El Último Don (70 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: El Último Don
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Todo el mundo se congregó alrededor de Athena y de Dita Tommey para felicitarlas, pero Molly ya le había echado el ójo a uno de los dobles. Los dobles solían ser un poco brutos pero tenían unos músculos tremendos y eran fabulosos en la cama.

La corona de Steve Stallings había caído al suelo y la gente la estaba pisoteando. Molly vio que Athena se separaba del grupo para recogerla y volver a colocarla en el sillón. Los ojos de Athena se cruzaron con los suyos, y las dos mujeres se encogieron de hombros. Athena esbozó una tímida sonrisa como diciendo, así es el cine.

La gente se dirigió al otro lado del salón de baile. Estaba tocando una pequeña orquesta pero nadie le hizo caso y todo el mundo se precipitó hacia las mesas del buffé. Después se inició el baile. Entonces Molly se acercó al doble, que estaba mirando a su alrededor con la cara muy seria pues aquellas fiestas solían ser el lugar donde más vulnerables solían sentirse los hombres como él. Pensaban que nadie valoraba debidamente su trabajo y les molestaba que el enclenque protagonista principal de la película los obligara a desaparecer de la pantalla, siendo así que en la vida real ellos hubieran podido matar de una paliza al muy hijo de puta. Como todos los dobles ya tiene la polla dura, pensó Molly mientras él la acompañaba a la pista de baile.

Athena sólo permaneció una hora en la fiesta. Recibió las felicitaciones de todo el mundo con suma cortesía pero se vio a sí misma en aquel papel y no le gustó. Bailó con el jefe de rodaje y con otros miembros del grupo, y finalmente lo hizo con un doble cuya agresividad la indujo a retirarse antes de lo previsto.

El Rolls del Xanadú la estaba esperando con un conductor armado y dos guardias de seguridad. Cuando bajó del Rolls al llegar a su villa se sorprendió al ver a Jim Losey saliendo de la villa de al lado. El policía se acercó a ella.

—Ha estado usted estupenda en la película de esta noche —le dijo Losey. Jamás he visto un cuerpo de mujer como el suyo, sobre todo el trasero.

Athena se hubiera puesto en guardia si el conductor y los dos guardias de seguridad no hubieran bajado del vehículo y ocupado posiciones. Observó también que Jim Losey los miraba con cierto desprecio.

—El trasero no es mío, pero gracias de todos modos —le dijo sonriendo.

De repente, Losey le cogió la mano.

—Es usted la mujer más guapa que jamás me he echado a la cara —dijo. ¿Por qué no prueba con un tipo de verdad en lugar de montárselo con esos farsantes actores maricas?

Athena apartó la mano.

—Yo también soy actriz y no somos farsantes. Buenas noches.

—¿Me invita a tomar una copa? —preguntó Losey.

—Lo siento —contestó Athena, llamando al timbre de la villa. Abrió la puerta un mayordomo a quien ella jamás había visto. Losey hizo ademán de entrar con ella, pero entonces, para asombro de Athena, el mayordomo salió y la empujó rápidamente al interior de la villa. Los tres guardias de seguridad formaron una barricada entre Losey y la puerta.

Losey los miró despectivamente. —¿Qué coño es eso? —preguntó.

El mayordomo permaneció en el exterior de la puerta. —Servicio de seguridad de la señorita Aquitane —contestó. Tendrá usted que retirarse.

Losey exhibió su placa de policía.

—Ya ve quién soy —dijo. Os voy a pegar a todos tal paliza que cagaréis toda la mierda que lleváis dentro, y después os mandaré encerrar.

El mayordomo examinó la placa.

—Usted pertenece al Departamento de Policía de Los Ángeles. No tiene jurisdicción aquí —dijo sacando su propia placa. Yo pertenezco al condado de Las Vegas.

Athena lo estaba observando todo al otro lado mismo de la puerta. Le extrañó que su nuevo mayordomo fuera un investigador, pero ahora ya estaba empezando a comprenderlo todo.

—Procuren no armar demasiado jaleo —dijo, cerrándoles a todos la puerta en las narices.

Los dos hombres se volvieron a guardar las placas.

Losey los míró uno a uno con odio reconcentrado. —Me acordaré de todos vosotros —dijo.

Ninguno de los hombres reaccionó.

Losey dio media vuelta. Tenía cosas más importantes que hacer. En el transcurso de las dos horas iguientes Dante Clericuzio atraería a Cross de Lena a su vilia.

Dante Clericuzio, con su gorro renacentista encasquetado en la cabeza, se lo estaba pasando muy bien en la fiesta de despedida. Las juergas eran para él un ejercicio de precalentamiento antes de iniciar una acción. Le había llamado la atención una chica del servicio de cateríng, pero ella lo habíá rechazado porque ya había puesto el ojo en uno de los dobles. El doble le dirigió a Dante una mirada amenazadora. Mejor para él, pensó Dante, yo tengo cosas que hacer esta noche. Consultó su reloj. A lo mejor el bueno de Losey había conseguído ligarse a Athena.

