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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

El Último Don (72 page)

BOOK: El Último Don
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—Me parece estupendo, francamente estupendo —le dijo.

Se refería tanto a sí mismo como a ella porque el hecho de que Don Clericuzio hubiera convertido a Claudia en presidenta de los estudios significaba que no lo relacionaba a él con la desaparición de Dante. El plan había dado resultado.

Después de la cena se pasaron varias horas hablando. Cuando Claudia se levantó para retirarse, Cross sacó una bolsa de fichas negras del cajón de su escritorio.

—Toma, prueba suerte en las mesas a cuenta de la casa —le dijo.

Claudia le dio una cariñosa palmada en la mejilla.

—A ver si dejas de una vez tu papel de hermano mayor y no me tratas como a una niña. La última vez estuve a punto de derribarte al suelo.

Cross la volvió a abrazar. Resultaba agradable tenerla tan cerca. En un momento de debilidad, le dijo:

—¿Sabes una cosa? Te he dejado un tercio de mis bienes en mi testamento por si me ocurre algo. Soy muy rico, así que si quieres siempre podrás permitirte el lujo de decirles a los estudios que se vayan a la mierda.

Claudia lo miró con un destello de emoción en los ojos. —Cross, te agradezco que te preocupes por mí pero puedo mandar los estudios a la mierda, aunque tú no me dejes nada... De repente, Claudia miró a su hermano con semblante preocupado. ¿Ocurre algo? ¿Estás enfermo?

—No, —No, —contestó Cross. Quería simplemente, que lo supieras.

—Gracias —dijo Claudia. Ahora que yo estoy dentro es posible que tú consigas salir. Puedes separarte de la familia si quieres. Puedes ser libre.

Cross se echó a reír.

—Ya soy libre —dijo. Muy pronto me iré a vivir a Francia con Athena.

La tarde del décimo día, Giorgio Clericuzio se presentó en el Xanadú para hablar con él. Cross tuvo una sensación de vacío en el estómago que probablemente lo hubiera arrastrado al pánico si no hubiera conseguido dominarse.

Giorgio dejó a sus guardaespaldas en el exterior de la suite junto a los miembros del servicio de seguridad del hotel, pero Cross no se hizo ninguna ilusión. Sabía que sus propios guardaespaldas obedeceríán cualquier orden que les diera Giorgio. Por si fuera poco, el aspecto de Giorgio no resultaba demasiado tranquilizador. Estaba más pálido y delgado. Era la primera vez que Cross lo veía tan abatido.

Cross lo saludó efusivamente.

—Giorgio —le dijo, qué sorpresa tan inesperada. Voy a ordenar que te preparen una Villa.

Giorgio esbozó una cansada sonrisa.

—No podemos localizar a Dante —dijo, e hizo una breve pausa antes de añadir, Ha desaparecido del mapa y la última vez que le vieron fue aquí, en el Xanadú.

—Bueno —dijo Cross, tú ya sabes que a veces Dante se desmadra.

Giorgio no se molestó en sonreír.

—Iba con Jim Losey, y Losey también ha desaparecido.

—Formaban una pareja un poco rara —dijo Cross, y me extrañó un poco.

—Eran amigos —dijo Giorgio. Al viejo no le gustaba, pero Dante era el encargado de pagarle el sueldo a Losey.

—Os ayudaré en todo lo que pueda —dijo Cross. He de hacer indagaciones entre el personal del hotel, pero tú ya sabes que Dante y Losey no firmaron oficialmente en el registro. Nunca lo hacemos con los ocupantes de las villas.

—Eso ya lo harás a la vuelta —dijo Giorgio. El Don quiere verte personalmente. Ha fletado incluso un aparato para llevarte. Cross guardó un prolongado silencio.

—Voy a hacer la maleta —dijo por fin. ¿Tan grave es la situación, Giorgio?

Giorgio lo miró directamente a los ojos.

—No lo sé —contestó.

