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Authors: James Fenimore Cooper

Tags: #Narrativa, Novela histórica

El último mohicano (9 page)

BOOK: El último mohicano
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Eran frecuentes las falsas huellas y las vueltas repentinas, siempre que algún arroyo o la formación del terreno lo permitía.

Ya caía la tarde cuando pasaron el Scaroon, siguiendo la dirección del sol hacia el ocaso. Al bajar a una hondonada en cuyo fondo corría un arroyo, se encontraron en un sitio donde Zorro Sutil había hecho alto con los que viajaban con él. Había algunos tizones que demostraban que se había encendido fuego.

Uncás y su padre encontraron señales recientes y luego el joven indio apareció con los dos caballos, ensillados, pero con las sillas rotas y manchadas.

—¿Qué significa esto? — preguntó Duncan.

—Esto significa que estamos al fin de nuestro viaje y que nos encontramos en territorio enemigo —contestó el cazador—. Es necesario seguir su rastro.

Examinaron el terreno palmo a palmo. Uncás rastreó el pequeño canal que partía del manantial, y haciendo un trenque de barro lo desvió hacia otro canal. Cuando el cauce quedó seco, se inclinó para observar y lanzó un grito de alegría.

Todos se acercaron. Sobre la arena que formaba el fondo había varias huellas de mocasines, pero todas iguales. El cazador, admirado, pidió a Uncás que midiera el pie del músico: en un recodo había una huella muy bien marcada. Cuando Uncás regresó, confrontó las medidas. Eran iguales. No había duda, a David le habían cambiado sus zapatos por mocasines.

—Ahora veo claro —añadió Ojo de Halcón—. Como lo más notable que tiene el cantor son su garganta y sus pies, se sacó partido de estos últimos y se le hizo marchar adelante; los otros han pisado sobre sus huellas. Y en cuanto a las señoritas, creo que no tardaremos en encontrar sus huellas.

Reanudaron la marcha siguiendo el curso del arroyo. Un poco más adelante el arroyuelo llegó a la base de un peñasco sin ninguna vegetación. Pero Uncás no tardó en hallar la impresión de un pie sobre el musgo; sin duda el indio había pisado allí inadvertidamente. El joven muchacho siguió la dirección de la punta de la huella que iba dirigida hacia un bosque, y las encontró todas bien marcadas y distintas.

—¿Continuamos adelante? — preguntó Heyward.

—Poco a poco —contestó el cazador—. Debemos tomar todas las precauciones. Lo que no entiendo es cómo Zorro Sutil hizo pasar a las señoritas a lo largo del rastro oculto bajo el agua del arroyo.

Heyward le mostró, entonces, una especie de carretilla, formada con ramas y asegurada con mimbres y lianas.

—¡Ahí está la explicación! —exclamó el cazador—. Aquí veo huellas de tres pares de mocasines y dos pares de pies pequeños.

—Mis hijas no podrán resistir tantas penurias —dijo Munro.

De todos modos, debieron hacer un alto para alimentarse, pero terminada la comida Ojo de Halcón miró al sol poniente y apresuró la marcha. No había transcurrido una hora cuando el cazador comenzó a andar más despacio, como si temiera la proximidad de un peligro.

—Olfateo hurones —dijo—. Chingachgook, anda por las montañas de la derecha.

Uncás, tú costearás el arroyo. Y yo continuaré siguiendo el rastro. El que descubra algo avisara a los otros con tres graznidos de cuervo. He visto algunos de esos pajarracos volando sobre la montaña.

Sin contestar, los mohicanos siguieron las indicaciones, y el cazador prosiguió la marcha en compañía de los dos oficiales. Heyward se colocó al lado del guía, pero el cazador le dijo que se escurriera a la orilla del bosque y lo aguardara allí. Duncan obedeció y desde su escondite pudo presenciar una escena extraordinaria.

Una gran extensión de árboles había sido derribada y la claridad de una noche de verano iluminaba esta especie de plazuela. A corta distancia, el arroyo formaba un pequeño lago en un valle cerrado entre dos montes. Centenares de viviendas de barro se alzaban al borde del lago.

Le pareció ver a muchos hombres que andaban en cuatro pies y arrastraban alguna cosa pesada. Aparecieron al mismo tiempo, a las puertas de algunas viviendas, varias cabezas negras, y no tardó todo el lago en cubrirse de una multitud de individuos que iban y veían en todas direcciones. Duncan estaba a punto de dar los graznidos de cuervo cuando un ruido le hizo volver la cabeza a otro lado.

Cerca de él, sin percatarse de su presencia, se hallaba otro individuo. Y Duncan, sigilosamente, se puso a observar los movimientos del recién llegado. Era un indio y parecía estar ocupado, como él, en contemplar la aldea y los movimientos de sus moradores. Era imposible descubrir sus facciones bajo aquella grotesca mascara de pintura que las ocultaba. Pero en su rostro había más tristeza que ferocidad. Como era usual, tenía la cabeza afeitada, salvo el mechón dejado en la parte superior del cráneo. Su aspecto, en conjunto, era el de un hombre solitario y mísero.

