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Authors: Malcolm Beith

Tags: #Politica,

El Ultimo Narco: Chapo (35 page)

BOOK: El Ultimo Narco: Chapo
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Las acusaciones de que el gobierno de Calderón estaba protegiendo al Chapo seguían. En una corte en Chicago, después de ser extraditado, Vicente Zambada Niebla, acusó a agentes de la DEA y el FBI de proteger sus operaciones en México. Por su parte, el secretario de Seguridad Pública, García Luna, contestó a la posibilidad de un pacto con el cartel de Sinaloa: «Nunca lo haría», dijo, «si hubiera un pacto renunciaría». Mientras, el exprocurador Medina Mora insistía en que atraparía al Chapo: «Estoy seguro de que vamos a atraparlo». Sin embargo, en la ciudad de México, el agente de la DEA reconoció que atrapar al Chapo podría resultar imposible:

«Dudo que alguna vez caiga».

Epílogo

M
I INTERÉS POR LA GUERRA DE MÉXICO
contra las drogas data de 2004, cuando entrevisté a Jorge Hank Rhon en Tijuana. En aquel tiempo era una noticia únicamente mexicana: la guerra no era nada en comparación con lo que sería dos años después, cuando Calderón asumió el poder. Desde entonces, se ha convertido en una importante noticia mundial.

Gracias al aumento del interés internacional, muchos mexicanos son más abiertos al tema del narcotráfico, pero también ha sacado de la nada a toda suerte de personajes que quieren hablar de la guerra con periodistas. Es posible fiarse de algunos, pero de otros definitivamente no.

Puse mi mayor esfuerzo como periodista y trabajé con las fuentes más confiables que tuve para tratar de contar una versión de lo que pasa en México.

Ya el simple manejo de recortes de periódicos y declaraciones oficiales plantea problemas. Es frecuente que Reforma,
El Universal
, Milenio y La Jornada (los principales periódicos de México, que tienen sus propios intereses políticos y fuentes) se contradigan incluso en las noticias más elementales. Traté de basarme en
El Universal
y Reforma para las referencias históricas (cruzando los artículos para verificar su confiabilidad), y acudí a Milenio y La Jornada cuando esos periódicos tenían una cobertura única. También consulté innumerables artículos de periódicos locales mexicanos. No me sentía convencido de que fueran completamente fidedignos y no pude comprobar la veracidad de todas las notas, así que traté de tomar los hechos exclusivamente cuando guardaban algún viso de verdad (por ejemplo, deseché como falaces un sinnúmero de «avistamientos del Chapo» publicados en diarios locales, porque no daban detalles ni tenían por lo menos un testigo; muchos parecían sacados de la manga).

Asimismo, en numerosas ocasiones también las declaraciones de la PGx, la Policía Federal y el Ejército se contradecían. Ahora entiendo que el general Sandoval se sintiera tan frustrado por el intercambio de información de inteligencia.

Tomé como antecedente una selección de obras, en particular las de Ricardo Ravelo, autoridad en lo que se refiere a la delincuencia en México. No las usé tanto para narrar incidentes específicos, porque preferí los recuentos directos de los hechos en los periódicos. Recomiendo vivamente los libros de Ravelo a quien esté más interesado en la delincuencia organizada en México.

Los periodistas extranjeros se topan con un muro cuando tratan de ponerse en contacto con narcos verdaderos o incluso con fuentes oficiales. La PGR, el Ejército y la Policía Federal (que antes habían sido tan accesibles a mis peticiones) de pronto decidieron que mis peticiones de información sobre El Chapo no iban a ser consideradas. Pudo haber sido por su propia seguridad: un ex funcionario de la PGR al que entrevisté estaba muy paranoico, a tal grado que tuvimos que sentarnos a conversar detrás de un pilar en una cafetería desierta. Sus miedos eran comprensibles: hacía pocos meses, un testigo protegido había sido abatido a plena luz del día en un Starbucks de la ciudad de México.