A bordo del vuelo chárter que los trasladaba a Nueva York Giorgio empezó a estudiar el contenido de una abultada cartera unos documentos. Cross no intentó trabar conversación con él pero pareció una mala señal. De todos modos, Giorgio no hubiera facilitado la menor información.

El aparato fue recibido por tres automoviles con los cristales pintados, y seis soldados de los Clericuzio. Giorgio subió a los automoviles y le indicó por señas a Cross que subiera. Otra mala señal.

Estaba amaneciendo cuando los vehículos flanquearon la verja de seguridad de la mansión de los Clericuzio en Quogue.

La puerta de la casa estaba vigilada por dos hombres. Otros hombres estaban distribuidos por el jardín, pero no había mujeres ni niños.

—¿Dónde coño se ha metido esta gente, en Disneylandia? le preguntó Cross a Giorgio.

Giorgio se negó a responder a la broma.

Lo primero que vio Cross en la sala fue un círculo de ocho hombres en cuyo centtro había otros dos hombres, que estaban conversando amistosamente. El corazón le dio un vuelco en el pecho. Eran Petie y Lia Vazzi. Vincent los estaba mirando con expresión enojada.

Petie y Lia daban la impresión de mantener excelentes relaciones. Lia llevaba tan sólo pantalón y camisa, sin chaqueta ni corbata, y Lia siempre vestía de forma impecable, lo cual significabaque lo habían registrado y desarmado. En realidad parecía un travieso ratón rodeado por unos alegres y amenazadóres gatos. Cuando Giorgio acompañó a Cross al estudio de la parte de atrás de la casa, Petie se apartó del círculo y los siguió, y lo mismo hizo Vincent.

Allí los esperaba Don Clericuzio. El viejo estaba fumando uno de sus habituales puros retorcidos, sentado en un enorme sillón. Vincent se acercó a él y le ofreció una copa de vino del mueble bar. A Cross no le ofrecieron nada. Petie permaneció de pie en la puerta. Giorgio se sentó en el sofá delante del Don y le indicó por señas a Cross que se sentara a su lado.

El rostro del Don, marcado por la edad, no dejaba traslucir la menor emoción. Cross le dio un beso en la mejilla. El Don le dirigió una mirada velada de tristeza.

—Bueno, Croceifixio —le dijo, todo se ha hecho con mucha habilidad, pero ahora deberás exponer tus razones. Soy el abuelo de Dante y mi hija es su madre. Estos hombres de aquí son sus tíos. Nos tienes que contestar a todos.

Cross trató de no perder la compostura. —No lo entiendo —dijo.

—Tu primo Dante terció Giorgio con aspereza. ¿Dónde está?

—Y cómo quieres que yo lo sepa? replicó Cross como si la pregunta lo hubiera sorprendido. No lo he visto últimamente. A lo mejor esten Méjico, divirtiéndose.

—¿Así que no lo entiendes, eh? —dijo Giorgio. No vengas con historias. Ya has sido declarado culpable. ¿Dónde lo arrojaste?

De pie junto al mueble bar, Vincent apartó el rostro como si no pudiera mirarle a la cara. A su espalda, Cross oyó a Petie que se acercaba al sofá.

—¿Dónde están las pruebas? —preguntó Cross. ¿Quién dice que yo he matado a Dante?

—Yo —contestó el Don. Te he declarado culpable, y mi juicio es inapelable. Te he mandado traer aquí para que presentes una petición de clemencia, pero debes justificar el asesinato de mi nieto.

Al oir el mesurado tono de su voz, Cross comprendió que todo había terminado, para él y para Lia Vazzi; aunque Vazzi ya lo sabía. Se lo había leído en los ojos.

Vincent se volvió a mirarle, y Cross observó que su rostro de granito se había suavizado.

—Dile a mi padre la verdad, Cross, es tu úníca oportunidad. El Don asintió con la cabeza.

