—Lo conozco, Alicia —contestó el militar—. Si así no fuera, no le tendría confianza. He oído decir que fue traído a nuestro campamento a raíz de un extraño accidente que tuvo su padre con él. El indio fue castigado por orden de… Pero no recuerdo bien esa historia.
—Si ha sido enemigo de mi padre —contestó Alicia, asustada—, no debemos confiar en él.
El indio se había detenido señalando hacia la enramada un sendero tan angosto que apenas podrían recorrer marchando uno tras otro.
—Éste es nuestro camino —dijo el oficial.
—¿No estaríamos más seguros si siguiéramos el camino de la tropa? — preguntó Alicia.
—La ruta que sigue el destacamento es conocida, mientras que la nuestra será un secreto —contestó el militar.
—¿Desconfiar de ese hombre por la sola razón de que sus maneras no son como las nuestras? —preguntó Cora con frialdad.
El joven la miró con admiración y hasta dejó avanzar sola a Alicia para abrirle paso a la hermosa morena. Tan pronto como el guía notó que las damas manejaban fácilmente sus cabalgaduras, avanzó con rapidez.
El oficial se había vuelto para hablar con Cora, pero se detuvo al escuchar el lejano rumor de la marcha de varios caballos.
Poco después se vio avanzar un potrillo y al cabo de un instante apareció el extraño y desgarbado sujeto. La escuálida yegua que montaba iba a toda la velocidad que le era posible, debido a su mísero aspecto. La actitud y los movimientos del jinete eran tan notables como los del animal que montaba.
A cada cambio en las evoluciones de la yegua, el hombre se erguía sobre los estribos en toda su elevada estatura, produciendo de esta manera, a causa de la exagerada longitud de sus piernas, tan repentinos aumentos y disminuciones de estatura que era imposible adivinar cuáles eran sus reales dimensiones. Alicia no hizo ningún esfuerzo para contener la risa, y hasta los ojos negros de Cora chispearon, risueños.
—¿Busca a alguien aquí? — preguntó Heyward al desconocido.
—Así es —dijo el hombre—. Me enteré de que ustedes se dirigen al fuerte William Henry, y me pareció que un compañero de viaje sería bueno para todos.
—Si se dirige hacia el lago —replicó el oficial—, ha equivocado su camino.
—Así es —replicó el desconocido—. Pero creo que puedo hacerle el camino más grato con una conversación amistosa, no reclamo más méritos que el de poseer el don de cantar.
—Me alegro de que nos hayamos encontrado, amigo —dijo Alicia, invitándolo con un ademán a viajar con ellos—. Me gustaría que animara nuestra jornada con un poco de música.
—¿Sabe cantar? —preguntó el desconocido al oficial.
—Sí —contestó Alicia—, pero creo que es más aficionado a las canciones profanas. La vida militar no es apropiada para desarrollar canciones del género serio.
—Óigame, usted —dijo, tomando el extraño instrumento que portaba; se lo llevó a la boca y lanzó un sonido fuerte y agudo, que fue seguido por su voz suave y melodiosa.
El oficial y los demás viajeros, que avanzaban a corta distancia, oyeron el canto del desconocido en medio del silencio del bosque. El indio se acercó al militar y le susurró algo al oído. El oficial se dirigió de inmediato al cantor y le dijo:
—Aunque no corremos peligro, me preocupa la seguridad de todos, de modo que es mejor que recorramos estas soledades en silencio.
El mayor Heyward no se equivocaba, ya que en aquel momento creyó avistar a un indio en medio de la espesura; pero se tranquilizó al ver que el guía no se detuvo. Pasados los viajeros, surgió entre el boscaje un hombre de aspecto salvaje: sus ojos brillaron al observar las huellas de sus futuras víctimas, que seguían confiadamente su camino.
A orillas de un pequeño río de rápida corriente, a una hora de distancia del campamento de Webb, se encontraban dos hombres. La selva se extendía hasta la misma orilla. En aquel sitio reinaba el más profundo silencio. Uno de los dos hombres tenía la piel roja y el atavío de los salvajes de la región; el otro, aunque vestía como indio, parecía ser de origen europeo, a pesar de su piel curtida por el sol.
El indio estaba sentado sobre un tronco caído y cubierto de musgo, su cuerpo casi desnudo lucía un aterrador emblema de la muerte, pintado en negro y blanco.
Su cabeza rapada sólo conservaba un mechón de pelo en la parte superior, sin otro adorno que una pluma de águila que caía sobre el hombro izquierdo. De su cinturón pendían un tomahawk y un puñal. Sobre sus rodillas desnudas apoyaba un corto rifle militar.
El cuerpo del otro era el de un hombre que había soportado el trabajo duro. Era delgado pero musculoso, vestía una chaqueta de cazador, de color verde oscuro con flecos amarillos, gorro de piel y llevaba un cuchillo en su cinturón. Sus mocasines tenían los vistosos adornos que son comunes entre los indios.
Complementaban su vestimenta la bolsa y un cuerno. A su lado, apoyado contra un árbol, tenía su largo rifle. A pesar de todo esto, su mirada era franca y tenía una expresión de ruda honradez.