Tiffany no apareció, en contra de su promesa. Dante decidió empezar media hora antes de lo previsto. Llamó a Cross, utilizando el número privado a través de la telefonista. Cross se puso al aparato.

—Tengo que verte enseguida —le dijo Dante. Estoy en el salón de baile. Una fiesta fabulosa.

—Bueno, pues sube —dijo Cross.

—No —dijo Dante. Son órdenes terminantes. Ni por teléfono ni en tu suite. Baja tú.

—Hubo una larga pausa.

—Ahora bajo —dijo finalmente Cross.

Dante se situó en un lugar desde el cual pudiera observar a Cross cruzando el salón de baile. Le pareció que allí no se había montado ningún dispositivo de seguridad. Se acarició el gorro y pensó en su infancia en común. Cross era el único niño que le daba miedo, y él se peleaba a menudo con él precisamente por eso aunque admiraba su aspecto y muchas veces le tenía envidia. También envidiaba su seguridad. Lástima...

Tras haber eliminado a Pippi, Dante había comprendido que no podría dejar con vida a Cross. En cuanto terminara lo que estaba a punto de hacer tendría que enfrentarse con el Don, pero él jamás había dudado del amor que siempre le había manifestado su abuelo. Tal vez al Don no le gustara, pero jamás echaría mano de su terrible poder para castigar a su amado nieto.

Cross se encontraba de pie delante de él. Ahora Dante tenía que conseguir que lo acompañara a la vílla, donde lo estaba esperando Losey. Sería muy fácil. Él le pegaría un tíro a Cross y después transportarían el cadáver hasta el desierto y lo enterrarían. Nada de fantasías, tál como solía predicar pippi de Lena. El vehículo ya estaba aparcado detrás de la villa.

—Bueno, ¿qué sucede? le preguntó de pronto Cross sin sospechar aparentemente nada. Bonito gorro añadió sonriendo. Dante siempre le había envidiado aquella sonrisa, como si adivinara todo lo que él estaba pensando.

Dante lo hizo todo muy despacio y hablando en voz baja. Cogió a Cross del brazo y lo acompañó fuera, delante de la enorme marquesina multicolor por la que el hotel Xanadú había pagado la friolera de diez millones de dólares. Los azules, rojos y violetas intermitentes bañaban sus figuras con una fría luz teñida por la palidez de la luna del desierto.

—Giorgio acaba de Llegar —le susurró Dante a Cross. Está en mi villa. Estrictamente confidencial. Quiere hablar contigo ahora mismo. Por eso no te he podido decir nada por teléfono.

Dante se alegró al ver la preocupada expresión del rostro de Cross.

—Me ha pedido que no te diga nada —prosiguió, pero está enfadado. Creo que ha descubierto algo sobre tu viejo.

Cross lo miró con una siniestra expresión casi de repugnancia. —Muy muy bien, pues vamos allá —dijo, cruzando con él la zona ajardinada del hotel para dirigirse al recinto de las villas.

Los cuatro guardias de la verja del recinto reconocieron a Cross y les franquearon la entrada.

Dante abrió la puerta con un ceremonioso gesto y se quitó el gorro renacentista.

—Tú primero —dijo, esbozando una taimada sonrisa que confirió a su rostro una traviesa expresión de diablillo.

Cross entró.

Jim Losey rebosaba de furia asesina cuando se alejó de los guardias de Athena y regresó a su villa. Una parte de su cerebro calibró la situación y emitió una señal de alarma. ¿Qué estaban haciendo allí todos aquellos guardias? Pero, qué coño Athena era una estrella y la experiencia con Box Skannet la debía de haber marcado para siempre.

Utilizó la llave para entrar. No había nadie en la villa pues todo el mundo se encontraba en la fiesta. Faltaba más de una hora para la llegada de Cross. Se acercó a la maleta y la abrió. Allí estaba su Glock, engrasada y brillante como un espejo. Abrió otra maleta que disponía de un bolsillo secreto. Sacó el cargador lleno de balas. Ensambló ambas piezas, se puso una funda de pistola de bandolera y guardó el arma en el interior de la misma. Lo tenía todo preparado. Observó que no estaba nervioso. Jamás lo estaba en tales situaciones, por eso era un buen policía.

Abandonó el dormitorio y entró en la cocina. Menuda cantidad de pasillos había en la villa. Sacó del frigorífico una botella de cerveza de importación y una bandeja de canapés. Hincó el diente en uno de ellos. Caviar. Lanzó un leve suspiro de placer. Jamás en su vída había saboreado nada tan delicioso. Así merecía la pena vivír. Todo aquello sería suyo para el resto de su vida, caviar, y tal vez Athena algún día. Bastaría con que hiciera su trabajo aquella noche.

Se dirigió con la bandeja y la botella a la espaciosa sala de espera. Lo primero que le llamó la atención fue que el suelo y los muebles estuvieran cubiertos con unas hojas de plástico que confería a toda la estancia un blanco brillo espectral. Sentado en cubierto de plástico, vio a un hombre fumando un puro, con una copa de brandy de melocotón en la mano. Era Lia Vazzi.

¿Qué coño es eso?, pensó Losey. Depositó la bandeja la botella en la mesita y le dijo a Lia.

