—Es una víbora, un piel roja que está a sueldo de los ingleses. Lo reservamos para la tortura.
—Que venga —dijo el anciano.
En medio del silencio que siguió, mientras iban en busca de Uncás. Se oía el rumor de las hojas azotadas por el viento de la mañana.
Cuando Uncás fue llevado ante el patriarca, todos los ojos se volvieron para contemplarlo. Uncás observó con tranquilidad la expresión hostil de los jefes, pero cuando sus ojos se detuvieron en Tamenund, pareció olvidar a todos los demás.
—¿En qué lengua hablará el prisionero al Manitou? —preguntó el anciano.
—La de sus padres —respondió Uncás—. La de un delaware.
Al oír esta respuesta inesperada, se produjo un murmullo terrible y amenazador entre los indios. Tamenund se puso una mano delante de sus ojos y dijo:
—¡Un delaware! —exclamó—. Nunca había visto todavía a un delaware que se deslice como una serpiente venenosa en el campamento de su nación para percibir mejor los sonidos de una melodía lejana.
—Los pájaros han cantado —respondió Uncás, con voz musical—, y Tamenund ha reconocido su voz.
—¿Estará Tamenund soñando? —exclamó el anciano—. ¿Volverá el verano a los hijos de los lenapes?
Un silencio siguió a estas frases incoherentes. Todos esperaban pacientemente el resultado. Después de una prolongada pausa, y al ver que el anciano parecía haber olvidado el motivo que los reunía, uno de los jefes le recordó la presencia del prisionero:
—El falso delaware tiembla al oír las palabras de Tamenund. Es un perro que aúlla cuando los ingleses le muestran un camino.
—Y ustedes —replicó Uncás— son perros que aúllan cuando los franceses les arrojan los restos de sus ciervos.
Esta respuesta hizo brillar en el aire veinte cuchillos y poner en pie a otros tantos indios. Pero un jefe los calmó.
—¡Delaware! —exclamó el patriarca—. No eres digno de tu nombre. El guerrero que abandona su tribu cuando la ocultan las nubes, es doblemente traidor. La ley del Manitou es justa e inmutable. Es de ustedes, hijos míos, trátenlo como se merece.
Uno de los jefes anunció que el prisionero había sido condenado a sufrir el suplicio del fuego. Uno de los guerreros quitó a Uncás la túnica que lo cubría, luego se detuvo asombrado. Levantó la mano y señaló con el dedo el pecho de Uncás. Sobre su pecho, pintada con tinta azul, estaba dibujada una tortuga.
Entonces el prisionero miró en torno suyo, se adelantó y comenzó a hablar con voz sonora y vibrante:
—¡Hombres de los lenni lenapes! Mi raza sostiene la tierra y su débil tribu se apoya sobre mi caparazón. ¿Qué fuego encenderán los delawares que pueda quemar al hijo de mis padres? —dijo, señalando la tortuga de su pecho.
—¿Quién eres tú? —preguntó Tamenund.
—Soy Uncás, el hijo de Chingachgook. Un hijo del gran Unamis.
—¡La hora de Tamenund ha llegado! —exclamó el patriarca—. Uncás, el hijo de Uncás, ha sido encontrado. Que los ojos del águila moribunda miren al sol naciente. Uncás, la pantera de su tribu, el hijo mayor de los lenapes, el más sabio de los mohicanos, ha regresado. ¿Tamenund ha dormido durante cien inviernos?
Uncás, que miraba al patriarca con ternura, le dijo:
—Cuatro guerreros de su raza han vivido y han muerto desde que el amigo de Tamenund condujo a su pueblo al combate. La sangre de la tortuga ha corrido en muchos jefes, pero todos ellos han vuelto a la tierra de donde salieron. Salvo Chingachgook y su hijo.
Luego de estas palabras, el joven se acercó al cazador y, cogiendo un cuchillo, cortó sus ligaduras y lo condujo ante el patriarca.
