El Último Don (60 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: El Último Don
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Cross trató de tranquilizarla.

—Tú no hiciste nada de todo eso. Fue tu destino, como decimos en mi familia. En cuanto a Skannet, era una china en tu zapato, otro dicho de mi familia. ¿Por qué no ibas a librarte de él?

Athena lo besó suavemente en los labios.

—Ahora ya me he librado de él —dijo. Eres mi caballero andante. Lo malo es que tú no te limitas a matar dragones.

—¿Si al cabo de cinco años el médico dice que la niña no puede mejorar, qué vas a hacer?

—No me importa lo que digan los demás —contestó Athena. Siempre hay esperanza. Permaneceré a su lado el resto de mi vida.

—¿Y no echarás de menos tu trabajo? —preguntó Cross.

—Por supuesto que lo echaré de menos, y también a ti te echaré de menos —contestó Athena. Pero en último extremo haré lo que considere más justo y no me limitaré a ser una heroína de película —dijo en tono burlón. Deseo que la niña me quiera —dijo en un apagado susurro, es lo único que me importa.

Se dieron un beso de buenas noches y se fueron a sus respectivos dormitorios.

A la mañana siguiente acompañaron a Bethany al consultorio del médico. Athena lo pasó muy mal cuando se despidió de su hija. Abrazó a la niña y se puso a llorar, pero Bethany no le hizo caso. La apartó con la mano y se preparó para rechazar a Cross, pero éste no hizo el menor intento de abrazarla.

Cross se enojó momentáneamente con Athena por ser tan débil con su hija. Mientras contemplaba la escena, el médico —le dijo a Athena:

—Cuando regrese necesitará usted mucho entrenamiento para enfrentarse con esta niña.

—Volveré lo antes que pueda —dijo Athena.

—No es necesario que se dé prisa —dijo el doctor Gerard. Vive en un mundo en el que el tiempo no existe.

Durante el vuelo de regreso a Los Ángeles, Cross y Athena acordaron que él iría a Las Vegas y no la acompañaría a Malibú. A lo largo de todo el viaje sólo hubo un terrible incidente. Athena se pasó más de media hora llorando en silencio, presa de una angustia infinita. Después se calmó.

Cuando se despidieron, Athena —le dijo a Cross:

—Siento que no consiguiéramos hacer el amor en París. Cross intuyó sin embargo que lo decía por simple cumplido. En aquellos momentos la idea de hacer el amor le repugnaba. Al igual que su hija, vivía en otro mundo.

Cross fue recibido en el aeropuerto por una gran limusina conducida por un soldado del pabellón de caza. Lia Vazzi estaba acomodado en el asiento de atrás. Lia cerró la separación de cristal para que el conductor no pudiera oír la conversación.

—El investigador Losey volvió a subir para hablar conmigo —dijo. La próxima vez que suba será la última.

—Ten paciencia —le dijo Cross.

—Conozco los signos, que no te quepa la menor duda de eso —dijo Lia. Y otra cosa. Un equipo de hombres del Enclave del Bronx se ha desplazado a Los Ángeles. No sé quién ha dado la orden. Creo que necesitas guardaespaldas.

—Todavía no —dijo Cross. ¿Ya tienes preparado tu equipo de seis hombres?

—Sí, —contestó Lia, pero son unos hombres que no actuarán directamente contra los Clericuzio.

Cuando llegaron al Xanadú, Cross encontró un memorándum de Pollard, un interesante informe sobre Jim Losey. Los datos le permitirían poner inmediatamente manos a la obra.

Cross sacó cien mil dólares de la caja del casino, todos en billetes de cien. Después le dijo a Lia que irían a Los Ángeles. Lia sería su chofer y no debería acompañarles nadie más. Le mostró a Lia el memorándum. Al día siguiente volaron a Los Ángeles y alquilaron un coche para dirigirse a Santa Mónica.

Phíl Sharkey estaba cortando el césped del jardín de su casa. Cross descendió del vehículo con Lia y se identificó como un amigo de Pollard que necesitaba una información. Lia estudió detenidamente el rostro de Sharkey. Después regresó al automovil.

Phil Sharkey no tenía un aspecto tan impresionante como el de Jim Losey, pero no cabía duda de que era un tipo muy duro. Al parecer, sus muchos años de trabajo policial le habían hecho perder la confianza en sus congéneres humanos. Tenía el alerta recelo y la seriedad de modales propio de los mejores policías, pero estaba claro que no era un hombre feliz.

Sharkey hizo pasar a Cross al interior de su casa, que en realidad era un bungalow con unos interiores muy deteriorados y ofrecía el desolado aspecto de una vivienda sin mujer y sin hijos. Lo primero que hizo Sharkey fue llamar a Pollard para confirmar la identidad de su visitante. Después, sin ofrecerle ningún detalle de cortesía, ni un asiento ni una bebida, le dijo a Cross:

—Adelante, puede preguntar.

Cross abrió la cartera de documentos y sacó un fajo de billetes de cien dólares.

—Aquí hay diez mil —dijo, sólo por dejarme hablar, aunque me llevará un poco de tiempo. ¿Qué tal si me ofrece una cerveza y un sitio donde sentarme?

El rostro de Sharkey se iluminó con una sonrisa. Era la sonrisa curiosamente afable del buen policía que participa en un negocio, pensó Cross.

Sharkey se guardó el dinero en el bolsillo del pantalón, con aire indiferente.

—Usted me gusta —le dijo a Cross. Es listo. Sabe que el dinero suelta la lengua, y no pierde el tiempo con tonterías.

Se sentaron alrededor de una mesita redonda en el porche de la parte de atrás del bungalow que daba a la avenida Ocean. Desde allí podían contemplar la arena de la playa y el agua del océano mientras se bebían las cervezas directamente de la botella. Sharkey se dio unas palmadas en el bolsillo para asegurarse de que el dinero estaba todavía allí.

—Si me da usted las respuestas que yo espero —dijo Cross, habrá inmediatamente otros veinte mil. Y después, si mantiene la boca cerrada sobre mi presencia aquí, dentro de dos meses vendré con otros cincuenta mil.

Sharkey volvió a sonreír, pero esta vez con cierta perversidad.

—Dentro de dos meses ya no le importará a quién se lo diga.

—En efecto —contestó Cross.

Sharkey lo miró con la cara muy seria.

—No pienso decirle nada que pueda servir para denunciar a nadie.

—Eso quiere decir que usted no sabe quien soy yo —dijo Cross. Será mejor que vuelva a llamar a Pollard.

Sharkey lo interrumpió secamente.

—Sé quién es. Jim Losey me aconsejó que procurara tratarlo bien. En todo —dijo, adoptando la comprensiva actitud de escucha tan propia de su profesión.

—Usted y Jim Losey han sido compañeros durante diez años —dijo Cross, y además ganaban unas considerables sumas de dinero en negocios aparte. De pronto se retiran. Me gustaría saber por qué.

—O sea que va usted detrás de Losey —dijo Sharkey. Eso es muy peligroso. Era el policía más valiente y más listo que jamás he conocido.

—¿Y qué me puede decir de la honradez? —preguntó Cross.

—Éramos policías en Los Ángeles —contestó Sharkey. ¿Sabe usted qué coño puede significar eso? Pues significa que si cumplíamos con nuestra obligación y molíamos a palos a los hispanos y a los negros podíamos ser denunciados y perder nuestro empleo. A los únicos a los que podíamos detener sin meternos en líos era a los blancos imbéciles que tenían dinero. Mire, yo no tengo prejuícios, pero ¿por qué iba a enviar a los blancos a la cárcel y no enviar a los demás? No me parece justo.

—Podía. Pero si no me equivoco, Jim Losey ha recibido un montón de condecoraciones —dijo Cross. Usted también tiene unas cuantas.

Sharkey se encogió de hombros para quitar importancia al detalle.

—En esta ciudad, por pocos cojones que se tengan, uno no puede evitar ser un héroe de la policía. Muchos de aquellos tipos no sabían que hubieran podido hacer un buen negocio si hubieran hablado como Dios manda, y algunos eran unos auténticos asesinos, así que teníamos que defendernos y nos concedían medallas. Créame, nunca provocábamos una pelea.

Cross ponía en duda todo lo que Sharkey le estaba diciendo. Jim Losey era un matón nato a pesar de sus lujosos trajes.

—¿Eran ustedes socios en todo lo que hacían? —preguntó Cross. ¿Sabían todo lo que ocurría?

Sharkey soltó una carcajada.

Jim Losey siempre era el jefe. A veces ni yo mismo sabía, exactamente lo que estábamos haciendo, y tampoco sabía exactamente lo que nos pagaban. Jim se encargaba de todo y me daba lo que a su juicio era una parte justa. Sharkey hizo una pausa. Él tenía sus propias normas.

—Bueno, y ¿cómo se ganaban el dinero?

—Estábamos en la nómina de varios de los más importantes sindicatos del juego —explicó Sharkey. A veces los tipos de la droga también nos soltaban algo. Hubo un tiempo en que Jim Losey se negaba a aceptar dinero de la droga, pero después todos los policías del mundo empezaron a hacerlo y nosotros también lo hicimos.

—¿Utilizaron usted y Losey alguna vez a un chico negro llamado Marlowe para que les indicara a los camellos más importantes? —preguntó Cross.

—Puede ser —contestó Sharkey. Marlowe era un chico muy simpático que hasta tenía miedo de su propia sombra. Lo utilizábamos muchas veces.

—Eso quiere decir que se quedaría usted sorprendido al enterarse de que Losey le había pegado un tiro mientras huía del lugar donde acababa de atracar y matar a un tipo.

—En absoluto —contestó Sharkey. Los drogatas van aprendiendo, pero son tan atolondrados que siempre la cagan, y en tales circunstancias Jim nunca hace la advertencia que tenemos la obligación de hacer. Se limita a disparar.

—Pero ¿no le parece una extraña coincidencia que sus caminos se cruzaran de esta manera? —preguntó Cross.

El rostro de Sharkey perdió su dureza y pareció entristecerse.