—Tus padres —dijo el blanco— llegaron del sol poniente, cruzaron el río, combatieron con la gente del país y se apoderaron de la tierra; y los míos vinieron del cielo rojizo de la mañana, cruzando el lago salado e hicieron casi lo mismo que habían hecho tus padres. Que Dios nos juzgue y que los amigos se ahorren sus palabras de ofensa.
—¡Mis padres combatieron con los indios rojos desnudos! —replicó el indio altivamente—. ¿No existe diferencia, Ojo de Halcón, entre la flecha con punta de piedra y la bala de plomo con que ustedes matan?
—Es verdad que los de mi color tienen algunas costumbres que molestan a una conciencia honesta —respondió el cazador—. Pero toda historia tiene sus dos lados. Cuéntame, Chingachgook, lo que sucedió cuando nuestros padres se encontraron.
—Escúchame, Ojo de Halcón —dijo el indio, después de unos momentos de silencio—. Te repetiré lo que mis padres dijeron y lo que hicieron los mohicanos…
Llegaron desde el sitio donde el sol se esconde durante la noche; atravesaron las grandes llanuras donde viven los búfalos, hasta que llegaron al gran río.
Allí combatieron con los Alligewi hasta enrojecer la tierra con su sangre. Desde las orillas del río hasta las costas del lago salado no encontramos a nadie, aunque éramos seguidos por los maguas de lejos. Conservamos como hombres la tierra que habíamos conquistado como guerreros. En aquel tiempo creció un pino donde está ahora este castaño. Los primeros caras pálidas que vinieron no hablaban inglés. Llegaron en una gran canoa cuando sus padres habían enterrado el tomahawk con los pieles rojas que los rodeaban. En ese tiempo, Ojo de Halcón, nosotros formábamos un solo pueblo y éramos felices.
La voz del indio traicionó su emoción y su idioma gutural se tornó melodioso y expresivo.
—El lago salado nos daba peces; el bosque, gamos, y el aire, aves. Teníamos esposas que eran madres de nuestros hijos; adorábamos al Gran Espíritu y manteníamos a los maguas tan lejos que no podían oír nuestros cantos de triunfo.
Pero llegaron los holandeses. Desembarcaron y ofrecieron a mi pueblo el agua de fuego, ésa que llaman aguardiente. La bebieron y creyeron tontamente que habían encontrado el Gran Espíritu. Después cedieron sus tierras, pedazo a pedazo, y luego fueron arrojados de las costas, hasta el punto que yo, que soy su jefe, nunca he visto brillar el sol sino a través de los árboles, y jamás he visitado las tumbas de mis padres. Todos los de mi familia han partido para la tierra de los espíritus. Yo estoy en la cumbre y tengo que bajar al valle; cuando Uncás siga mis huellas, ya no quedará quien lleve nuestra sangre, porque mi hijo será el último de los mohicanos.
—¡Aquí está Uncás! —dijo una voz suave a espaldas del indio—. ¿Quién habla de Uncás?
El hombre blanco movió su puñal en la vaina de cuero e hizo un involuntario ademán hacia el rifle. En ese instante un joven guerrero pasó entre ellos y se sentó a la orilla del río.
Chingachgook miró a su hijo y preguntó:
—¿Se atreven los maguas a dejar en estos bosques las huellas de sus mocasines?
—Les he seguido el rastro —replicó el joven—, y sé que son tantos como los dedos de mis manos; pero se ocultan porque son cobardes.
—Serán arrojados de sus guaridas —respondió Chingachgook—. Ojo de Halcón, cenemos y mañana les mostraremos a los maguas qué clase de hombres somos.
—Estoy dispuesto para ambas cosas —respondió el cazador—. Uncás — añadió en voz baja—, te apuesto mi bolsa llena de pólvora contra un poco de wampum a que le pongo una bala entre los ojos, y más cerca del derecho que del izquierdo, a ese gamo que se asoma allí.
—No puede ser —exclamó el joven—. Apenas se ven las puntas de las astas.
El hombre blanco empuñó su rifle, lo apoyó sobre el hombro y cuando se disponía a disparar, Uncás, bajándole el arma, le dijo:
—Ojo de Halcón, ¿quieres combatir con los maguas?
—Estos indios conocen casi por instinto los bosques —replicó el cazador, bajando el rifle—. Te dejo el gamo…
Uncás se acercó arrastrándose hacia el ciervo. Cuando se encontró a poca distancia ajustó una flecha a su arco. Luego se oyó la sorda vibración de la cuerda del arco y la flecha se perdió entre las hojas mientras el animal dio un brinco que lo puso casi a los pies de su cazador. Uncás le clavó el cuchillo en el cuello y el animal, dando un salto, fue a caer al río tiñendo las aguas.
—¡Muy bien! —dijo el hombre blanco—, pero por certera que sea la flecha, es necesario que el cuchillo termine la tarea.
—¡Silencio! —dijo Chingachgook—. Oigo pasos —y se inclinó hasta tocar el suelo con la oreja—. Son caballos montados por blancos. Ojo de Halcón, son tus hermanos. Háblales.