Para investigar en Badiraguato, ocasionalmente pasaba días ahí; nadie quería hablar acerca del Chapo, y a los que hablaban había que oírlos con una buena dosis de escepticismo. Los grandes narcos de México, los jefes como El Chapo, no hablan con nadie y no hay muchas posibilidades de corroborar lo que dicen narcos de rango inferior. Por ejemplo, se pueden preguntar los detalles sobre algún delito que dicen que cometieron y luego corroborarlo con las autoridades o en periódicos locales para ver si ocurrió, pero es difícil probar que ellos lo hicieran). Josué Félix, hijo del Padrino, aceptó que hablara con su padre en la cárcel, pero las autoridades ignoraron mi solicitud formal para la entrevista. Así, casi toda la información sobre El Padrino (como sus citas) proviene de una selección de escritos que publicó en la página de Internet que administra su hijo.

En la investigación que realicé para escribir el libro y artículos sobre la guerra contra las drogas que escribí para diversas publicaciones, siempre sostuve que mi vida y la de mis entrevistados es más importante que cualquier gran primicia que pudiera conseguir. El mejor periodismo impone riesgos, pero esos riesgos tienen que ser calculados.

Un periodista amigo mío, que escribe sobre Al-Qaeda y el terrorismo mundial, considera que los narcos mexicanos son los personajes más peligrosos y «aterrorizantes» del submundo; por lo que vi y leí en estos tres años, estoy de acuerdo. Los soldados mexicanos no usan máscaras las veinticuatro horas porque quieran verse rudos, sino porque saben que si los narcos los detectan e identifican, fácilmente se convertirán en la siguiente cifra de las estadísticas.

Cada minuto que se pasa investigando sobre la delincuencia organizada se siente uno algo menos seguro (pero admito que en una estancia en Badiraguato me sentí muy cómodo y dormí como bebé, pero fue porque sabía bien que la gente del Chapo sabía que estaba ahí y, como no me habían matado, no era probable que lo hicieran). Al hablar con vecinos de Sinaloa sobre la delincuencia organizada, aumenta la presión arterial. La gente susurra, tiembla y llora cuando habla de sus experiencias y de lo que sabe, aun si son rumores.

Muchos ni siquiera profieren el nombre del Chapo, sino que usan varios sobrenombres con los que se refieren a él, unas veces con respeto, otras no tanto. Gente de la calle y funcionarios dan la media vuelta y se alejan cuando uno menciona al Chapo. Los mexicanos que viven bajo la sombra de la delincuencia organizada no disfrutan lo que para el resto de nosotros es la libertad de expresión. Escribí este libro pensando en ellos. Cambié sus nombres cuando era lo correcto y flexibilicé mis normas habituales sobre las fuentes anónimas debido a sus comprensibles miedos.

También tomé precauciones para mi seguridad y la de mis fuentes (por ejemplo, mentí a algunos sobre mi verdadero cometido). En México hay sitios en los cuales hablar con un funcionario puede ser tan peligroso como hablar con un delincuente; no hay modo de saber si la fuente tiene vínculos estrechos con los narcos. Como escribí antes, cuando uno está en Sinaloa haciendo un reportaje sobre la delincuencia organizada, todos se enteran y suponen que uno es de la DEA o la CIA. Pocas veces se sabe quién está de nuestro lado. En ocasiones es más seguro fingir que se investiga cualquier otro aspecto de la cultura de Sinaloa. Si entonces un lugareño habla del narcotráfico, perfecto; pero si no lo hace, hay que marcharse.

No soy Kiki Camarena, el agente de la DEA que tuvo la osadía de infiltrarse entre los narcos en la década de los ochenta. Por tanto, este libro no pretende ser una investigación en sí. No quiero acabar muerto ni que arrojen mi cadáver decapitado en una carretera del noroeste de México.

Mientras preparaba el reportaje en Sinaloa, todas las noches pensaba que ese podría ser mi destino. Una vez, cuando unos jóvenes empistolados llegaron a mi hotel y se registraron en la habitación contigua a la mía, preferí dormir en el baño. Quizá me porté demasiado paranoico, pero no quería ser otra víctima inocente de un tiroteo como las que caen casi a diario en México y apenas salen en las noticias.

Hay reporteros mucho más valientes que yo, que han tratado de penetrar en el misterio y las atrocidades de la delincuencia organizada.