En ese momento regresaba sigilosamente el cazador.

Ojo de Halcón se sobresaltó, y bajo su rifle cuando Duncan le mostró al desconocido. Minutos más tarde se había ocultado entre la maleza y estaba a punto de sorprender al desconocido, que alzaba el pescuezo hacia el lago, mientras la mano del cazador se levantaba sobre él. Pero de pronto Ojo de Halcón retrocedió y comenzó a reír silenciosamente. Luego, en vez de asir al indio por el cuello, le tocó suavemente el hombro, y le dijo en voz alta:

—¡Hola, amigo! ¿Te propones enseñar canto a los castores?

—Así es —contestó el otro—. Creo que podrían hacerlo, si se lo enseñaran.

La sorpresa de Heyward no tuvo límites, los que él creía indios errantes eran castores; el lago, un estanque formado por ellos por el acarreo de agua; la cascada, un dique construido por los hábiles animales, y el enemigo sospechoso era el fiel amigo David Gamut.

Lo felicitaron por su indumentaria, que hacía honor al buen gusto de los hurones. El guía imitó tres veces el graznido del cuervo. Al punto concurrieron los mohicanos desde diferentes puntos. David contó que las hermanas estaban cautivas de los paganos, pero que se encontraban bien, lo que tranquilizó a Munro.

—Pero creo que no es momento de que las pongan en libertad — repuso David —. Zorro Sutil ha ido a cazar, y mañana nos internaremos en los bosques para acercarnos a las fronteras de Canadá. La mayor de las hermanas está en un pueblo vecino; la menor está con las mujeres de los hurones a dos millas de aquí.

Zorro Sutil había permanecido en la montaña. Allí había llevado a sus dos prisioneras, hasta que la matanza de la llanura cesó. Al llegar al campo de los hurones, el magua había separado a las hermanas. Cora fue enviada a una tribu en el próximo valle, pero David no recordaba el nombre de la tribu. Al escuchar esto Ojo de Halcón le preguntó:

—¿Recuerdas cómo eran sus cuchillos?

—No, no me fijé en ellos. Pero he visto sus pinturas, extrañas y fantásticas, imágenes que ellos admiraban y de lo que se muestran orgullosos. Especialmente una pintura que representa un objeto vil y repugnante. Es un animal como una serpiente o una tortuga.

—¡Huh! —exclamaron, simultáneamente, los dos mohicanos.

Chingachgook empezó a hablar en delaware. Sus gestos eran expresivos y enérgicos. Levantó su brazo y al bajarlo apartó los pliegues de su manta, y apoyó un dedo sobre su pecho como para confirmar sus palabras con ese gesto.

Duncan siguió con la mirada el movimiento y vio que el animal mencionado estaba dibujado en el pecho del indio. El cazador le dijo al oficial que Chingachgook procedía de la raza de los delawares y era el gran jefe de sus tortugas. Y además, según decía David, entre los hurones también se encontraban indios de esa misma raza.

El impaciente Duncan propuso varios medios para salvar a las dos hermanas, pero sus planes eran realmente descabellados.

—Sería conveniente —dijo el cazador— que David volviera a juntarse con los indios, para que informe a las hermanas que estamos cerca y venga a buscarnos cuando le demos la señal. David, como músico, distinguirá muy bien el graznido del cuervo.

—Es un pájaro simpático —replicó David—, su canto es suave.

—¡Espere! —exclamó Duncan—. Yo lo acompañaré. Así es que no trate de detenerme —le dijo al guía—. Usted conoce bien los medios para disfrazarme.

El cazador lo miró con admiración, y habló con Chingachgook, que llevaba en su morral tantos colores como tienen estos parajes.

Duncan tomó asiento y el mohicano puso manos a la obra. Le trazó sobre la frente la línea que los indios consideran como símbolo de un carácter cordial y dibujó en las mejillas algunas figuras fantásticas que lo dejaron convertido en un verdadero bufón.

Terminado el trabajo, el cazador le dio muchos consejos amistosos, y fijaron el sitio donde se reunirían en caso de que unos y otros tuvieran éxito. La despedida de Munro y su joven amigo fue triste. El cazador llamó a Heyward a un lado y comunicó su decisión de dejar a Munro con Chingachgook, mientras él y Uncás seguían haciendo averiguaciones.

El camino que tomaron Duncan y David cruzaba el claro de los castores y bordeaba la orilla de su estanque. Después de recorrer casi en semicírculo la zona de los castores, al cabo de una hora llegaron a un sitio despejado de árboles, por el que serpenteaba un arroyo. Duncan se detuvo antes de abandonar la espesura del bosque. Al otro extremo del claro se veían como unas sesenta chozas.

A la luz del crepúsculo observó unas treinta figuras que se elevaban sobre la hierba que crecía delante de las chozas y volvían a desaparecer, como si se las tragara la tierra. Pero cuando se acercaron vieron que sólo se trataba de niños que jugaban.