—Padre —le dijo al anciano—, mira a este cara pálida. Es un hombre justo y amigo de los delawares. Lo llamamos Ojo de Halcón, porque su vista nunca falla. Se le conoce como Carabina Larga. Jamás le ha hecho el menor daño a un delaware.
—¿Dónde está el hurón? —preguntó Tamenund—. ¿Ha tapado mis oídos?
El magua se acercó resueltamente hacia el patriarca y le dijo:
—El justo Tamenund no retendrá lo que el hurón ha prestado.
—Dime, hijo de mi hermano —dijo el anciano sin mirar al hurón, y dirigiéndose a Uncás—. ¿El extranjero tiene el derecho del vencedor sobre ti?
—No lo tiene.
—¿Y sobre Carabina Larga?
—Él se ríe de los mingos.
—¿El extranjero y la joven blanca vinieron juntos a mi campamento?
—Deben continuar su viaje libremente.
—¿Y la mujer que el hurón dejó con mis guerreros?
Uncás no contestó.
—¡Es mía! —gritó el magua—. Mohicano, tú sabes que es mía.
—Mi hijo calla —dijo Temenund.
—Es cierto —dijo Uncás.
El anciano meditó durante unos minutos, y luego dijo:
—¡Márchate, hurón! Mujer —dijo el anciano—, resígnate. Un guerrero te toma por esposa. Tu raza no terminará.
—Que se extinga —exclamó Cora, horrorizada.
El magua asió fuertemente el brazo de su prisionera, que comprendió que su protesta sería inútil, y se sometió sin resistencia.
—¡Detente! —exclamó Duncan—. El rescate que se te dará por ella, te convertirá en el hombre más rico de tu pueblo.
—El magua es un piel roja y no necesita de las joyas de los caras pálidas.
—¡Providencia divina! —gritó Heyward, juntando las manos con desesperación—. ¡Recurro a ti, Tamenund, misericordia!
—El delaware habló ya. Los hombres no hablan dos veces.
—Hurón —intervino el cazador—, piensa si te conviene más llevarte a una mujer, o a un hombre como yo, a quien tu pueblo se alegrará de ver desarmado. Acepta mi propuesta y deja libre a la joven.
—Zorro Sutil es un gran jefe y no tiene más que una opinión. El hurón no es un charlatán. ¡Vamos, Cora!
La joven retrocedió rápidamente.
—Soy tu prisionera, y te seguiré —dijo con frialdad y, volviéndose al cazador, cambió de tono para decirle—: Le agradezco su proceder con toda mi alma. Cuide de mi hermana. Y usted, Duncan, no necesito recomendarle el tesoro que posee.
Se acercó a su hermana, la abrazó, la besó y se volvió hacia el hurón diciendo:
—Ahora lo seguiré, si quiere.
—Hurón —interrumpió Uncás—, la justicia de los delawares viene del Manitou. Tu camino es corto y está libre; cuando el sol esté encima de los árboles, habrá hombres que sigan tu rastro.
—¡Oigo a un cuervo! —gritó el magua y se rió burlonamente—. ¡Perros, ladrones, les escupo la cara!
En medio del silencio, el magua se internó en el bosque, seguido por su pasiva prisionera.
Durante la siguiente hora, el campamento de los delawares pareció una gran colmena.
Uncás se dirigió a un árbol enano que crecía en las grietas de la plataforma rocosa. Le arrancó la corteza, y se alejó. Otro guerrero le arrancó las ramas al mismo árbol, dejando solamente un tronco desnudo; y por fin un tercero, pintó el tronco, a rayas de un color rojo oscuro. Uncás se acercó entonces al árbol y comenzó a bailar a su alrededor, entonando una canción de guerra.
Tres veces repitió el canto y otras tantas danzó en torno del árbol. Al terminar la primera vuelta, un jefe guerrero siguió el ejemplo de Uncás. Otros guerreros se fueron sumando al baile. El joven clavó su hacha en el árbol desnudo, lanzó una exclamación con la que anunciaba su autoridad para dar fin a la tregua dada al magua.
Más de cien guerreros se lanzaron sobre el árbol hasta dejarlo convertido en astillas. Uncás elevó sus ojos hacia el sol que estaba ya sobre los árboles y dispuso la designación de los jefes para que ocuparan los puestos más importantes y luego dio la orden de partir.
Fue silenciosa la salida de más de doscientos hombres. Nadie los molestó cuando entraron en la selva y caminaron durante un largo espacio. Luego hicieron un alto para celebrar una reunión y así ponerse de acuerdo acerca de cómo debían actuar. Entonces descubrieron a lo lejos a un hombre que venía solo desde el sitio en dónde debía estar el enemigo.
Avanzaba tan rápidamente que podía pensarse que se trataba de un mensajero portador de propuestas pacíficas. Se detuvo a cierta distancia y todas las miradas se dirigieron hacia Uncás, como esperando órdenes.
—Ojo de Halcón —dijo Uncás—, ése no debe volver a ver a los hurones.
—Su hora ha llegado —contestó el cazador, bajando la punta de su rifle por entre las hojas, y ya parecía que iba a disparar, cuando dejó tranquilamente el arma en tierra y empezó a reírse a carcajadas—. No lo creerás, Uncás —agregó Ojo de Halcón—, se trata del músico. Es el hombre llamado Gamut, iré a encontrarlo.
El cazador se internó en la selva hasta que llegó a una distancia como para ser oído por David, e imitó los cantos que entonaba Gamut. Éste comprendió que sólo Ojo de Halcón podía imitarlo y corrió hasta donde él se encontraba. Cuando estuvo junto a los delawares, David se asustó al ver el aire sombrío y salvaje de los jefes que lo rodeaban. Pero el cazador lo tranquilizó y luego le preguntó dónde se encontraban los hurones.
—Están ocultos en la selva, entre este sitio y su aldea, y son tantos que lo más prudente sería devolverse cuanto antes. El magua está con ellos, y la joven fue encerrada en una caverna.
—¿No podríamos hacer algo para liberarla ahora mismo? —preguntó Heyward.
—¿Qué dice Ojo de Halcón? —preguntó Uncás.
—Dame veinte hombres —contestó el cazador—. Me iré por la derecha, siguiendo el curso del río, y pasando junto a las cuevas de los castores, me reuniré con Chingachgook y el mayor. Pronto oirán el grito de guerra por ese lado; el viento lo traerá hasta aquí. Cuando esto ocurra, Uncás, ustedes los atacan. Después entraremos a su aldea y sacaremos de la caverna a la joven.
Tras una breve conversación, el plan fue madurado y comunicado a los diversos jefes. Se pusieron de acuerdo en las señales y los jefes se separaron, yendo cada uno al puesto que se le había asignado.
Reunida su pequeña tropa de veinte hombres, el cazador tomó su rifle, e indicó a sus compañeros que lo siguieran. Cuando llegaron a la orilla de un río, hicieron un alto esperando la llegada de los hurones. El cazador vio entonces que lo seguía el músico, y le advirtió que ellos iban a combatir con los hurones, y que allí sólo se escucharían los sonidos de los rifles. David aceptó las condiciones que se le imponían. Entonces, el cazador dio la orden de ponerse en marcha.
El grupo siguió el curso del río por espacio de una milla. Aunque la espesura de la maleza lo protegía, el cazador no descuidó cautela alguna. Llegaron al fin a un lugar donde el pequeño río desembocaba en un brazo ancho. Ojo de Halcón ordenó un nuevo alto para observar los indicios de la selva.
—Es probable que tengamos un buen día para pelear —le dijo el cazador al mayor—. El sol brillante hace resplandecer el cañón del rifle y perjudica la puntería.
Todo nos es favorable. Los hurones tienen el viento contrario. El humo irá sobre ellos. Nosotros podremos hacer fuego libremente.
El río seguía un curso irregular. En sus riberas había restos secos de árboles muertos. El cazador estaba preocupado. Sabía que el campamento de los hurones estaba situado a media milla río arriba y temía una emboscada. Al fin, cansado de su prudencia, decidió sacar a la vista su tropa y conducirla con cautela por el río.
Apenas estuvo a la vista la pequeña tropa, sonó a su espalda una descarga de fusilería; uno de los delaware cayó muerto.
—¡Pronto, contesten y pónganse a cubierto! —gritó el cazador.
Los hurones se replegaron y se produjo una pequeña tregua. Luego, sin embargo, recomenzó el combate. Ojo de Halcón corría de árbol en árbol haciendo fuego con su rifle, seguido por el mayor, que lo imitaba. Los hurones no retrocedían; tampoco tenían heridos. La suerte del combate era cada vez más deplorable para el cazador y sus guerreros.
Los hurones empezaban a cubrir y desbordar los flancos de sus enemigos, y cuando los delaware pensaban que serían arrollados, se oyeron repentinos gritos de guerra y un ruido de armas de fuego procedente de la selva donde estaba apostado Uncás.
El ataque dividió a los hurones. El cazador animaba a sus guerreros y les ordenó que atacaran. La carga consistía sólo en avanzar de árbol en árbol, poniéndose a cubierto. Los hurones aprovechaban la ocasión para hacer una descarga tan precipitada como inútil.
Sin detenerse a respirar, los delawares avanzaron a grandes saltos hacia la selva. Algunos viejos hurones no cayeron en la trampa; esperaron tenerlos cerca e hicieron una terrible descarga. Tres delawares cayeron, pero otros penetraron en la selva. La lucha cuerpo a cuerpo duró poco, y los hurones cedieron terreno rápidamente, hasta que llegaron al borde opuesto de la espesura. Se volvieron y se mostraron decididos a defenderse. En aquel momento crítico se oyó un disparo a la retaguardia de los hurones, y una bala vino silbando desde las chozas de los castores, y resonó otro grito de guerra.
—¡Chingachgook! —exclamó el cazador—. ¡Los tenemos entre dos fuegos!
Los hurones, desmoralizados y no teniendo dónde resguardarse, no pensaron más que en huir. Entonces se reunieron Chingachgook, el cazador, Heyward y el padre de Alicia. Ojo de Halcón entregó el mando a Chingachgook. La colina donde se habían detenido se encontraba rodeada de espesos árboles.
Abajo, en un valle sombrío, Uncás seguía combatiendo con el grueso de las tropas del magua. Chingachgook y sus compañeros avanzaron hasta el borde de la meseta y escucharon los ruidos de la batalla. Pronto, sin embargo, cesó el ruido de las armas. Entonces vieron aparecer unos hurones, parapetados tras los árboles decididos a luchar con desesperación. Heyward miraba constantemente a Chingachgook para saber si era la ocasión de hacer fuego. El jefe permanecía sentado sobre un peñasco, como si su misión se limitara a ser espectador.
Chingachgook dio entonces la señal y comenzó el tiroteo. Una docena de hurones rodaron, muertos. A los gritos de guerra de Chingachgook, respondieron numerosas exclamaciones provenientes desde el bosque, que hicieron vibrar el aire. Los hurones abandonaron el centro de su línea. Por el espacio abierto apareció Uncás, a la cabeza de cien guerreros.
Agitando las manos a izquierda y derecha, el joven señaló a su gente dónde estaba el enemigo, y los delawares se separaron y se lanzaron tras los hurones en fuga. Un pequeño grupo se retiró con lentitud. Entre ellos, se avistó al magua. Uncás se había adelantado y se había quedado solo; pero en el momento en que vio a Zorro Sutil, olvidó toda prudencia y lanzó su grito de guerra, con lo cual reunió a su alrededor a seis de sus guerreros, y sin pensar en la inferioridad numérica, se arrojó sobre su enemigo.