David creyó llegada su última hora. Entonando un ferviente y sonoro himno, trató de suavizar su paso al otro mundo. Los indios se acordaron a tiempo de que se trataba de un demente y salieron para dar la alarma a todo el campamento. Pronto se reunieron cien hombres. Al advertir la ausencia del magua, lo buscaron y lo encontraron amordazado y maniatado.
Una vez liberado, el magua se levantó furioso. Rápidamente les informó de lo ocurrido y ordenó que salieran a buscar a los fugitivos.
En vez de tomar la senda que llevaba directamente al campamento de los delawares, el magua condujo a su pequeña tropa por el borde del lago de los castores.
El día clareaba, Zorro Sutil al pasar por el lago creyó observar un castor de cabeza muy grande y que antes no había visto por aquel sector. El castor se retiró rápidamente. El magua reanudó la marcha y, mientras los indios continuaban su camino, volvió a asomarse el mismo castor. Si algún hurón lo hubiera podido ver, habría notado que el animal vigilaba los movimientos de los indios con el interés de un ser humano. Pero cuando la columna penetró en la selva, el castor salió de su choza de palos, y despojándose de la oscura piel se mostró tal cual era: el grave y digno Chingachgook.
La tribu de los delawares era similar en número a la de sus vecinos hurones.
También habían seguido a Montcalm pero dejaron de apoyarlo, cuando el general francés se encaminó con sus tropas hacia el fuerte William Henry, con la excusa de que sus tomahawks estaban demasiado mellados y necesitaban tiempo para afilarlos. El francés creyó oportuno aceptar sus excusas con tal de no tenerlos como declarados enemigos.
Zorro Sutil penetró en un pueblo ocupado en sus labores domésticas. Los guerreros conversaban, otros revisaban sus armas con mucha acuciosidad. De vez en cuando sus miradas convergían hacia la amplia choza que parecía ser el objeto de la preocupación principal.
Sobre la lejana plataforma apareció el magua. Al llegar junto a un grupo compuesto de jefes principales, se detuvo.
—Bienvenido sea Zorro Sutil, el sabio hurón —saludó un delaware que dominaba todas las lenguas indias de Norteamérica.
Se saludaron los jefes, y el delaware invitó al magua a compartir su comida en su tienda. Durante la cena tocaron sólo el tema de la cacería. Luego de retirar las calabazas con los restos de alimentos, los jefes se dispusieron a conversar seriamente.
—Los tomahawks de vuestros jóvenes han estado muy enrojecidos.
—Así es; pero ahora están brillantes y mellados porque los ingleses han muerto, y los delawares son nuestros vecinos. ¿Mi prisionera molesta a mis hermanos delawares?
—Es bienvenida —respondió el delaware.
—Si ocasiona alguna molestia a mis hermanos, pueden enviarla de vuelta a mi poblado.
—Es bienvenida —repitió el delaware con más énfasis que la primera vez.
El magua dio tiempo para que sus palabras hubieran suavizado los sentimientos de los delawares, y después dijo:
—Mis jóvenes han soñado que veían rastros de ingleses en las cercanías de la aldea de los delawares.
—No encontrarán dormidos a nuestros jóvenes —respondió el jefe.
—He traído regalos para mis hermanos —anunció Zorro Sutil.
A continuación, el astuto hurón se puso en pie y desplegó unos regalos ante los ojos deslumbrados de los jefes delawares. Eran baratijas de poco valor, arrebatadas a las mujeres asesinadas en el fuerte. Las distribuyó hábilmente, dando las de más valor a los dos jefes más distinguidos, uno de los cuales era su anfitrión. El donante pudo ver en los ojos de los beneficiados el excelente efecto de su generosidad y elogios.
—Mi hermano es un sabio jefe, sea bienvenido —dijo el orador.
—Los hurones aman a sus amigos los delawares —replicó el magua—. El mismo sol los ha coloreado, y los hombres cazarán juntos en los mismos campos cuando hayan muerto. Debemos unirnos y observar al hombre blanco. ¿No ha visto huellas de espías en la selva, mi hermano?
—Se han visto mocasines extraños en nuestro campo, y han penetrado en nuestra morada —dijo el jefe delaware.
—¿Y no los arrojó a palos? —preguntó el magua.
—Todo extranjero es bien recibido por los delawares.
—El extranjero sí, pero no el espía.
—Los ingleses ¿emplean a sus mujeres como espías? ¿No dijo el hurón que él se había apoderado de mujeres en la batalla?
—Sí. Estuvieron en nuestras tiendas, pero al no tener bienvenida, vinieron donde los delaware —replicó el magua—. Ellos creen que mis hermanos son sus amigos.
—Es verdad que nuestros jóvenes no se presentaron al campo de batalla, pero tuvieron un sueño que les impidió ir. Pero, eso no resta veneración al gran jefe blanco.
—¿Creerá eso al saber que su mayor enemigo es alimentado por los delaware? ¿Que el cara pálida que mató a tantos de sus amigos entra y sale entre los delawares? Mi gran padre no es un tonto.