El 2 de abril de 2005 Alfredo Jiménez Mota fue a encontrarse con una fuente que le había sonado «muy nerviosa». Sus colegas de El Imparcial, un periódico de Hermosillo, no se preocuparon especialmente, dada la inclinación de Jiménez Mota a escarbar en las historias de crímenes y toda clase de temas sórdidos que otros no querían tocar. Jiménez Mota era un muchacho honesto y trabajador, y se decía que tenía un profundo sentido de la justicia. Desde que llegó a El Imparcial se dedicó a escribir sobre delincuencia y narcotráfico. Había escrito sobre las operaciones del Chapo en la vecina Nogales; había investigado la corrupción policiaca en su tierra.

Nunca llegó a tomarse una copa con sus colegas aquella noche, después de reunirse con su fuente. Nadie lo volvió a ver.

Alejandro Fonseca, un locutor de radio de treinta y tres años de Villahermosa, en el sureste del país, era otro mexicano harto de la violencia y que quería incitar un cambio y ver que se hiciera justicia. Para septiembre de 2008 se sentía muy preocupado por la violencia del narcotráfico, que devoraba su ciudad. Un martes en la noche, salió con su colega Ángel Morales a colocar pancartas en las calles para hacer publicidad a su causa.

Las pancartas decían: «No a los secuestros» y «Los secuestros duran mientras los ciudadanos los permiten».

Un grupo de hombres armados llegó en un auto y les ordenó que suspendieran lo que estaban haciendo. Fonseca se negó. Dispararon. Fonseca murió la mañana siguiente.

El 13 de noviembre de 2008, Armando Rodríguez, de cuarenta años, salió de su casa en Ciudad Juárez para llevar a la escuela a su niña de ocho años, cuando un pistolero no identificado saltó de entre los matorrales y le disparó a quemarropa. Rodríguez había escrito sobre la delincuencia en esa ciudad sacudida por la violencia. Ya había recibido una llamada de alguien que le decía que «le bajara». Pese a las amenazas, Rodríguez insistió en hacer su trabajo sin guardaespaldas. El día anterior a su muerte había publicado un reportaje sobre el asesinato de dos policías.

En julio de 2009, se encontró en Acapulco el cadáver de Juan Daniel Martínez enterrado a poca profundidad. Lo habían golpeado y amordazado. Cubría noticias de delincuencia para W Radio.

En Reynosa, Tamaulipas, un periodista local que cubre las notas policiacas, dijo que la situación ha vuelto al estado que guardaba en 2005. Había un nuevo acuerdo —una especie de paz, desde la partida del Chapo—, pero no ha sido para mejor. La policía local, «posiblemente la más corrupta y peligrosa de todas», ha recuperado su influencia.

El Ejército también se queja. Un mayor que dirige allanamientos en el pueblo de Miguel Alemán, en la frontera de Tamaulipas, afirma que la policía se aprovecha de su posición privilegiada para informar a los narcos sobre el paradero del Ejército. «La policía nos ha seguido en todo momento», le dijo a Associated Press. «En todas partes tienen gente que rinde informes sobre todos nuestros movimientos, y eso dificulta sorprenderlos».

En Matamoros, una vez pedí que me dejaran subir a una patrulla. Un alto comandante concedió mi solicitud por teléfono, pero alrededor de media hora después, una patrulla de dos camionetas pick up apareció en el sitio convenido. Tres policías se pusieron de pie en la plataforma y me apuntaron con sus armas semiautomáticas. Los vehículos aceleraron; los policías vociferaban en la oscuridad de la noche. No sé si se trataba de una amenaza, pero así la interpreté.

En todo el país, los periódicos dicen que las organizaciones delictivas los presionan para que publiquen lo que quieren los narcos o que ignoren ciertos incidentes. En particular, se cree que Los Zetas han hecho grandes avances en el sector editorial. «Si no publicas el narcomensaje de un grupo, te castigan, o el bando opuesto te castiga si lo publicaste», le contó un editor de Durango a Los Angeles Times. «O el gobierno te castigará por publicar lo que sea. No se sabe de dónde va a venir la amenaza».