—Lo haré —dijo el cazador—. Es extraño que un indio reconozca esos sonidos mejor que yo. ¡Ah! pero ahora oigo el crujido de unas ramas secas y el movimiento de las hojas. Ya se acercan. ¡Qué Dios los guarde de los iroqueses!
Se acercó a ellos el que venía a la cabeza del grupo. Los viajeros se sorprendieron de verlos aparecer en las profundidades de la selva.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Ojo de Halcón.
—Somos cristianos y nos regimos por las leyes del rey —respondió el cabecilla del grupo—. Hemos viajado desde la salida del sol, a la sombra de estos bosques, sin comer, y estamos muy cansados. ¿Saben a qué distancia estamos de un fuerte llamado William Henry, que pertenece al rey?
—Si son amigos del rey, sería mejor que siguieran el camino hasta Edward, allí encontrarán al general Webb, que está perdiendo el tiempo en lugar de avanzar hasta los desfiladeros y rechazar hasta su guarida, más allá del lago Champlain, a ese atrevido francés.
Antes de que el viajero pudiera contestar, otro jinete, apartando las ramas, avanzó hasta su compañero, y preguntó:
—¿Entonces, a qué distancia estamos del Edward? Hemos partido de allí esta mañana para ir a la cabeza del lago. Nos confiamos a un indio, que prometió llevarnos por un camino poco transitado; nos hemos engañado al creer que él conocía tal sendero. En resumen, no sabemos dónde estamos.
—¡Un indio que se pierde en la selva! —exclamó el cazador—. Es extraño que un indio se extravíe entre el Horican y la curva del río. ¿Es mohawk vuestro guía?
— No es de nacimiento, pero esa tribu lo adoptó; creo que es de los que se llaman hurones.
—¡Un hurón! —exclamó el cazador moviendo la cabeza con expresión de desconfianza—. Son una raza de ladrones, sea quien fuere el que los adopte.
—No corremos ese peligro, nuestro guía es un mohawk por adopción y sirve de guía como amigo en nuestro ejército.
—El que nació mingo, mingo morirá —exclamó el cazador—. ¡Un mohawk! Como gente honrada, preséntenme un delaware o un mohicano, que sí son verdaderos guerreros.
—¡Basta! —exclamó Heyward—. No deseo averiguar la reputación de un hombre a quien yo conozco y ustedes no. Aún no han contestado a mi pregunta. ¿A qué distancia estamos del fuerte Edward? —insistió el oficial—. Si quiere conducirnos hasta allá, su trabajo será bien recompensado. Y si usted pertenece al ejército, conocerá el regimiento número 60 del rey…
—¡El 60! Hay pocos oficiales al servicio del rey en América que yo no conozca, aunque lleve una casaca de cazador en vez de la chaqueta encarnada.
—Está bien. Entonces sabrá el nombre del mayor de este regimiento…
—¡Del mayor! —interrumpió el cazador con orgullo—. Si hay en el país un hombre que conoce bien al mayor Effingham, ése soy yo.
— El 60 tiene varios mayores, pero ése es el de más edad; hablo del más joven de ellos, del que manda las compañías que están de guarnición en el William Henry.
—Sí, he oído decir que un joven muy rico, venido de las provincias del sur, ha obtenido ese puesto. Sin embargo, dicen que domina bien su oficio y que es un valiente soldado.
—Como quiera que sea, lo tiene usted delante —replicó el oficial.
El cazador miró, atónito, a Heyward. Se quitó la gorra y contestó con tono menos altivo:
—He oído decir que esta mañana debía salir del campamento este grupo que se dirigía al lago.
—Es así, pero yo preferí seguir una ruta más corta, confiado en el indio de quien les he hablado.
—Lo engañó, mayor. Quisiera verlo.
El cazador pasó por el lado del caballo que montaba Heyward y, entrando en el sendero por detrás de la mula del maestro de canto, saludó a las jóvenes que esperaban inquietas. Detrás de ellas estaba el guía, apoyado contra un árbol.
Inmóvil, hosco y sombrío, sufrió el examen del hombre blanco. Luego Ojo de Halcón se retiró y pasó cerca de las hermanas, fascinado ante tanta belleza.
Mirando al joven oficial le dijo:
—Podría conducirlo al fuerte Edward en una hora. Pero con esas dos señoras, imposible. No recorrería ni una milla en los bosques en la noche, en compañía de ese guía, ni aunque se me ofreciera en pago el mejor rifle. Ahora —continuó el cazador—, acérquese a él y distráigalo hablándole. Esos dos mohicanos se apoderarán de él sin borrar la pintura de su cuerpo.
—No —replicó Heyward con altivez—. Me apoderaré de él yo mismo.
—¡Silencio! ¿Qué puede hacer un hombre a caballo contra un indio en plena selva?
—Desmontaré.
—Acérquese a ese malvado y háblele francamente, como si fuera su más fiel amigo.
Heyward se acercó al indio, que aún continuaba apoyado al árbol.