—¿Dónde está y quién es el inglés que ha matado a los jóvenes?
—Carabina Larga —respondió Zorro Sutil. Este nombre hizo estremecer a los delaware al pensar que ese personaje estaba en su poder.
—¿Qué quiere decir mi hermano? —inquirió el jefe delaware.
—¡Un hurón nunca miente! —exclamó el magua fríamente.
El jefe delaware, cuyo nombre era Corazón Duro, llamó rápidamente a una reunión de urgencia. Afuera, la noticia corrió de boca en boca hasta que todo el campamento se puso en movimiento.
La agitación acabó por calmarse un tanto, mientras deliberaban los ancianos de la tribu. El magua seguía sentado, tan indiferente como si no tuviera el menor interés en el resultado de las deliberaciones.
El consejo celebrado fue de corta duración. Se ordenó que se agrupara toda la nación delaware.
A la media hora de haberse reunido más de mil personas del pueblo indio, se esperaba la resolución dictada por los consejos de ancianos. Se abrió la puerta de una choza y salieron de ella tres hombres. Todos eran muy ancianos, pero el que se ubicaba al centro pasaba el centenar de años y su cuerpo se doblaba por el peso de la edad.
Su vestimenta era rica y espléndida, su manto estaba hecho con hermosas pieles; su pecho, cargado de medallas de plata y algunas de oro, con que le habían condecorado varios reyes europeos durante el curso de su vida. Su cabeza estaba coronada con un penacho de plumas de avestruz y sus armas lujosamente alhajadas con joyas y metales preciosos.
El nombre de Tamenund pasó de boca en boca. El magua había oído hablar con frecuencia del sabio y justo patriarca de los delaware. El anciano pasó por delante del hurón, sin darle mucha atención, y se sentó en el centro con la actitud de un monarca y con el aire paternal de quien ve un hijo en cada miembro de su tribu.
Después de una pausa, los jefes se acercaron al patriarca, por turno, colocando sobre sus cabezas la mano del anciano como invocando su bendición. Terminados estos testimonios de afecto y de respeto, los jefes regresaron a sus puestos, y en toda la asamblea reinó un gran silencio.
Algunos jóvenes guerreros se pusieron en pie, entraron en la cabaña y en seguida salieron escoltando, hacia el juez, a los que eran la causa de tan solemnes preparativos.
La multitud abrió paso a los prisioneros y luego volvió a cerrarse dejándolos en medio.
Cora y Alicia, entrelazados sus brazos, se hallaban delante de los prisioneros.
Cerca de ellas estaba Heyward preocupado por la suerte de las hermanas. Ojo de Halcón se había colocado detrás del pequeño grupo. Uncás no se encontraba allí.
Cuando se restableció el silencio, uno de los jefes que acompañaba al patriarca se levantó y preguntó en inglés, en voz alta:
—¿Cuál de mis prisioneros es Carabina Larga?
Ni Duncan ni el cazador contestaron. El mayor retrocedió un paso, al reconocer al magua… Comprendió en seguida que el astuto hurón había tenido parte en la gran reunión de los indios, y recordó un juicio sumario que había presenciado entre los hurones, en que el castigado había pagado de inmediato con su vida.
Temió que el cazador corriera igual suerte en aquel juicio, por lo cual se decidió de inmediato a proteger a su amigo:
—¡Dennos armas! —dijo el joven oficial—, nuestros hechos hablarán por nosotros.
El cazador, que había escuchado con atención, avanzó al frente para decir:
—Mis padres me llamaron Nataniel y los delaware que viven a orillas de su río me han llamado Ojo de Halcón; los hurones me llaman con el apodo de Carabina Larga, sin consultarme a mí, que soy el más interesado en el asunto.
Todas las miradas se dirigieron hacia él. No era de extrañar que dos personas pretendieran pasar por impostores en mutua protección. Uno de los jefes dijo entonces al magua:
—Mi hermano dice que una víbora se ha deslizado en nuestro campamento. ¿Cuál de los dos es?
El hurón, sin decir una palabra, señaló al cazador.
—¿Un delaware creerá en el ladrido de un lobo? —exclamó Duncan—. El perro nunca miente, ¿cuándo ha dicho la verdad un lobo?
Los ojos del magua lanzaron chispas, pero no abrió la boca.
—Mi hermano ha sido llamado mentiroso —dijo un jefe—. Denles rifles a mis prisioneros y que prueben cuál es el hombre llamado Carabina Larga.
Se les entregaron las armas y se les ordenó hacer fuego sobre un cacharro colgado de una rama, a unas cincuenta varas.
Heyward sonreía ante la idea de competir con el cazador. Pero cogió el fusil y disparó. La bala rozó la rama a muy pocos centímetros del cacharro. Un grito de satisfacción acogió esa prueba. El mismo Ojo de Halcón aprobó el tiro con un gesto.
—¿El otro hombre blanco puede superarlo? —preguntó el hurón.
—Sí, ¡hurón! —exclamó el cazador, levantando el rifle—. Yo podría matarte ahora sin que nadie pudiera impedirlo.
