El magua había observado sus movimientos, y con secreta alegría se aprestó a recibirlo. Pero cuando él pensó que la ciega impetuosidad del mohicano lo iba a poner a su merced, sonó otro grito y vio a Carabina Larga que corría con sus dos compañeros en ayuda de Uncás. Ojo de Halcón le gritó que no se expusiera temerariamente, pero el joven mohicano no escuchó.
Fugitivos y perseguidores llegaron a las primeras chozas de la aldea. El campo había quedado cubierto de cadáveres. Uncás se lanzó en persecución del magua, pese a las advertencias del cazador y de Duncan.
Zorro Sutil se internó en la espesura y entró en la caverna donde había estado Alicia. Ojo de Halcón se precipitó con sus compañeros a la caverna. Entraron en las galerías naturales y en los pasajes subterráneos; allí se encontraban centenares de mujeres y de niños que gritaban y lloraban. Uncás no perdió de vista al magua, que parecía ser su único interés. Hubo un momento en que el cazador y Heyward vieron un ropaje blanco que se agitaba en el extremo de una galería ascendente, que llevaba a la cumbre del peñón.
—¡Es Cora! —exclamó Duncan.
La persecución se reavivó estimulada por la aparición de la cautiva, pero los hurones encontraron los medios de hacer disparos sin dejar de trepar, por un pasaje practicado en la roca.
—¡Tenemos que alcanzarlos! —exclamó el cazador.
—¡Miren! Se valen de la chica como de un escudo.
Ya más cerca, vieron que la joven era arrastrada por un grupo de hurones hacia una de las salidas de la caverna.
Uncás y Heyward, enfurecidos, se precipitaron detrás de los salvajes.
—¡Detente, perro hurón! —gritó Uncás, desde lo alto de una roca—. ¡Detente!
—No iré más allá —gritó Cora al magua—. Mátame si quieres, detestable hurón; no iré más allá.
El jefe hurón desenvainó su cuchillo y se volvió hacia la indefensa joven.
—¡Elige, mujer! ¡La choza del magua o su puñal! —dijo.
Cora se puso de rodillas, extendió los brazos y dijo con voz suave y tranquila:
—¡Soy tuya, Señor! ¡Que se haga tu voluntad!
—¡Mujer! —repitió el magua—. ¡Elige!
Cora no respondió. Zorro Sutil temblaba de ira; levantó el brazo con gesto amenazador, y lo dejó caer como si no supiera qué hacer. Una vez más luchó consigo mismo y volvió a levantar el puñal. En ese mismo instante resonó un gritó penetrante y apareció Uncás. El hurón retrocedió un paso y uno de su compañeros, sin vacilar, hundió su cuchillo en el pecho de Cora.
El magua se precipitó como un tigre sobre el asesino, pero ya había desaparecido y el cuerpo de Uncás le impedía seguirlo. Furioso contra ese obstáculo, y enloquecido por la muerte de Cora, el hurón, ciego de rabia, hundió cobardemente su puñal en la espalda de Uncás.
El mohicano reaccionó como una fiera herida, y con un esfuerzo supremo pudo incorporarse y derribar al magua, pero se agotaron sus fuerzas y cayó sin apartar de su enemigo una última mirada de desprecio. El hurón arrancó su puñal de la herida y lo hundió tres veces en el pecho de Uncás, sin conseguir apartar la mirada del moribundo.
Ojo de Halcón, que había avanzado hasta donde estaba el magua, atravesando las roquerías, levantó su rifle. Lanzando una risa ronca y burlona, el hurón dio un salto prodigioso, pero no llegó a caer en tierra como él esperaba, sino que se asió desesperadamente a un arbusto que crecía al borde de una roca.
Ojo de Halcón se había acurrucado como una fiera al acecho. Sin agotarse en inútiles esfuerzos, el astuto magua buscó hasta encontrar una piedra saliente en que apoyarse. El cazador le apuntó y disparó. El hurón soltó los brazos, pero sus rodillas mantuvieron su posición, y finalmente cayó de espaldas rodando de roca en roca hacia el abismo.
El amanecer del día siguiente encontró en duelo a la nación lenape. Había cesado el combate; su antiguo rencor estaba apaciguado, luego de haber vengado con la destrucción de un pueblo la ofensa inferida. El aire negro y turbio que flotaba en torno al sitio en que habían acampado los hurones decía con claridad cuál había sido el destino de aquella tribu errante.
Seis muchachas delawares esparcían, de cuando en cuando, hierbas olorosas o flores de la selva sobre el manto indio que cubría los restos de la noble y generosa Cora. A sus pies estaba sentado el desolado Munro. El fiel Gamut se hallaba a su lado. Cerca de ellos Heyward, recostado contra un árbol, hacía esfuerzos para reprimir su emoción.
Uncás, sentado como si se encontrara vivo aún, estaba adornado con hermosas vestiduras de su tribu; adornaba su cabeza un rico penacho que se agitaba con el viento. Su padre se encontraba frente a él, sin armas ni adornos y hasta la pintura había sido borrada de su cuerpo. El cazador, inclinado junto a Chingachgook, se apoyaba sobre el arma vengadora. Todo estaba en silencio. El patriarca, apoyándose en los hombros de los dos ancianos, se levantó. Parecía que habían transcurrido años desde el día anterior, cuando habló a su pueblo.
—¡Hombres de lenape! La cara del Manitou está detrás de una nube, ha apartado sus ojos de nosotros.