—Croccifixio, tu padre era algo más que mi sobrino, llevaba la sangre de los Clericuzio como tú. Tu padre era mi amigo más fiel. Por eso estoy dispuesto a escuchar tus razones.

Cross se preparó para responder.

—Dante mató a mi padre. Lo consideré culpable, tal como usted me considera a mí. Mató a mi padre por ambición y venganza. En el fondo de su corazón era un Santadio. Al ver que el Don guardaba silencio, Cross añadió ¿Cómo podía yo abstenerme de vengar a mi padre? ¿Cómo podía olvidar que mi padre era el responsable de mi existencia? Al igual que mi padre, ya respetaba demasiado a los Clericuzio como para pensar que usted hubiera tenido algo que ver con el asesinato, y sin embargo creo que usted debió de comprender que Dante era culpable y no hizo nada. ¿Cómo podía yo por tanto acudír a usted para que remediara el daño?

—Las pruebas —dijo Giorgio.

—A un hombre como Pippi de Lena jamás se le hubiera podido pillar por sorpresa —dijo Cross, y la presencia de Jim Lose en el lugar de los hechos era demasiada casualidad. Ningún hombre de esta habitación cree en la casualidad. Todos vosotros sabían que Dante era culpable. Usted mísmo, Don Clericuzio, me contó la historia de la guerra de los Santadio. ¿Quién sabe que planes tenía Dante para cuando me hubiera matado? Después les hubiera tocado el turno a sus tíos. Cross no se atrevió a mencionar al Don. Contaba con el afecto que usted le tenía añadió, dirigiéndose al Don.

El Don apartó a un lado el puro. En su rostro inescrutable se advertía una leve tristeza.

Petie, que era el que más unido había estado a Dante, tomó la palabra. —¿Dónde arrojaste el cuerpo? volvió a preguntar.

Pero Cross no pudo responder, no le salieron las palabras de la boca.

Hubo un largo silencio hasta que finalmente el Don levantó la cabeza para mirarlos a todos antes de hablar.

—Los funerales en honor de los jóvenes son una pérdida de tiempo —dijo. —¿Qué han hecho para que podamos ensalzarlos? Qué respeto han merecido? Los jóvenes no tienen compasión ni gratitud. Mi hija ya está loca, ¿por qué aumentar su pena y borrar toda esperanza de recuperación? Se le dirá que su hijo ha huído y tardará años en comprender la verdad.

Todos los presentes en la estancia parecieron relajarse. Petie se adelantó y se sentó al lado de Cross en el sofá. Vincent, de pie detrás del mueble bar, se acercó una copa de brandy a los labios en una especie de saludo.

—Pero con justicia o sin ella, tú has cometido un crimen contra la familia —dijo el Don. Tiene que haber un castigo. Para ti, dinero; para Lia Vazzi, su vida.

—Lía no tuvo nada que ver con lo de Dante —dijo Cross. Con lo de Losey, sí. Permítame pagar un rescate por él. Soy propietario de la mitad del Xanadú. Le cederé a usted el cincuenta por ciento de esta mitad en pago por mí y por Vazzi.

Don Clericuzio pareció estudiar la propuesta.

—Eres leal —dijo. Miró a Giorgio y después a Vincent y a Petie. Si vosotros tres estáis de acuerdo, yo también lo estaré.

Los hermanos no contestaron.

El Don lanzó un suspiro de pesadumbre.

—Cederás la mitad de tus intereses, pero deberás abandonar nuestro mundo. Vazzi deberá regresar a Sicilia con su familia, aunque podrá quedarse si quiere. Es todo lo que puedo hacer. Tú y Vazzi jamás deberéis volver a hablaros. Y ordeno a mis híjos en tu presencia no vengar jamás la muerte de su sobrino. Dispondrás de una semana para arreglar tus asuntos y firmar los documentos necesarios para Giorgio. El Don suavizó un poco el tono de voz. Quiero asegurarte que yo no tuve conocimiento de los planes de Dante. Y ahora, vete en paz y recuerda que siempre quise a tu padre como a un hijo.