El cazador apoyó el rifle en la mano izquierda e hizo fuego: los fragmentos de la vasija saltaron en el aire. Se levantó entonces un murmullo, la mayor parte de los guerreros manifestó que aquel resultado se debía a la casualidad. Algunos decían que nadie podía disparar sin haber apuntado. El patriarca ordenó:
—Denles nuevos rifles.
El cazador se apoderó con avidez del arma. Duncan miró el nuevo blanco, una calabaza pequeña que los indios ocupaban como vajilla, suspendida de un árbol a cien metros de distancia, y disparó. Dos indios se precipitaron a examinar el blanco, diciendo a gritos que la bala había penetrado en el árbol, a escasa distancia del blanco. Los guerreros lanzaron exclamaciones de alegría, y después se volvieron para mirar al otro tirador.
El cazador echó un pie atrás y levantó el arma, la puso horizontal y disparó.
Nuevamente corrieron los indios al árbol y no encontraron el orificio de la bala.
—Si quieren encontrarlo —dijo el cazador—, búsquenlo en el blanco mismo.
Los indios corrieron a descolgar la calabaza, la levantaron en el aire, y dando gritos de alegría mostraron que la bala había atravesado el utensilio, agujereando el fondo. El anciano jefe dijo entonces:
—¿Por qué desean taparme los oídos? —le preguntó a Duncan—. ¿Son tan tontos los delaware que no saben distinguir una joven pantera de un gato?
—No tardarán en reconocer que el hurón no es precisamente un pájaro cantor —replicó Heyward.
—Está bien. Veremos quién pretende cerrar nuestros oídos. Hermano —dijo el anciano mirando al magua—, los delaware escuchan.
El hurón avanzó frente a los prisioneros, como si estudiara el modo de adaptar su discurso a la capacidad de sus oyentes. A Ojo de Halcón le dirigió una mirada hosca y a Duncan, una mirada de odio. Apenas pareció notar a la tímida Alicia, pero cuando su mirada se posó en Cora, sus ojos expresaron sentimientos contradictorios. Y comenzó a hablar.
—El Gran Espíritu que formó a los hombres les dio colores diferentes —dijo el hurón—. Hizo a los negros, y los destinó a ser esclavos, a otros dio una piel más blanca que el armiño y les ordenó que comerciaran, perros para con sus mujeres, y lobos para con sus esclavos; les dio la lengua como el falso llamado del gato montés, el corazón del conejo y la malicia del jabalí. Dios les dio mucho, y quieren más aún. Tales son los caras pálidas. A algunos les dio el Gran Espíritu piel más brillante y roja que el sol —añadió el magua—. Y éstos fueron sus hijos predilectos. Les dio esta isla con todas sus riquezas. ¿Saben mis hermanos el nombre de este pueblo favorito? Eran los lenni lenapes. Pero ¿seré yo el encargado de referir a un pueblo sabio sus propias tradiciones? ¿No hay entre ellos uno que haya visto todo esto y atestigüe la verdad? He terminado. Mi lengua está quieta porque mi corazón es de plomo, pero mis oídos escuchan. Todos los ojos se volvieron hacia el venerable Tamenund. Cuando el hurón nombró a su pueblo, el anciano abrió los ojos y miró a la multitud. Hizo un esfuerzo para levantarse y, apoyado por sus dos compañeros, se puso en pie, a pesar de su visible debilidad.
—¿Quién nombra a los hijos de los lenapes? —preguntó con voz gutural—. ¿Quién habla de cosas pasadas? Agradezcamos al Manitou los bienes que quedan. Me dicen que es un amigo de Tamenund. ¡Un amigo! ¿Qué es lo que trae aquí a un hurón?
—La justicia. Sus prisioneros están aquí con sus hermanos, y él viene a buscar lo que es suyo —exclamó otro de los ancianos.
El patriarca miró al magua con atención y le dijo:
—La justicia es la ley del Gran Manitou. Hijos míos, den comida al forastero y después, hurón, toma lo tuyo y vete.
Dicho esto, el patriarca volvió a sentarse y cerró los ojos. Apenas terminó de hablar el anciano, cinco guerreros ataron a Duncan y al cazador por los brazos.
El magua dirigió una mirada de triunfo a la asamblea; luego tomó a Alicia en sus brazos y ordenó al mayor que lo siguiera. Pensaba que era una manera de obligar a Cora a venir con él. Pero la joven corrió y se arrojó a los pies del patriarca suplicando que las protegiera. Tamenund le preguntó quién era. Cora se lo dijo y le preguntó a él:
—Tamenund ¿es padre?
—Sí, de todo mi pueblo —respondió el patriarca.
—No pido nada para mí —exclamó Cora—. Ella es hija de un anciano cuyos días están contados. Esa niña es demasiado buena para que sea víctima de ese malvado. Hay aún un prisionero que no ha sido traído ante ti; antes que dejes partir al hurón, escucha a ese guerrero.
Viendo que Tamenund parecía indeciso, uno de sus acompañantes le dijo: