Read El Ultimo Narco: Chapo Online

Authors: Malcolm Beith

Tags: #Politica,

El Ultimo Narco: Chapo (33 page)

BOOK: El Ultimo Narco: Chapo
13.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Sin amilanarse —y confiando en su información—, Sandoval envió dos helicópteros a peinar la zona y desplegó a sus hombres por el pueblito. Registraron casa por casa, pero no encontraron a nadie.

Desde los helicópteros, los hombres de Sandoval detectaron dos vehículos sospechosos. Los autos daban vueltas alrededor del pueblo, una y otra vez. Cuando se alejaron de jesús María, los helicópteros bloquearon el camino y los soldados rodearon los vehículos. Sacaron a tres jóvenes y los interrogaron. ¿Estaba El Chapo en el pueblo? ¿Había venido? ¿Qué era lo que sabían? Según informes de los medios locales, los soldados golpearon a los sospechosos, acusándolos de ser pistoleros del Chapo.

Frustrados y sin respuestas, los soldados se fueron del lugar. Dejaron a los tres jóvenes, golpeados y sangrantes. Cuando llegaron periodistas locales, los soldados volvieron y se llevaron a los sospechosos a un destino no revelado.

El 7 de agosto de 2009 los soldados dieron un golpe: se toparon con algo en el pueblo montañés de Las Trancas, Durango, cerca de donde El Chapo se había casado con Emma Coronel, y a unos 160 kilómetros de Badiraguato y Culiacán. En un terreno de 240 hectáreas, encontraron veintidós laboratorios de metanfetaminas. Según un testigo, ahí había más drogas sintéticas de lo que «uno pudiera imaginar». En el complejo hallaron un cuartel dormitorio para unas 100 personas, con tres cocinas y dos baños. Toda la finca había sido desalojada.

Pero había algo más: varias habitaciones estaban dotadas de baños completos, Internet de alta velocidad, televisión satelital, pantallas de plasma, camas king size, minibares y aire acondicionado. Evidentemente, no todos los habitantes del complejo eran trabajadores de bajo nivel.

Desde un mirador que dominaba el complejo, donde hacían guardia hombres armados, uno podía ver hasta unos 24 kilómetros en todas direcciones. Los soldados descubrieron una reserva enorme de efectivo: decenas de miles de dólares estadounidenses. Quienquiera que hubiera estado viviendo ahí, era de alto rango. Y eran varios. Se acababan de ir apresuradamente y dejaron el dinero.

Las especulaciones no se hicieron esperar: ¿había estado ahí El Chapo? ¿Se escondía, vigilando la valiosa propiedad? Eso pensaban los vecinos de las colinas aledañas, lo mismo que algunos soldados estacionados en la zona. Al parecer, El Chapo había vivido en el complejo, junto con El Mayo y Nacho Coronel.

«Vamos a atraparlo». El agente de la DEA dio un gran sorbo a su cerveza. Estaba convencido de que, algún día, El Chapo sería atrapado en las montañas de Sinaloa o Durango, su terruño. Nunca dejaría su amada tierra, y eso era una ventaja que habían tenido los mexicanos en anteriores operaciones contra el tráfico de drogas en países como Colombia. Con la excepción de Pablo Escobar, los capos sudamericanos de la vieja escuela nunca habían sido reacios a huir al Amazonas o a las regiones montañosas controladas por rebeldes fuera de sus fronteras, si eso significaba sobrevivir.

Cada vez que estaban a punto de atrapar al Chapo en Sinaloa o del otro lado del límite estatal con Durango, el agente de la DEa se sentía seguro de que estaban cerca. Era cuestión de tiempo para que lo atraparan, decía con una sonrisa, y tomaba otro sorbo de cerveza.