—Le he estado buscando.

Lia dio una calada al puro y tomó un sorbo de brandy. —Pues ahora ya me ha encontrado —dijo, levantándose. Ahora ya me puede volver a pegar.

Losey era un hombre demasiado experto como para no ponerse en estado de alerta. Empezaba a atar cabos; se preguntó por qué razón los demás apartamentos de la villa estaban vacíos y le pareció un poco raro. Se abrochó con aire indiferente la chaqueta y miró sonriendo a Lia. Esta vez le daría algo más que un bofetón pensó. Dante aún tardaría una hora en llegar con Cross, y entre tanto él podría trabajar. Ahora que iba armado no temía enfrentarse directamente con Lia

De repente la estancia se llenó de hombre Salieron de la cocina, del vestíbulo, de la sala de vídeotelevisión. Todos eran mucho más altos que él. Sólo dos de ellos llevaban armas a la vista.

—¿Sabéis que soy un policía?

—Eso lo sabemos todos —contestó Lia en tono tranquilizador. Mientras Lia se acercaba un poco más a Losey dos hombres encañonaron al policía por la espalda.

Lia intrrodujo las manos en el interior de la chaqueta de Losey y sacó la Glock. La entregó a otro de los hombres y cacheó rápidamente a Losey.

—Bueno —dijo Lia. Usted siempre me hacía muchas preguntas. Aquí estoy. Pregunte.

Losey aún no estaba asustado. Le preocupaba tan sólo la posibilidad de que Dante apareciera con Cross. Le parecía increíble que un hombre como él, que había tenido la inmensa suerte de salir con vida de tantas situaciones peligrosas, se hubiera dejado ganar por alguien.

—Sé que tú te cargaste a Skanner —dijo. Y más tarde o más temprano te pillaré.

—Tendrá que ser más temprano —dijo Lia. No habrá un más tarde. Sí, tiene usted razón Ahora mismo, felíz.

Losey seguía sin creer que alguien pudiera animarse a matar a sangre fría a un oficial de la policía. Bueno, los traficantes de drogas podían enzarzarse en un tiroteo y alguno medio mediochiflado podía saltar la tapa de los sesos por el solo hecho de que tú le mostraras la placa, y lo mismo podían hacer los atracadores de bancos; pero ningún hampón hubiera tenido cojones para ejecutar a un oficial de la policía. Se hubiera armado demasiado revuelo.

Alargó la mano para apartar a Lia e imponer su autoridad y dominio, pero de repente un estremecedor ramalazo de fuego le desgarró el estómago y sintió que le temblaban las piernas. Empezó a desplomarse al suelo. Algo sólido le golpeó la cabeza, notó un ardiente dolor en la oreja y se quedó sordo. Cayó de rodillas y la alfombra le pareció una enorme almohada. Levantó los ojos. De pie a su lado, Lia Vazzi sostenía una fina cuerda de seda en las manos.

Lia Vazzi se había pasado dos días cosiendo las dos bolsas que debería usar. Eran de lona marrón oscuro con un cordel de cierre en el extremo abierto. Cada bolsa podría contener un cuerpo humano de considerable tamaño. La sangre no podría filtrarse al exterior a través de la bolsa, y en cuanto se cerrara el extremo, se las podrían echar al hombro como si fueran mochilas. Losey no había reparado en las dos bolsas dobladas sobre el sofá. Los hombres introdujeron su cadáver en una de ellas. Lia tiró fuertemente del cordel para cerrarla y la dejó apoyada verticalmente contra el sofá. Después ordenó a sus hombres que rodearan la villa, pero que no aparecieran hasta que él los llamara. Ya sabían lo que tenían que hacer a continuación.

Cross y Dante cruzaron la verja y se dirigieron muy despacio a la villa de Dante. El aire nocturno aún conservaba el sofocante calor del sol del desierto. Los dos estaban sudando. Dante observó que Cross vestía pantalones deportivos, camisa con el cuello desbrochado y chaqueta abrochada. Pensó que a lo mejor iba armado...

Las siete villas, con sus banderas verdes ondeando ligeramente por efecto de la suave brisa, constituían un soberbio espectáculo bajo la luna del desierto. Parecían edificios de otro siglo, con terrazas, los verdes toldos de las ventanas y las enormes puertas pintadas de blanco y oro. Dante cogió a Cross del brazo.

—Fíjate en eso. ¿Verdad que es bonito? —le dijo. Tengo entendido que follas con esa tía tan guapa de la película Te felicito. Cuando te canses de ella, avísame.

—De acuerdo —dijo jovialmente Cross. Le resultas simpático y le hace gracia tu gorro.

Dante se quitó el gorro.

—A todo el mundo le gustan mis gorros —dijo extasiado.. ¿De veras ha dicho que le soy simpático?

—Le encantas —contestó secamente Cross.

—Le encanto —dijo Dante en tono pensativo. Tiene mucha clase.

Se preguntó por un instante si Losey habría conseguido atraer a Athena a la villa para tomar una copa. Sería la guínda del pastel. Se alegró de haber conseguido distraer a Cross. Había advertido una cierta irritación en la voz de su primo.

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