresponde.

—De acuerdo. Vail la miró sonriendo.

—No hay prisa. Tardaré por lo menos seis meses en buscar un medio de acabar conmigo. Odio la violencia.

Claudia tuvo la repentina sensación de que Vail hablaba en serio y sintió pánico ante su posible muerte. No lo amaba, aunque por un tiempo fueron amantes. Ni siquiera le tenía cariño. Le dol ía pensar que los hermosos libros que había escrito tuvieran menos importancia que el dinero, y que su arte fuera derrotado por un enemigo tan despreciable como el dinero.

—Si las cosas se ponen feas —le dijo, presa del pánico—, iremos a Las Vegas a ver a mi hermano Cross. Él te aprecia.

Ernest Vail soltó una carcajada.

—No me aprecia tanto como para eso.

—Tiene buen corazón. Conozco a mi hermano.

—No, no lo conoces —dijo Vail.

Athena regresó a casa desde el Dorothy Chandler Pavilion la noche de la entrega de los premios de la Academia y se fue directamente a la cama sin celebrarlo. Se pasó horas y horas dando vueltas sin poder dormir. Todos los músculos de su cuerpo estaban en tensión, y todas las células de su mente se encontraban en estado de alerta. No permitiré que lo vuelva a hacer, pensó. Otra vez, no. No volveré a vivir sumida en el terror.

Se preparó una taza de té e intentó tomar un sorbo, pero al percibir el leve temblor de su mano perdió la paciencia y salió a la terraza para contemplar el oscuro cielo nocturno. Permaneció varias horas allí aunque no consiguió calmar los aterrorizados latidos de su corazón.

Se puso unos pantalones cortos blancos y unas zapatillas de tenis, y cuando el rojo sol empezó a asomar por el horizonte echó a correr. Corrió cada vez más rápido por la playa, procurando no apartarse de la dura arena mojada y seguir la línea costera mientras el agua fría le mojaba los pies. Tenía que aclararse las ideas. No podía permitir que Boz la derrotara. Había luchado mucho, y durante mucho tiempo. Y él la mataría, de eso no le cabía la menor duda, pero primero jugaría con ella, la atormentaría y al final la desfiguraría, pensando que de esta manera la podría recuperar. Sintió la furia golpeando en su garganta como si fuera un tambor, y después el azote del frío viento rociándole el rostro con el agua del océano. No, se juró de nuevo. ¡No!

Pensó en los estudios. Estarían desesperados y la amenazarían, pero no estaban preocupados por ella sino por el dinero. Pensó en su amiga Claudia y en la gran oportunidad que la película podía suponer para ella. Se entristeció y pensó en todos los demás, pero no podía permitirse el lujo de la compasión. Boz estaba loco, y las personas que no estaban locas intentarían razonar con él. Boz era lo bastante listo como para hacerles creer que podían ganar, pero ella sabía que no. No correría el riesgo. No podía permitirse el lujo de correr aquel riesgo.

Cuando llegó a las grandes rocas negras que marcaban el final de la playa norte estaba completamente exhausta. Se sentó, tratando de calmar los violentos latidos de su corazón. Levantó los ojos al oír el graznido de las gaviotas que descendían casi en picada y parecían deslizarse sobre el agua. Se le llenaron los ojos de lágrimas pero se sobrepuso con determinación y se tragó el nudo que se le había hecho en la garganta. Por primera vez en mucho tiempo pensó que ojalá sus padres no estuvieran tan lejos. Se sentía en parte como una niña desamparada y deseaba desesperadamente correr a casa en busca de seguridad, de alguien que la rodeara con sus brazos, y arreglarlo todo.

BOOK: El Último Don
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