Alberto Velázquez, periodista de Expresiones de Tulum, en el sureste de México, fue balaceado cuando salía de una fiesta por un hombre en una motocicleta. Había escrito artículos en los que criticaba a funcionarios locales; antes de que lo mataran, su periódico había recibido amenazas relacionadas con el trabajo del reportero. Velázquez fue el duodécimo periodista asesinado en México en 2009.

Los periodistas ya no investigan nada en Sinaloa. Tampoco en Tamaulipas ni en Ciudad Juárez, y por un buen motivo: desde 2000 han muerto por lo menos cuarenta y cinco periodistas en México, casi todos por meterse demasiado en el reino de la delincuencia organizada. El cese de los informes sobre la delincuencia organizada por los riesgos que comporta es una amenaza grave a la democracia mexicana.

Desde hace años, Ismael Bojórquez y Javier Valdez escriben sobre los narcos de Sinaloa. Cuando fundaron su periódico, Río Doce, no pensaban en cubrir noticias de la delincuencia organizada, pero rápidamente se dieron cuenta de cuánto atraía a los lectores. Ha sido un arduo trabajo. «Sabemos que hay un riesgo inminente por lo que escribimos», dice Bojórquez, director del semanario. Este hombre de cincuenta y tres años y sus colegas trabajan en un pequeño edificio de Culiacán. Hay una puerta electrónica en la entrada de la planta baja. Bojórquez tiene una oficina sin ventanas en la parte posterior.

El 7 de septiembre de 2009, Río Doce recibió su primera amenaza. Una noche, estalló una granada afuera de las oficinas. Nadie salió herido y no supieron quién la lanzó, aunque Bojórquez y Valdez tienen sus sospechas: últimamente no habían escrito mucho sobre los narcos locales, sino que se habían enfocado en los fuereños que operaban en Culiacán. Probablemente fueron estos últimos.

Siempre han sido muy cuidadosos con lo que publican. Casi nunca mencionan a los supuestos narcos por su nombre y nunca dan detalles que pudieran revelar a las autoridades la ubicación de nadie. De todos modos, Bojórquez se preocupa cada vez que publican algo que cree que no les va a gustar a los narcos.

«Cuando uno se sienta a escribir, piensa en su lector y en su reacción al artículo. En estos casos, lo que uno tiene en la cabeza es el pinche fantasma del narco. Él es quien está leyendo».

Fuentes

PRINCIPALES ENTREVISTAS

Ex agente especial de la DEA Michael Vigil; ex agente especial de la DEA Errol Chávez; ex jefe de Operaciones de la DEA Michael Braun; ex administrador de la DEA Asa Hutchinson; funcionario anónimo de Estados Unidos en México; funcionario anónimo de la PGR; funcionario anónimo de la Policía Federal mexicana; general Noé Sandoval Alcázar; mayor de la Fuerza Aérea Valentín Díaz Reyes; general Roberto de la Vega Díaz; mayor Hugo de la Rosa; Josué Félix; activista por los derechos humanos Mercedes Murillo; comisionado de Derechos Humanos en Sinaloa Juan José Ríos Estavillo; alcalde de Badiraguato Martín Meza Ortiz; funcionarios locales de Badiraguato no identificados; diputado Felipe Díaz Garibay; diputado José Luis Espinosa Piña; Manuel Clouthier Carillo; Luis Astorga; Martín Amaral; Luis Ricardo Ruiz; Gustavo de la Rosa Hickerson; Jorge Hank Rhon; diputada Martha Tagle Martínez; diputada Yudit del Rincón; Jaime Cano Gallardo; Pedro Cárdenas Palazuelos; Francisco Morelos Borja; Jaime Alberto Torres Valadez; Jorge Ramos; Carlos Murillo González; Jorge Chabat; Víctor Clark Alfaro; Jesús Blancornelas; aproximadamente una docena de policías y una docena de soldados anónimos de todo México; aproximadamente una docena de fuentes no identificadas, desde ciudadanos comunes de Sinaloa hasta autodeclarados empleados del Chapo y otros narcos de bajo nivel, y aproximadamente una docena de reporteros locales de todo México.

BOOK: El Ultimo Narco: Chapo
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