El Último Don (8 page)

Read El Último Don Online

Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: El Último Don
6.63Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Puedes bloquear el cheque —dijo Pollard.

—No replicó Bantz, es mejor que lo cobre y denunciarle por estafa, extorsión o lo que sea. No quiero que Athena sepa que aún está en la ciudad.

—Reforzaré las medidas de vigilancia a su alrededor —dijo Pollard, pero si el tipo está loco y realmente quiere hacerle daño, no servirá de nada.

—Es un farsante —dijo Bantz. No hizo nada la primera vez, ¿por qué iba a hacer algo ahora?

—Yo te diré por qué —contestó Pollard. Hemos entrado en su habitación. Y sabes lo que hemos descubierto? Un frasco de auténtico ácido.

—¡Mierda! exclamó Bantz. Y no podrías informar a la policía, a Jim Losey?

—La tenencia de ácido no es un delito —contestó Pollard. El allanamiento sí lo es. Skannet me puede meter en la cárcel.

—Tú nunca me has dicho nada —dijo Bantz. Jamás mantuvimos esta conversación. Y olvídate de lo que sabes.

—Por supuesto, señor Bantz —dijo Pollard. Ni siquiera te pasaré factura por la información.

—Muchas gracias replicó Bantz en tono sarcástico. Sigue en contacto.

Skippy Decre, en su calidad de productor de la película, informó a Claudia de la situación y le dio las debidas instrucciones.

—Tienes que besarle el culo a Athena —dijo Skippy Decre. Tienes que llorar y arrastrarte por el suelo, te tiene que dar un ataque de nervios. Tienes que recordarle todo lo que has hecho por ella como íntima y auténtica amiga suya que eres y como profesional. Tienes que conseguir que Athena vuelva a la película.

—Y por qué yo? —preguntó fríamente. Tú eres el productor, Dita es la directora, Bantz es el presidente de LoddStone. Será mejor que el culo se lo beséis vosotros. Tenéis más práctica que yo.

—Porque fue un proyecto tuyo desde el principio —contestó Skippy Decre. Tú escribiste expresamente el guión original y te pusiste en contacto conmigo y con Athena. Si fracasa el proyecto, tu nombre quedará permanentemente asociado con el fracaso

Cuando Decre se fue y ella se quedó sola en su despacho, Claudia comprendió que el productor tenía razón. Desesperada, pensó en su hermano Cross, el único que podía ayudarla a resolver el problema de Boz. Aborrecía la idea de abusar de su amistad con Athena y temía que ésta la rechazara, pero Cross jamás lo haría. Nunca lo había hecho.

Llamó al hotel Xanadú de Las Vegas, pero le dijeron que Cross se había ido unos días a Quogue. La información trajo de nuevo a su memoria todos los recuerdos de su infancia que siempre trataba de olvidar. Jamás llamaría a su hermano a Quogue. Jamás volvería a tener ningún contacto voluntario con los Clericuzio. No quería volver a recordar su infancia, no quería pensar ni en su padre ni en ninguno de los Clericuzio.

LIBRO II
LOS CLERICUZIO Y PIPPI DE LENA

La leyenda de violencia de la familia Clericuzio había nacido en Sicilia cien años atrás. Allí los Clericuzio habían librado una guerra de veinte años con otra familia rival por la propiedad de un bosque. Tras haber sobrevivido a ochenta y cinco años de contienda el patriarca del clan enemigo, Don Pietro Forienza; yacía en su lecho de muerte víctima de un ataque que a juicio del médico, lo llevaría a la tumba en cuestión de una semana. Un miembro de los Clericuzio entró en el dormitorio y lo mató a puñaladas, proclamando a gritos que el viejo no se merecía una muerte apacible.

Don Domenico Clericuzio solía contar la historia de aquel asesinato para demostrar el carácter absurdo de los antiguos métodos y subrayar que la violencia indiscriminada era pura bravuconería. La violencia era un arma demasiado valiosa como para despreciarla; su propósito siempre tenía que ser importante.