—Es sospechoso —dijo. Todo resulta muy sospechoso; pero ahora me siento obligado a decirle una cosa. Jim Losey era valiente, las mujeres lo querían y los hombres lo respetaban. Y yo, que era su socio, sentía lo mismo, aunque la verdad es que siempre actuaba de una forma un tanto sospechosa.

—O sea que pudo ser un montaje —dijo Cross.

—No, no —dijo Sharkey. Tiene que comprenderlo. El trabajo te lleva a cobrar sobornos, aunque no te convierte en un sicario. Jim Losey jamás hubiera hecho tal cosa. Nunca lo creeré.

—¿Pues entonces, por qué pidió usted el retiro inmediatamente después?

—Porque Jim me estaba poniendo muy nervioso —contestó Sharkey.

—Yo conocí a Losey hace unos meses en Malibú —le dijo Cross. Iba solo. ¿Actuaba a menudo sin usted?

Sharkey esbozó una ancha sonrisa.

—A veces, contestó. En aquella ocasión en particular, fue a ver si se ligaba a la actriz. A menudo se ligaba a las grandes estrellas. Algunas veces almorzaba con gente y no quería que yo lo acompañara.

—Otra cosa —dijo Cross. ¿Era racista Jim Losey? ¿Odiaba a los negros?

Sharkey lo miró con burlona expresión de asombro.

—Pues claro. Debe de ser usted uno de esos malditos liberales que andan por ahí, ¿verdad? ¿Tan terrible le parece? Trabaje usted un año en nuestra profesión, verá cómo enseguida vota para que los encierren a todos en el zoo.

—Otra pregunta —dijo Cross. ¿Le ha visto usted alguna vez en compañía de un tipo bajito que lleva un sombrero muy raro?

—Un tipo italiano —dijo Sharkey. Almorzamos juntos una vez y después Jim me dijo que me largara. Un tipo muy misterioso.

Cross abrió la cartera de documentos y sacó otros dos fajos de billetes.

—Son veinte mil. No lo olvide; si mantiene la boca cerrada recibirá otros cincuenta mil. ¿De acuerdo?

—Sé quién es usted —dijo Sharkey.

—Pues claro —dijo Cross. Le di permiso a Pollard para que le dijera quién soy.

—Sé quién es realmente —dijo Sharkey, esbozando su contagiosa sonrisa. Por eso no cobro ahora todo lo que usted lleva en la cartera, y por eso mantendré la boca cerrada durante dos meses. Entre usted y Losey, no sé quién me mataría mas rápido.

Cross de Lena comprendió que estaba metido en unos líos tremendos. Sabía que Jim Losey figuraba en la nómina de la familia Clericuzio, que cobraba un sueldo anual de cincuenta mil dólares y unas gratificaciones aparte por trabajos especiales, entre los cuales nunca se incluía el asesinato. Todo ello fue suficiente para que llegara a una deducción: Dante y Losey habían matado a su padre. Era una deducción muy fácil para él porque no tenía que atenerse a las normas legales de las pruebas. Toda su experiencia con la familia Clericuzio le sirvió para emitir un veredicto de culpabilidad. Conocía la habilidad y el carácter de su padre. Ningún atracador se hubiera podido acercar a él. También conocía el carácter y la habilidad de Dante y la antipatía que éste le tenía a su padre.

Pero la gran pregunta era: ¿Había actuado Dante por su cuenta y riesgo? o bien la muerte la había ordenado el Don... Pero los Clericuzio no tenían ningún motivo para hacer tal cosa pues su padre les había sido leal durante más de cuarenta años y había sido un factor muy importante en el ascenso de la familia. Había sido el gran general de la guerra contra los Santadio. Cross se preguntó, no por primera vez, por que razón nadie le había revelado jamás los detalles de aquella guerra, ni su padre, ni Gronevelt, ni Giorgio, ni Petie, ni Vincent.

Cuanto más pensaba en ello, tanto más seguro estaba de una cosa: el Don no había tenido nada que ver con el asesinato de su padre. Don Domenico era un hombre de negocios muy conservador. Recompensaba los servicios leales, no los castigaba. Su sentido de la justicia era tan acusado que podía llegar al extremo de la crueldad. Pero el argumento importante era el siguiente: jamás, mientras él viviera hubiera ermitido ordenado la pmuerte de Pippi. Ésa era la prueba de la inocencia del Don.

Don Domenico creía en Dios y algunas veces en el destino pero no creía en la casualidad. La casualidad de que Jim Losey hubiera sido el policía que había disparado contra el atracador, que a su vez había disparado contra Pippi, habría sido tajantemente rechazada por el Don. Éste habría llevado a cabo sus propias investigaciones y habría descubierto la conexión de Dante con Losey, estaría al corriente no sólo de la culpa de Dante sino también del motivo.

¿Y qué decir de Rose Marie, la madre de Dante? Sabía que al enterarse de la muerte de Pippi, Rose Marie había sufrido el más grave de sus ataques y se había puesto a llorar y a gritar palabras inconexas hasta el extremo de que el Don no había tenido más remedio que enviarla a la clínica psiquiátrica de East Hampton, que había fundado muchos años atrás. Allí permanecería por lo menos durante un mes.

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