El último mohicano (10 page)

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Authors: James Fenimore Cooper

Tags: #Narrativa, Novela histórica

BOOK: El último mohicano
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—Los hurones parecen sordos —exclamó con desdén Uncás—. He oído dos veces el tiro de un arma que conozco. Sus jóvenes no regresarán nunca.

Una pausa breve siguió a continuación.

—¿Cómo se encuentra aquí un guerrero hábil y valiente? —preguntó el jefe.

—Porque siguió pasos de un cobarde que huía, y cayó en una trampa—. Y señaló con el dedo al hurón solitario.

Todos se volvieron hacia el individuo señalado. El anciano jefe se levantó, pasó junto a Uncás y se quedó en pie delante del hurón. Duncan lo miró, pero apartó los ojos con horror al ver que su cuerpo se retorcía por el miedo.

—Junco Doblado— le dijo al joven hurón—. El Gran Espíritu te ha dado un buen físico, pero más te hubiera valido no haber nacido. Hablas mucho en la aldea, pero callas en la batalla. Tres veces te hemos llamado a combate y no has contestado. Tu nombre jamás volverá a ser pronunciado en tu tribu, será olvidado.

El joven levantó la cabeza, con vergüenza, horror y orgullo. Se puso de pie, se descubrió el pecho y miró sin temblar el cuchillo que levantaba el jefe inexorablemente. El cuchillo se clavó con lentitud en su corazón, hasta que cayó a los pies de Uncás. La india lanzó un grito y apagó la antorcha que iluminaba la choza y los guerreros se precipitaron fuera.

Duncan y la víctima del sacrificio parecieron quedar solos en la choza.

Pero un instante bastó a Duncan para darse cuenta de que no era así. Una mano se apoyó sobre su brazo, mientras Uncás murmuraba a su oído:

—Los hurones son unos perros. Cabeza Gris y Chingachgook están a salvo, y el rifle de Ojo de Halcón no duerme. Vete.

Heyward se alejó y se mezcló con la multitud. Un grupo de hurones llevó el cadáver del indio al bosque. Duncan anduvo vagando entre las chozas. Trataba de descubrir algún indicio del paradero de Alicia.

Interrumpió la infructuosa pesquisa y volvió a la sala del consejo en busca de David, que era quien podía disipar sus dudas. Tomó asiento y observó que Uncás aún estaba allí, pero no David. Al joven mohicano le habían quitado las ataduras, pero era celosamente vigilado. Su inmovilidad le daba la apariencia de una hermosa estatua más que de un ser animado.

A pesar de que Duncan se había propuesto guardar cauteloso silencio, los indios no le permitieron permanecer callado. A poco de haberse sentado, uno de los guerreros mayores le dijo:

—Un mal espíritu ha penetrado en el cuerpo de la mujer de uno de los jóvenes guerreros. ¿Podría el sabio extranjero liberarla de él? Mi hermano es un gran médico —añadió el astuto indio—. ¿Quiere intentar?

Duncan asintió con un gesto y el hurón pareció satisfecho con la respuesta.

Pasaron largos minutos, y cuando se disponía a salir, entró un guerrero de gran estatura que se sentó junto a los demás indios. Era el magua. Heyward se estremeció. El anciano dijo entonces al magua:

—Los delawares han andado rondando la aldea. Pero ¿quién ha sorprendido a un hurón dormido? Uno de ellos ha venido aquí.

—¿Mis jóvenes le quitaron la cabellera?— preguntó el magua.

—No —respondió el anciano mostrándole a Uncás—, tiene buenas piernas, aunque parece no manejar bien el hacha.

El magua no mostró curiosidad por ver al cautivo, siguió fumando tranquilamente.

Uncás parecía estar entregado a sus pensamientos. Pero durante unos dos minutos los dos hombres altivos quedaron con los ojos fijos el uno en el otro. Hasta que el magua exclamó:

—¡Ciervo Ágil!

Todos los guerreros se pusieron en pie al oír el conocido apodo, fue un momento de sorpresa general. Todos volvieron a sentarse, como avergonzados de su precipitación. La actitud de ellos era un triunfo para Uncás.

—Nadie resucitará a los hurones muertos —contestó Uncás.

El magua se levantó y les habló a los suyos:

—Ante todo, no debemos olvidar a nuestros muertos. ¿Dónde reposan los huesos de nuestros guerreros? Nadie lo sabe. Partieron sin llevar alimentos, rifles, ni cuchillos. Vamos a cargar la espalda de este mohicano hasta que se tambalee bajo el peso de nuestros dones y lo vamos a mandar en busca de nuestros jóvenes.

—¡Que muera este delaware! El sol tiene que brillar sobre su vergüenza. Las mujeres tienen que ver cómo tiemblan sus carnes.

Los jóvenes que vigilaban al cautivo, lo ataron y lo sacaron de la choza. Al llegar a la salida, sus ojos se encontraron con los de Heyward y éste creyó entender que todavía quedaba alguna esperanza, y se sintió consolado.

Al poco rato salió el magua. Heyward se sintió aliviado al ver que se alejaba un enemigo tan peligroso.

El jefe guerrero que había solicitado la ayuda del falso médico se levantó y se aprestó a partir, haciendo una seña a Duncan. Salieron y se encaminaron hacia la base de una montaña vecina, cubierta de bosques, que dominaba el campo de los hurones. Llegaron frente a una enorme roca y entraron en una especie de pasadizo, formado en la espesura por el paso continuo de los ciervos.

El jefe guerrero abrió una puerta de corteza que cerraba la entrada de la caverna. Esta contaba con varias habitaciones separadas con sencillas e ingeniosas combinaciones de piedra, madera y cortezas. Las aberturas de la parte superior permitían el paso del aire y de la luz del sol durante el día, y por las noches se alumbraban con antorchas. A este sitio traían los hurones casi todo lo que poseían de valor. La mujer, tendida sobre una cama de hojas secas, estaba rodeada de mujeres, en medio de las cuales se encontraba David.

Una mirada bastó para que Heyward comprendiera que la enferma estaba fuera del alcance de todo auxilio. Duncan iba a dar comienzo a sus operaciones médicas, cuando se le anticipó el músico. Quería ensayar el poder curativo de la música y empezó a cantar con tal entusiasmo que podía ser capaz de hacer un milagro.

Nadie lo interrumpió. Duncan miró en torno suyo y vio en un rincón a un oso sentado sobre las patas traseras, que imitaba con gruñidos sordos los ecos de la melodía del cantor.

Es imposible imaginar el efecto que produjo en David aquel eco tan inesperado.

Sus ojos se abrieron como si dudara de la realidad, y calló, enmudecido de asombro. Salió huyendo de la caverna y sólo alcanzó a decirle a Duncan en voz alta:

—Ella lo espera, y está cerca.

La liberación de una niña y del mohicano

El jefe hurón se acercó a su hija moribunda e hizo una señal para que las mujeres se retiraran. Señalando a la enferma le dijo a Duncan:

—Ahora mi hermano puede mostrar su poder.

Heyward se dispuso a imitar a los charlatanes indios para encubrir su ignorancia, pero lo interrumpió el oso con un feroz gruñido.

—Los astutos espíritus están celosos —dijo el hurón—. Me voy. Hermano, esta enferma es la mujer de uno de mis jóvenes más valerosos. Trátala bien.

Se fue, dejando a Duncan solo con la mujer moribunda y el oso, que parecía estar enfurecido. Cuando el hurón salió, el oso se adelantó con lentitud hacia el falso médico, se levantó sobre sus patas traseras y quedó en la misma posición en que podría estar un hombre. Heyward trató de huir. Pero el oso se llevó las manos a la cabeza y una máscara que la cubría cayó a sus pies, y en su lugar apareció el cazador.

—¡Silencio! —dijo el guía—. Los hurones no están lejos. Cuando me separé de usted, llevé al comandante y a Chingachgook a una antigua choza de castores.

Después Uncás y yo avanzamos hacia el otro campamento, como estaba convenido.

¿Has visto al muchacho?

— Uncás está prisionero y está condenado a morir.

—Sospeché que ése sería su destino —replicó el cazador—. Y por eso me encuentro aquí. Marchábamos hacia el campo cuando encontramos una banda de salvajes. Uncás se puso a perseguir a un hurón que huía y cayó en una emboscada. Perseguí a los hurones. Tuve dos escaramuzas con ellos. La fortuna me llevó al lugar donde un brujo se estaba vistiendo con este disfraz. Un buen golpe en la cabeza lo dejó fuera de combate y me transformé en oso. Pero dígame, ¿dónde está la linda niña?

¿No oyó lo que le dijo el cantor? Ella está aquí. Voy a mirar por encima del tabique.

El oso se encaramó rápidamente y cuando llegó a lo alto hizo un gesto, imponiendo silencio, y se deslizó al suelo.

—¡Está aquí! —murmuró—. Pasando por esa puerta podrá verla. Si desea sacarse un poco de pintura de su cara, ahí hay un poco de agua, y cuando vuelva, yo lo pintaré nuevamente.

Preparado para la entrevista con su amada, se despidió de su compañero y desapareció por el tabique indicado. Duncan se dejó guiar por un resplandor que lo llevó al compartimiento destinado exclusivamente para la hija del comandante del William Henry.

—¡Duncan! —exclamó la joven, asustada.

—¡Alicia! —dijo Heyward y, saltando por encima de unas cajas de armas, se encontró junto a su amada.

Duncan la tranquilizó, y le refirió todos los principales acontecimientos. Lo interrumpió un leve golpe en un hombro. Al volverse se encontró con el magua. El mayor estaba desarmado. El indio los miró amenazante. En ese momento apareció el oso, y se acercó al magua.

— ¡Tonto! —exclamó el hurón, refiriéndose al oso—. Vete a jugar con los niños.

Y avanzó unos pasos. Pero el oso, es decir, Ojo de Halcón, extendió los brazos y rodeó con ellos el cuerpo del indio y lo apretó fuertemente. Heyward soltó a Alicia, tomó una correa y se apresuró a atar los brazos de su enemigo. En un instante el magua tuvo fuertemente atados los brazos.

—Saldremos por otra puerta —dijo el cazador—. Tome esos trapos indios y envuelva a la niña con ellos. Ocúltela bien, sobre todo sus pies. Tómela en brazos y sígame.

Duncan obedeció al cazador y salieron. Al hacerlo se encontraron con el jefe hurón. El mayor le dijo que se llevaba a la enferma al bosque para que el mal quedara encerrado en las rocas y para evitar que volviera a atacarla.

Alicia sintió que revivía al aire libre. Cuando estuvieron a considerable distancia de los hurones, el cazador les dijo:

—Este sendero los llevará al arroyo, sigan su curso hasta que lleguen a una catarata; allí, en la cima de la colina de la derecha, encontrarán las fogatas de otra tribu. Pidan protección allí. Si son auténticos delawares, los ayudarán. Huir más lejos con esa niña es imposible.

—¿Y usted? —preguntó Heyward, sorprendido—. Supongo que no vamos a separarnos aquí.

—Deseo salvar la vida del último de los mohicanos, que es el orgullo de los delawares.

El cazador tomó el camino que conducía al poblado de los hurones. Alicia y Heyward, felices pero inquietos por la suerte de su amigo y de Uncás, se encaminaron hacia la lejana aldea de los delawares.

Ojo de Halcón, en tanto, siempre cubierto por su disfraz de oso, retornó al poblado. Al acercarse a las chozas, el paso del cazador se hizo más cauteloso y redobló las precauciones. Imitando siempre al oso, se arrastró hasta una pequeña abertura desde donde podía ver el interior de la choza. Era la habitación de David Gamut. El cazador se decidió a entrar en silencio y se sentó en tierra frente al músico. David se puso en pie y sacó una flauta.

—¡Oscuro y misterioso monstruo! —dijo—, no sé lo que te propones, pero escucha y arrepiéntete.

El oso se sacudió y con una voz muy conocida replicó graciosamente:

—Guarde ese instrumento de soplar. Soy un hombre como usted —y se despojó de su cabeza de oso para tranquilizar al cantor—. La joven y el mayor se encuentran libres de los hurones. Pero, ¿sabe usted dónde tienen a Uncás?

—Está en cautiverio, y me temo que su muerte ya esté decretada. Creo que podré llevarlo adonde se encuentra.

La cabaña que ocupaba Uncás estaba situada en el centro de la aldea y era muy difícil acercarse a ella sin ser visto. Pero el cazador contaba con su disfraz, y cuando vieron que David se acercaba con el oso, supusieron que éste sería uno de los brujos y los dejaron pasar sin dificultad. El cazador le había pedido que hablara con los hurones, ya que él no lo podía hacer.

—Retírense un poco. El hechicero teme que su soplo llegue hasta sus hermanos.

Los hurones, temerosos, se alejaron, pero sin perder de vista la entrada de la choza. Uncás estaba sentado en un rincón, apoyado en un muro y con las manos y los pies amarrados. El cazador se acercó al indio y silbó como una serpiente.

Uncás al verlo exclamó en voz muy baja:

—¡Ojo de Halcón!

—Corte sus ataduras —dijo el oso a David, que en ese momento se acercaba a ellos.

El músico obedeció. Ojo de Halcón se quitó la cabeza de oso, desató las correas con que sujetaba la piel, e hizo que Uncás se pusiera el disfraz. Luego le pasó un cuchillo de larga y brillante hoja.

—Ahora, amigo David —dijo el cazador—, un cambio de ropas nos convendrá mucho.

Tome mi blusa de cazador y mi gorra, y deme su manta y su sombrero. También los anteojos y la flauta.

Cuando se hizo el cambio, el cazador podría ser confundido fácilmente con David en la oscuridad.

—El principal peligro lo tendrá usted cuando ellos descubran que han sido engañados —repuso el cazador. Permanezca en la oscuridad, en el fondo de la choza, y hágase pasar por Uncás hasta que los hurones lo descubran. Y guarde silencio mientras pueda.

—Yo soy humilde —dijo David— y pacífico. No me gusta la venganza. Así es que, si yo muero, no busquen a mis asesinos.

El cazador estrechó la mano del músico y salió de la choza en compañía del falso oso.

Al salir, uno de los hurones se acercó al oso. Pero éste gruñó de tal manera que el indio retrocedió, tratando de cerciorarse de que el animal no era un oso verdadero sino el hechicero cubierto con una piel de dicho animal. En ese instante, Ojo de Halcón interrumpió con una canción. Cuando se encontraban a cierta distancia de la aldea, oyeron un grito hacia el lugar en que habían dejado a David. El mohicano se sobresaltó y se detuvo para sacarse su disfraz.

Ojo de Halcón le pasó uno de los rifles que había ocultado entre un matorral.

—¡Qué estos demonios nos sigan la pista! —dijo el cazador—. Dos, por lo menos, pagarán con su vida el haber encontrado nuestras huellas.

Uncás y el cazador, se lanzaron hacia el interior de la tenebrosa selva, desapareciendo en ella.

Atrás, en tanto, la impaciencia de los salvajes que se paseaban en torno de la cárcel de Uncás fue más poderosa que el miedo que les inspiraba el soplo del hechicero.

Al principio los hurones creyeron que el delaware había sido deformado por las artes del hechicero. Pero David levantó casualmente la cabeza, y reconocieron su error. Entraron atropelladamente en la choza y sacudieron al cantor sin miramientos y lanzaron el primer grito que atrajo la atención de los fugitivos.

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