Él tenía pruebas que avalaban semejante afirmación pues la violencia había sido la causa de la destrucción de la familia Clericuzio en Sicilia. Cuando Mussolini y los fascistas alcanzaron el poder absoluto en Italia, comprendieron la necesidad de acabar con la Mafia. Lo hicieron suspendiendo todas las garantías constitucionales y recurriendo al uso de las fuerzas armadas. La Mafia desapareció al precio del encarcelamiento o el exilio de miles de inocentes junto con los mafiosos.

Sólo el clan Clericuzio tuvo el valor de plantar cara a los decretos fascistas por medio de la violencia. Asesinaron al prefecto fascista local y atacaron las guarniciones fascistas. Una de las cosas que más enfureció a las autoridades fue el hecho de que, durante un discurso de Mussolini en Palermo, le robaran al dictador su preciado bombín y su paraguas importados de Inglaterra. Fue precisamente esta broma propia de campesinos y el desprecio de que habían hecho gala al convertir a Mussolini en el hazmerreír de Sicilia lo que finalmente provocó su ruina. Se organizó una impresionante concentración de fuerzas armadas en la provincia. Quinientos miembros de la familia Clericuzio resultaron muertos en el transcurso de la acción. Otros quinientos fueron condenados al exilio en las áridas islas mediterráneas que se utilizaban como colonias penales. Sólo el núcleo de los Clericuzio sobrevivió. La familia envió al joven Domenico Clericuzio a Norteamérica donde, haciendo honor a su estirpe, Don Domenico construyó su propio imperio, demostrando ser más astuto y prudente que sus antepasados de Sicilia, aunque no menos cruel. Sin embargo, él siempre recordaba que un Estado sin ley era el mayor enemigo. Por eso amaba tanto a Estados Unidos.

Ya en sus comienzos le habían dado a conocer la célebre norma de la justicia norteamericana, según la cual era preferible dejar en libertad a cien culpables que castigar a un inocente. La belleza de aquel concepto lo dejó casi aturdido, e inmediatamente se convirtió en un ferviente patriota. Estados Unidos era su país. Jamás lo abandonaría.

Basándose en aquella idea, Don Domenico construyó el imperio Clericuzio de Norteamérica con unos fundamentos más sólidos que los del clan de Sicilia. Se aseguró la amistad de todas las instituciones políticas y judiciales mediante grandes donaciones en efectivo. No confió tan sólo en una o dos fuentes de ingresos porque diversificó sus negocios en la mejor tradición empresarial norteamericana. Se introdujo en el sector de la construcción, en el de la recogida de basuras y en las distintas modalidades de transporte. Sin embargo, su mayor fuente de ingresos en efectivo eran los juegos de azar, la niña de sus ojos, en contraste con los ingresos de lavados del tráfico de droga, del que desconfiaba pese a ser el más rentable. De ahí que en sus últimos años el Don sólo permitiera a los miembros de la familia Clericuzio dedicarse al negocio del juego. Los demás pagaban a los Clericuzio un impuesto de un cinco por ciento.

Así pues, al cabo de veinticinco años los planes y los sueños del Don se estaban haciendo realidad. El juego era ahora una actividad respetable y por encima de todo, cada vez más legal. Se habían cedido incluso toda una serie de loterías estatales mediante las cuales el Gobierno estafaba al contribuyente, a lo largo de veinticinco años, lo cual significaba de hecho que el Estado jamás pagaba el dinero sino tan sólo los intereses de la suma retenida, y además la gravaba con impuéstos. Menuda faena. Don Domenico conocía los detalles porque su familia era propietaria de una de las empresas que llevaban la gestión de las loterías de distintos Estados a cambio de unos elevados porcentajes sobre las ventas.