Al tiempo que los esfuerzos del Ejército lo complacían grandemente, el agente de la DEA se sentía completamente optimista sobre el hecho de que El Chapo ya no estaba rodeado por sus mejores amigos y, en cambio, se había ganado un montón de enemigos. Desde la separación de los hermanos Beltrán Leyva, El Chapo estaba cada vez más aislado. Los hermanos habían sido cruciales para sus operaciones, y no sólo porque los conocía de toda la vida. Cuando los hermanos Beltrán Leyva se escindieron, dijo el agente de la DEA, El Chapo perdió su red de seguridad.

Sin duda todavía estaba a salvo en sus montañas y en ciudades cercanas, como Culiacán, pero en ningún otro lado, y tampoco su operación estaba segura. Su gente se volteaba en su contra todo el tiempo. El agente citó como ejemplo el reciente reclutamiento de un informante en California. Se trataba de un empleado de nivel medio del Chapo que había tenido el encargo de trasladar el dinero de las ventas de drogas en Chicago a Los Ángeles y de ahí al capo de Sinaloa. La DEa lo atrapó cuando pasaba de una sola vez 4 millones de dólares para El Chapo. «Ahora trabaja para nosotros», dijo el policía de la fuerza anti-drogas.

También había señales de que El Chapo perdía el control de Sonora. Sin el control de ese corredor de contrabando, los sinaloenses podían producir cuanta marihuana, heroína y metanfetaminas quisieran e importar la cocaína que les viniera en gana, pero no podrían llevarla al mercado estadounidense.

Mientras el agente de la DEA continuaba explicando que se pensaba que El Chapo usaba numerosos teléfonos celulares durante sólo un día e incluso durante algunas horas (por miedo de que fueran rastreados), apenas podía contener su regocijo. El Chapo ya no podía confiar en nadie. Sus aliados más fieles se habían vuelto en su contra o habían sido detenidos. El Ejército mexicano hacía un excelente trabajo para acorralarlo en la sierra.

«Está en las montañas de Durango. Tiene que ser horrible vivir así, escondido en madrigueras [o] siempre en fuga».

El Chapo también había perdido parientes, sus aliados más confiables:

Guzmán Loera, hermano. Muerto el 31 de diciembre de 2004. Guzmán López, hijo. Asesinado el 8 de mayo de 2008. Miguel Ángel Guzmán Loera, alias «El hermano» . Sentenciado a 13 años por lavado de dinero y portar armas de uso exclusivo del Ejército. Quintero Mariscal, primo. Sentenciado a 15 años de cárcel por participación en el crimen organizado y portar armas de uso exclusivo del Ejército. Martínez Zepeda, primo. Detenido en Culiacán por portación de armas de uso exclusivo del Ejército. Gutiérrez Loera, primo. Detenido en una casa de Culiacán con armas, granadas y miles de municiones útiles.

Y todavía habría más. El 18 de diciembre de 2008 apareció una mujer muerta en la cajuela de un auto a las afueras de la ciudad de México. Estaba tapada con una manta verde sostenida con un cinturón. A su lado se encontró el cuerpo descuartizado de un hombre, supuestamente su amante.

Habían sido asesinados con una única bala en la cabeza. En varias partes del cuerpo de la mujer (las nalgas, los pechos, la espalda y el estómago), los asesinos marcaron la letra "Z", la señal distintiva de Los Zetas.

Zulema Hernández, la presa de la que se había enamorado El Chapo cuando estuvo en Puente Grande, había muerto.

El Chapo todavía tenía su «anillo protector», las capas sobre capas de informantes y protectores que se extendía hasta cierto radio de donde se encontraba en cualquier momento. Por eso siempre escapaba en el último momento. Pero en la última incursión en Durango había perdido un laboratorio de metanfetaminas que valía millones de dólares. Había perdido familiares y amantes. Y todavía tenía mucho que perder.

Es sólo cuestión de tiempo, prometió el agente de la DEA. Sólo cuestión de tiempo.

z La guerra fallida?