Este terrible anuncio hizo que la multitud enmudeciera, pero poco a poco comenzaron a elevarse cánticos en honor a los caídos.
Una muchacha, elegida entre varias, comenzó a ensalzar las virtudes de Uncás, su juventud y su vigor.
Otras niñas vinieron después y mencionaban cálidamente a Cora y cantaron sobre la coincidencia de la muerte con el guerrero y que aquello era para manifestar la voluntad del Gran Espíritu. También mencionaban a Alicia, que lloraba en la choza próxima. La comparaban con los copos de nieve, sus rizos eran como los de la viña, sus ojos como la azul bóveda del cielo.
Los delawares escuchaban como hechizados y en sus expresivos rostros se podía leer la pena que los embargaba.
El cazador era el único hombre blanco que comprendía el significado de los cantos funerarios y sintió la emoción en varios de sus pasajes.
Chingachgook, en cambio, no parecía demostrar interés alguno: no se movió un solo músculo de su rostro, ni aún en las partes más patéticas de las lamentaciones. Sólo tenía ojos para ver el cuerpo de su hijo tan amado.
Pasaron muchos guerreros rindiendo tributo con su oratoria y canto. De pronto se oyó una voz profunda, unas notas bajas en lenta progresión, suaves y monótonas; era el canto fúnebre de Chingachgook.
Gamut, que había seguido con atención los ritos, al ver que se llevaban el féretro de Cora, inclinó la cabeza sobre un hombro del desconsolado padre, y murmuro:
—Se llevan a su hija, ¿no debemos seguirla y ver que sea sepultada como verdadera cristiana?
Munro se levantó, miró en torno suyo y siguió al cortejo con paso militar y con todo el dolor de un padre desesperado. Sus amigos lo rodearon y el joven oficial se unió a ellos, conmovido ante la temprana muerte de tan bella joven. Por su parte, los hombres de lenape formaron un círculo en torno a los restos de Uncás.
El sitio elegido para Cora era una pequeña altura, donde habían plantado unos pinos que daban una sombra apropiada a aquel sitio solitario.
Las jóvenes indias procedieron a depositar el cadáver en una caja fabricada de cierta elegancia, empleando la corteza de un abedul. En seguida la bajaron a su última morada y cubrieron con hojas la tierra recién removida.
David entonaba un cántico piadoso de esperanza y de resignación. Conmovido, se superó a sí mismo y su canto no tuvo nada que envidiar al coro de las muchachas.
Las miradas se dirigieron al padre de la muerta. Munro pareció comprender que había llegado el momento supremo de su existencia. Descubrió su cabeza gris y, con semblante grave y sereno, miró a la multitud respetuosa que lo rodeaba. Hizo una seña al cazador y le pidió que tradujera:
—Diga a estas buenas niñas que un padre viejo y desolado les agradece lo que han hecho. Dios les tendrá en cuenta su caridad; y que llegará el tiempo, no muy tarde, en que todos nos reuniremos en torno de su trono sin distinción de sexo, rango ni color.
Duncan tocó el brazo del anciano y le señaló una litera que traían unos jóvenes en andas.
—Comprendo —dijo el anciano—. Vamos; nuestro deber aquí ha terminado. Partamos.
Heyward se apresuró a obedecer aquella orden, ya que estaba a punto de perder su serenidad. Estrechó la mano del cazador y se comprometió a encontrarse nuevamente con él en las filas del ejército inglés. Montó su caballo y se acercó a la litera de la que salían los sollozos ahogados de Alicia.
Después de que se hubieron marchado, Ojo de Halcón regresó al sitio de la sepultura de los dos jóvenes. Los delawares comenzaban a cubrir a Uncás con sus últimos vestidos de pieles. Toda la nación se reunía en torno al sepulcro de su jefe. El cuerpo fue depositado con el rostro vuelto hacia el sol naciente; sus armas de guerra y caza fueron colocadas a su lado; todo estaba preparado para el gran viaje, y hasta el féretro tenía una abertura para que el espíritu pudiera comunicarse con sus restos cuando fuera el momento.
Chingachgook levantó la cabeza y, luego de recorrer con la vista la asamblea, se le oyó decir:
—¿Por qué lloran mis hijos? ¡Porque un joven ha partido para los hermosos campos de caza! ¡Porque un jefe ha colmado su tiempo con honor! Fue bueno, respetuoso y valiente. El Manitou necesitaba tener guerreros como él y lo ha llamado. En cuanto a mí, yo ya no soy más que un tronco seco, mi raza ha desaparecido de las costas del lago salado y de las colinas de los delawares. Yo estoy solo…
—¡No, no! —exclamó Ojo de Halcón. Nuestro color puede ser diferente, pero Dios nos ha colocado de manera que recorramos la misma senda. Yo no tengo familia y puedo decir, como tú, que no tengo pueblo. Uncás era tu hijo, el hijo nos ha dejado por algún tiempo, pero tú no estás solo.
Chingachgook estrechó la mano amiga, y los dos recios e intrépidos habitantes de los bosques permanecieron con la cabeza inclinada, dejando que sus lágrimas cayeran como gotas de lluvia sobre el sepulcro de Uncás.
Entonces Tamenund levantó la voz para dispersar a la multitud:
—¡Partan, hijos de lenape! Aún no ha llegado la hora de los pieles rojas. En la mañana de mi vida vi a los hijos de Unamis felices y fuertes. Pero antes de que llegara mi noche, he visto al último guerrero de la sabia estirpe de los mohicanos.