Pero el Don soñaba con el día en que se legalizaran las apuestas deportivas en todo el territorio de Estados Unidos, cosa que en aquellos momentos sólo era legal en Nevada. Lo sabía por la cuota que cobraba sobre las apuestas ilegales. Sólo los beneficios derivados de los partidos de fútbol de la Super Bowl, en caso de que se legalizaran las apuestas, ascenderían a mil millones de dólares en un día. La World Series, con sus siete partidos, reportaría unos beneficios análogos. El fútbol, el hóckey y el béisbol universitarios serían fuentes de cuantiosos ingresos. Las complicadas y tentadoras apuestas sobre los distintos acontecimientos deportivos se convertirían en auténticas minas de oro. El Don sabía que él no viviría para ver aquel glorioso día, pero sería un mundo extraordinario para sus hijos. Los Clericuzio serían como los príncipes del Renacimiento. Se convertirían en protectores de las artes, asesores, miembros del Gobierno y personajes respetables en los libros de historia. Un largo manto de oro, cubriría sus orígenes. Todos sus descendientes, sus seguidores y sus verdaderos amigos estarían seguros para siempre. El Don se imaginaba una sociedad civilizada, un mundo en el que aquel frondoso árbol acogería bajo su sombra a toda la humanidad y la alimentaría con sus frutos. Pero en las raíces del gigantesco árbol estaría la ínmortal serpiente pitón de los Clericuzio, buscando el sustento en un manantial que jamás se podría agotar.

Si la familia Clericuzio era la Santa Madre Iglesia para los muchos imperios de la Mafia esparcidos por todo el territorio de Estados Unidos, el jefe de la familia, Don Domenico Clericuzio, era el Papa, admirado no sólo por su intelígencia sino también por su fuerza.

Don Domenico Clericuzio era también venerado por el severo código moral que había impuesto a su familia. Todos los hombres, mujeres y niños eran plenamente responsables de sus actos; cuales quiera que fueran las tensiones, el remordimiento o la dureza de las circunstancias. Los actos definían al hombre; las palabras eran pedo al viento. Desdeñaba todas las ciencias sociales y toda la psicología. Era un ferviente católico y creía en la expiación de los pecados en este mundo y en el perdón en el otro. Todas las deudas tenían que pagar, y él era muy severo en los juicios que emitía este mundo.

También lo era en la cuestión de la lealtad. Primero, las criaturas de su sangre; segundo, su Dios (¿acaso no tenía una capilla particular en su casa?), y tercero, su obligación con todos los súbditos del territorio de la familia Clericuzio.

En cuanto a la sociedad y el Gobierno, a pesar de su patriotismo, ambas cosas jamás figuraban en la ecuación. El Don había nacido en Sicilia, donde la sociedad y el Gobierno eran enemigos. Su concepto del libre albedrío estaba muy claro. Uno podía optar por ser un esclavo y ganarse el pan de cada día sin dignidad ni esperanza o ganarse el pan como un hombre que inspira respeto. Tu familia era tu sociedad, el castigo te lo imponía tu fe y tus seguidores te protegían. Tenías un deber para con los que estaban en la tierra darles el pan con que alimentarse, encargarte que el mundo los respetara y ser el escudo que los protegiera del castigo de otros hombres.

El Don no había construido su imperio para que algún día sus hijos y sus nietos se confundieran con la masa de la humanidad desvalida. Había construido y seguía construyendo poder para que el nombre y la fortuna de la familia perdurara tanto como la Iglesia. ¿Qué mejor propósito podía tener un hombre en la vida que de ganarse el pan de cada día en este mundo y comparecer después en el otro ante un Dios misericordioso? En cuanto al prójimo y las imperfectas estructuras de la sociedad, que se fueran al carajo.

Don Doménico había elevado a su familia a las más áltas cumbres del poder. Lo había hecho con la crueldad de un Borgia y sutileza de un Maquiavelo, combinadas con la ayuda de la sóla experiencia empresarial americana.

Al final, tal como el Don había previsto; los Clericuzio alcanzaron unas cimas tan altas que ya no tuvieron necesidad de participar en las habituales actividades delictivas, salvo en circunstancias extremas. Las demás familias de la Mafia actuaban principalmente como bruglioni ejecutivos o barones y acudían a los Clericuzios con el sombrero en la mano siempre que tenían algún problema. (en italiano la palabra bruglione rima con barón, pero en dialecto siciliano un bruglione es un chapucero que nunca hace nada a derechas). El ingenio de Don Domenico, espoleado por las incesantes demandas de ayuda de los barones, cambió la palabra barón por la de bruglione. Los Clericuzio concertaban las paces, los sacaban de la cárcel, ocultaban sus ganancias ilegales en Europa; les facilitaban medios seguros de introducir droga en Estados Unidos y utilizaban su influencia con jueces y representantes del Gobierno, tanto a nivel estatal como federal; Por regla general no era necesario prestarles ayuda en sus relaciones con los ayuntamíentos. Si un barón local ni siquiera era capaz de influir en la ciudad donde vivía, no valía un pimiento.

El genio económico de Giorgio Clericuzio, el hijo mayor de Don Clericuzio; había consolidado el poder de la familia. Cual si fuera una lavadora divina, lavaba los inmensos chorros de dinero negro que la civilización moderna vomitaba de sus entrañas. Era Giorgio el que siempre trataba de suavizar la furia de su padre y, por encima de todo, intentaba por todos los medios proteger a la familia Clericuzio de la curiosidad pública. La existencia de la familia, incluso para las autoridades, era algo así como un ovni. De véz en cuando se hablaba de que alguno de sus miembros había sido visto en algún lugar; corrían rumores y se contaban historias de horror y de generosidad. Había algunas referencias en las fichas del FBI y de la policía, pero nunca aparecían reportajes en la prensa, ni siquiera en las publicaciones que se complacían en divulgar las hazañas de otras familias de la Mafia que, por negligencia o exceso de orgullo; habían sufrido desgracias irreparables.

Y no es que la familia Clericuzio fuera un tigre sin dientes. Los dos hermanos menores de Giorgio, Vincent y Petie, a pesar de no ser tan inteligentes como él; eran casi tan crueles como el Don y contaban con todo un ejército de esbirros que vivían en un enclave del Bronx que siempre había sido italiano, (aquella zona de unas cuarenta manzanas cuadradas dé superficie hubiera podido utilizarse en una película de la víeja Italia). Entre su población no había judíos ortodoxos, negros, asiáticos ni elementos hippies, y ningún representante de esas etnias; era propietario de un establecimíento comercial. No había ni un solo restaurante chino, Los Clericuzio eran dueños de todos los inmuebles de la zona o bien los controlaban. Cierto que algunos retoños de familias italianas exhibían largas melenas y actuaban como guitarristas de conjuntos de rock and roll, pero cuando ocurría tal cosa, los jóvenes eran enviados a casa de otros parientes en California. Cada año llegaban de Sicilia nuevas remesas de emigrantes cuidadosamente seleccionados. El Enclave del Bronx, rodeado por unas zonas cuyo índice de delincuencia era el más alto del mundo, era un insólito remanso de paz.

Pippi de Lena había ascendido de alcalde del Enclave de Bronx a barón o bruglione de la zona de Las Vegas por cuenta de la familia Clericuzio aunque seguía estando bajo el mando de los Clericuzio, que todavía necesitaban sus cualidades especiales.

Other books

The Living by Anna Starobinets
Twice the Temptation by Suzanne Enoch
An Italian Affair by Jodi Luann
Night-Bloom by Herbert Lieberman
A Kept Woman by Louise Bagshawe
Aunt Margaret's Lover by Mavis Cheek
Where Love Has Gone by Harold Robbins
The Beast of Blackslope by Tracy Barrett