A lo largo de 2009 se incrementaron los llamados a terminar la guerra. A comienzos del año, una tercia de ex presidentes latinoamericanos —incluyendo a Zedillo, de México— había denunciado que la estrategia de Estados Unidos contra las drogas era una «guerra fallida». El ex secretario de Relaciones Exteriores Jorge Castañeda condenó al régimen de Calderón por lanzar una guerra con la intención de ganarse el apoyo de la opinión pública.

Es una situación paradójica —alegó—. En Los Angeles hay miles de lugares públicos y legales para comprar marihuana —por motivos médicos—, pero en realidad se consigue donde sea. Hay más dispensarios de marihuana que escuelas públicas; 150 kilómetros al sur, a partir de Tijuana, cientos de personas mueren cada mes, policías, soldados, asesinos y civiles, en la guerra contra el narco. Es una norma doble del gobierno y creo que es difícil que Estados Unidos la sostenga".

«No hay que culpar a Estados Unidos de la guerra de México contra las drogas», prosiguió Castañeda. «No hay que culpar a México de la guerra contra las drogas. Es al presidente Felipe Calderón al que hay que culpar por la guerra, una guerra emprendida por decisión, que no debió haber declarado, que no se puede ganar y que está haciendo un daño enorme a México».

Algunos expertos mexicanos postulan que quizá lo mejor sea volver al estado anterior, en el que el gobierno se hacía de la vista gorda ante ciertas operaciones importantes de tráfico de drogas. El Partido Revolucionario Institucional parecía precozmente el favorito para las elecciones presidenciales de 2012, lo que algunos dijeron que facilitaría el acuerdo.

Incluso parecería que el presidente Calderón estaba desplazando al segundo plano la guerra contra las drogas. Generar empleos y erradicar la pobreza serían sus nuevas metas principales; la guerra contra las drogas se mencionaba en un distante tercer lugar.

Entre tanto, los vecinos de Culiacán trataban lentamente de reconstruir su ciudad, sus comunidades. En una ocasión, un grupo pequeño de habitantes de Culiacán se reunió en un local interior para analizar formas de restituir el sano orgullo en su ciudad. Planearon fiestas, campañas de donación de libros e hicieron una lista de ciudadanos respetables a los que podían invitar a los festejos. Pero su reunión se parecía a las que celebra la resistencia en tiempos bélicos. Al final, se despidieron descorazonados, deseándose buena suerte.

En Culiacán todo el mundo tiene cada vez más miedo de los jóvenes narcos, porque no parece que respeten nada. Por poner un ejemplo, la novia de un joven narco se tropezó con los tacones a la salida de un club nocturno. Un hombre que estaba cerca osó reírse del traspié. El narco lo mató a balazos.

El obispo de Culiacán, Benjamín Jiménez Hernández, convocó a la sociedad a levantarse y combatir la ola de violencia. En un ambiente sofocante, exhortó a la acción a la iglesia atestada, y su grey aguantó el sermón. «Tenemos que combatir por nuestra fe, tenemos que combatir por nuestro futuro… Este calor en el que vivimos ahora, debemos conquistarlo con nuestra fe».

Pero noviembre de 2009 fue el mes más sangriento en Sinaloa en dieciséis años; y lo peor estaba por venir, incluso dentro de las cárceles mismas.

Las cárceles de México eran cada vez más problemáticas. A finales de 2009, más de 226 mil personas habían sido detenidas en la guerra contra las drogas. Muchas habían salido libres, pero de todos modos los penales estaban atestados, con más de 80 mil traficantes sospechosos y convictos.

Muchos eran gente del Chapo: más de 15 mil miembros del cártel de Sinaloa habían sido detenidos, casi todos tropas que nunca habían visto al jefe pero que le hacían el trabajo sucio. Había traficantes, pandilleros, operadores de células, asesinos a sueldo y hasta lugartenientes de alto rango:

Roberto Beltrán Burgos, alias «El Doctor», lugarteniente. Detenido por su supuesta participación en el crimen organizado. Israel Sánchez Corral, alias «El lugarteniente». Detenido por su supuesta participación en el crimen organizado. José Ramón Laija Serrano, lugarteniente que dirigió el negocio mientras El Chapo estuvo en Puente Grande. Sentenciado a 27 años y medio por secuestro. Diego Laija Serrano, alias «El lugarteniente» . Sentenciado a 41 años de cárcel por delitos contra la salud y posesión de armas de uso exclusivo del Ejército. Norberto Félix Terán, lugarteniente a cargo de la producción de droga en Tamazula y de advertir al Chapo de movimientos de militares en la zona. Detenido por su supuesta participación en el crimen organizado.

Pero las detenciones no sólo eran un duro golpe para El Chapo: estaban llevando a las penitenciarías de México al límite de su capacidad. Estallaron motines en centros de Matamoros, Ciudad Juárez, Culiacán y Tijuana, entre otros, al enfrentarse los sinaloenses con sus rivales de Ciudad Juárez y Los Zetas.

La cárcel de Matamoros tenía presos del cártel de Sinaloa y de Los Zetas. El guardia Jaime Cano Gallardo atestiguó impotente una riña en la que presos de bandas rivales se atacaron en uno de los patios de la cárcel. Los guardias no pudieron someterlos y pidieron refuerzos. Cuando llegaron el Ejército y la Policía Federal, dos internos habían muerto y más de treinta estaban heridos. Ahora el guardia porta un arma semiautomática para defenderse.

En la cárcel estatal de Durango, miembros de bandas rivales pasaron de contrabando de pistolas y otras armas para atacarse. Veinte murieron y veintiséis quedaron heridos. En la fuga más descarada desde que El Chapo se escabulló de Puente Grande, cincuenta y tres supuestos narcotraficantes fueron escoltados fuera de la penitenciaría de Cieneguillas, Zacatecas, por un grupo de hombres disfrazados de agentes federales.

El gobierno mexicano no ignoró el problema y se comprometió a construir una docena de cárceles de máxima seguridad. Tello Peón, el hombre que había sido tan humillado por la fuga del Chapo en 2001, estaba de vuelta en la plaza pública, esta vez como consejero de seguridad nacional. Exigió una reforma «radical» del sistema penitenciario.

Las cárceles de Ciudad Juárez y Culiacán eran particularmente malas. Por la guerra entre El Chapo y el cártel de Juárez, la ciudad se había convertido en un revoltijo de delincuentes de todo el país. En las calles se baleaban y juraban lealtad a su bando. Encarcelados, querían hacer lo mismo.

La penitenciaría de Ciudad Juárez es grande: edificios de concreto se extienden por el desierto hacia las montañas lejanas. Muchos pasillos están resguardados únicamente por enrejado y alambre de púas. Estalló una riña entre miembros de Los Aztecas y un grupo rival. Tomaron cuatro guardias de rehenes. Cuando llegó el Ejército a apagar la violencia, habían muerto veinte presos y docenas quedaron heridos. Las autoridades de la cárcel levantaron un muro enorme que separa las alas de celdas de las bandas y solicitaron soldados para que patrullaran las instalaciones permanentemente. Pero en los hechos, Los Aztecas conservaron el control. Los propios reos impiden a los guardias el paso a las celdas de Los Aztecas.

En otro patio del centro penitenciario de Ciudad Juárez, una banda interpretaba un narcocorrido en un día de visita. El narcocorrido, interpretado en lo que debía ser el corazón del territorio enemigo, era una oda al Chapo. Mientras la banda tocaba, un guardia señaló a miembros de los Aztecas, que miraban fijamente desde un alambrado. «¡Cuidado! No hace falta prácticamente nada para encenderlos».

BOOK: El Ultimo Narco: Chapo
13.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Knife Edge (2004) by Reeman, Douglas
The Owner of His Heart by Taylor, Theodora
How a Lady Weds a Rogue by Ashe, Katharine
Spotted Lily by Anna Tambour
Proposition Book 1, EROS INC. by Mia Moore, Unknown
This Side of Home by Renée Watson
Terror by Gaslight by Edward Taylor