Las cautivas están cerca

No es costumbre india tener guardia de hombres armados en torno a sus campamentos. Por eso se encontraron entre la turba de niños jugando. Cuando éstos los vieron, desaparecieron inmediatamente. Pero al observar Duncan con más detención, a pesar de la penumbra, distinguió numerosos ojos vivaces y brillantes que los espiaban. Una docena de guerreros habían aparecido a la puerta de sus chozas.

David, que estaba algo familiarizado con semejantes escenas, entró tranquilamente en la choza principal sin vacilación alguna. Era la choza más espaciosa. A Duncan le era difícil aparentar indiferencia al pasar entre los salvajes reunidos delante de la puerta; pero imitó a su compañero, entró y tomó asiento, guardando silencio como David. Una antorcha ardía en la habitación y reflejaba su luz sobre los rostros de los indios. Al fin un indio cuyos cabellos comenzaban a encanecer se levantó y habló en la lengua de los hurones; su discurso fue inentendible para Duncan, aunque por sus gestos parecía expresar cortesía más que irritación. Luego lo interrogó en francés, al típico estilo del que se habla en el Canadá:

—¿Los hombres sabios del Canadá se pintan la piel? Hemos oído decir que se enorgullecen de tener las caras pálidas.

—Cuando un jefe indio visita a sus padres blancos, se quita la túnica de búfalo para ponerse la camisa que le es ofrecida. Mis hermanos me dieron pintura y yo la uso —repuso Duncan.

Un murmullo de aprobación recibió este cumplido hecho a la tribu. El jefe de más edad hizo un gesto amistoso que fue repetido por casi todos sus compañeros.

Duncan respiró profundamente.

Otro guerrero se levantó y se ponía en actitud de orador, cuando salió del bosque un ruido espantoso, que fue seguido por un grito agudo y penetrante.

Duncan se puso en pie, asustado.

Todos los guerreros salieron en masa; el oficial los siguió y se encontró con los indios y sus familias dando gritos de alegría. Del bosque salía una larga fila de guerreros. El que iba delante llevaba un palo, y de éste pendían varias cabelleras.

Un grupo de guerreros regresaba de una expedición. Los guerreros sacaron sus cuchillos y se colocaron en dos filas, una enfrente de otra. Las mujeres se apoderaron de hachas, palos, o lo que tuvieran a mano, para tomar parte en la diversión que se preparaba. Ni los niños querían privarse de ella.

A pocos pasos de la choza, había dos hombres. Uno de ellos tenía el aspecto fiero, el cuerpo derecho, y parecía dispuesto a sufrir su suerte con el valor de un héroe. El otro tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, como abrumado por la vergüenza y parecía estar paralizado de terror. Iban a obligarlos a correr entre las dos filas de guerreros furiosos. Resonó, entonces, un grito que era la señal para iniciar la carrera.

Uno de los prisioneros quedó inmóvil y el otro partió en seguida con la ligereza de un ciervo. Apenas entró entre las filas saltó por encima de la cabeza de dos niños y se alejó de los hurones. Las filas se rompieron y todos corrieron tras él.

El prisionero saltó sobre una hoguera y no tardó en llegar al otro lado del bosque, donde otros hurones lo esperaban. Entonces corrió al lado más oscuro.

Duncan alcanzaba a distinguir su cuerpo de gran agilidad que daba saltos increíbles.

Luego el mayor lo buscó con la vista y de improviso lo vio junto a la puerta de la cabaña principal. En ese instante el prisionero había pasado un brazo alrededor del poste salvador que lo protegía; estaba muy fatigado y casi no podía respirar. Una costumbre inmemorial y sagrada protegía entonces su persona por el hecho de tomar ese poste, hasta que el consejo deliberase sobre su suerte. Silencioso, no manifestaba ni temor ni cólera, lo que molestaba a las mujeres. Una india se puso frente a él y comenzó a insultarlo.

—¡Oye, delaware! —le dijo burlona—. Tu nación es una raza de mujeres. Sus madres son mujeres de ciervos.

El prisionero se mostraba superior a toda esta mofa, lo que molestó aún más a la vieja india. En ese punto el muchacho volvió el rostro y Duncan lo reconoció: era Uncás, el joven mohicano. Heyward desvió inmediatamente la mirada. Un guerrero se abrió paso entre la turba enfurecida; con un gesto apartó a las mujeres y a los niños, asió un brazo de Uncás y lo condujo hacia la entrada de la sala del consejo, adonde lo siguieron los guerreros más importantes. Heyward se mezcló entre ellos. Los hurones ocuparon sus puestos según sus rangos.

Uncás permanecía sereno, altivo y silencioso. No ocurría lo mismo con el otro prisionero. Él mismo había entrado en la choza, sin que nadie lo obligara a hacerlo. Heyward, miró de frente al cautivo pero no lo conocía, era un guerrero hurón.

El jefe del cabello cano dirigió la palabra a Uncás:

—Aunque perteneces a un pueblo de mujeres, has demostrado que eres hombre. Con gusto te daría algo de comer. Pero el que come con un hurón debe ser su amigo.

Descansa hasta el sol de mañana y entonces oirás las palabras del consejo. Dos de mis jóvenes andan persiguiendo a tu compañero.

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