En cuanto Cross abandonó la casa, Don Clericuzio se levantó de su sillón y le dijo a Vincent:

—A la cama.

Vincent lo ayudó a subir la escalera pues ahora el Don padecía cierta debilidad en las piernas. La edad estaba empezando a causar estragos en su cuerpo.

EPÍLOGO
NIZA - FRANCIA - QUOGUE

En su último día de permanencia en Las Vegas, Cross de Lena se sentó en la terraza de su suite del último piso y contempló el Strip inundado de sol. Los grandes hoteles Caesar Palace, Flamingo, Desert Inn, Mirage y Sands desafiaban al sol con sus marquesinas de neón brillantemente iluminadas.

La orden de destierro de Don Clericuzio había sido muy clara Cross jamás debería regresar a Las Vegas. ¿Qué feliz había sido su padre Pippi en aquel lugar. Por su parte, Gronevelt había convertido la ciudad en su propio walhalla, pero él jamás había gozado en la misma medida que ellos. Había disfrutado de los placeres de Las Vegas, por supuesto, pero eran unos placeres que siempre contenían el frío sabor del acero.

Las verdes banderas de las siete villas colgaban en medio de la calma del desierto, pero el negro esqueleto del edificio incendiado parecía el fantasma de Dante. Él jamás volvería a ver nada de todo aquello.

Había querido el Xanadú y había amado a su padre, a Gronevelt y a Claudia, pero en cierto modo los había traicionado. A Gronevelt por no haber sido fiel al Xanadú, a su padre por nó haber sido fiel con los Clericuzio, y a Claudia porque ella creía en su inocencia. Ahora se alejaría de ellos e iniciaría una nueva vida.

¿Qué beneficios le reportaría su amor por Athena? Gronevelt, su padre e incluso el viejo Don le habían advertido contra los peligros del amor romántíco. Era el fatídico error de los grandes hombres que controlaban imperios. ¿Por qué no prestaba atención a sus consejos? ¿Por qué depositaba su destino en manos de una mujer?

Simplemente porque su presencia, el sonido de su voz, su forma de moverse y sus penas y alegrías lo hacían feliz. el mundo se convertía en un placer deslumbrador cuando estaba con ella. La comida era exquisita, el sol le calentaba los huesos y el dulce anhelo de su carne convertía la vida en algo sagrado. Y cuando dormía a su lado jamás temía aquellas pesadillas que precedían al amanecer. Llevaba tres semanas sin ver a Athena pero aquella misma mañana había oído su voz. La había llamado a Francia para anunciarle su llegada y había percibido la alegría de su voz al saber que él estaba vivo. A lo mejor era cierto que ella lo amaba. Faltaban menos de veinticuatro horas para volver a verla.

Cross confiaba en que algún día ella lo amara de verdad, correspondiera a su amor, no lo juzgara jamás y, cual un ángel protector, lo salvara del infierno.

Athena Aquitane era tal vez la única mujer de Francia que se vestía y maquillaba para disimular su belleza. No es que intentara ser fea; pues no era una masoquista, pero había llegado al convencimiénto de que la belleza física era excesivamente peligrosa para su mundo interior. Aborrecía el poder que le confería sobre otras personas y aborrecía la vanidad que seguía dañando su espíritu. Era un obstáculo para lo que ella sabía que iba a ser la obra de su vida.

En su primer día de trabajo en el Instituto para Niños Autistas de Niza había intentado garecerse a los niños y caminar como ellos. La sensación de identificación la dejó abrumada. Aquel día relajó los músculos faciales para imitar la inexpresiva serenidad de los pequeños y trató de ladear el cuerpo y cojear, como hacían los que sufrían lesiones del aparato locomotor.

El doctor Gerard le comentó con sorna.

Lo hace usted muy bien; pero va en dirección contraria. Cogió sus manos entre las suyas y añadió amablemente no trate de identificarse con su desgracia. Tiene que luchar contra ella.

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