El último teorema (43 page)

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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

BOOK: El último teorema
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Los Subramanian estaban acostumbrados a ocasiones así; de hecho, podían considerarse expertos en ellas. En consecuencia, una vez que Natasha hubo soplado las velas y pensado el deseo de rigor (que no debía revelar a nadie, y menos aún a sus padres), todos se hallaban imbuidos de un espíritu de lo más jovial, cálido y afable cuando Robert se abrazó a su hermana mayor y le susurró algo al oído. Ella, con ademán sobresaltado, no pudo por menos de volverse hacia sus padres y preguntar:

—¿Es verdad eso? ¿Vais a hacer que vaya a la iglesia?

—No; a la iglesia, no —respondió su padre—, sólo a la escuela dominical. Hemos estado estudiándolo, y tienen una clase que le podría ir bien. Aprenderá historias de Jesús y su sermón de la montaña, y todo eso. Surash se alegrará de saber que los nietos de mi padre no están creciendo sin el menor contacto con la religión…

Natasha meneó la cabeza con gesto de enfado.

—A mí no me importa crecer de espaldas a la religión. ¡Robert dice que también queréis que vaya yo! Decidme la verdad: ¿no creéis que ya tengo bastantes cosas que hacer? Las clases, los entrenamientos…

—Será sólo una tarde a la semana —le hizo saber su madre—. En tu caso, no hemos dicho nada de catequesis: irías con un grupo de adolescentes que, sí, hablan de la Biblia de vez en cuando; pero dedican la mayor parte del tiempo a trabajar en proyectos encaminados a hacer del mundo un lugar más agradable.

—Lo que, por ahora —añadió Ranjit—, comporta, fundamentalmente, apoyar la campaña presidencial de Bandara padre. Puedo asegurarte que te gustará ayudar en este proyecto.

Ni Natasha ni el resto de la familia ponía en duda tal extremo. De hecho, había sido el padre de Gamini quien había persuadido a la universidad para que creara el laboratorio de simulación que le había permitido entrenarse para la carrera de vela solar que estaba por venir, lo cual no hacía más que aumentar sus esperanzas de salir vencedora. Aquellas instalaciones resultaban mucho menos costosas que la cámara de gravedad lunar que había necesitado para estar en forma para competir con la aerocicleta, pues apenas consistían en una sala cuyos seis paños estaban conformados por pantallas. Aun así, los programas informáticos que debían emplearse eran complejos… y muy caros. Suponían un desembolso considerable para la universidad, un gasto que la familia Subramanian no habría podido afrontar en solitario.

—Además —añadió su madre mientras le acercaba su pantalla personal—, tengo una foto que tomaron hace unas semanas, durante una fiesta que celebraron en la playa. Me da en la nariz que son de la clase de chicos que vas a querer conocer.

—Ajá… —dijo Natasha mientras estudiaba a la veintena aproximada de jóvenes que se mostraba en la imagen.

No hizo comentario alguno acerca del hecho de que entre los de sexo varón hubiese al menos cuatro muy bien parecidos, ni tampoco su madre, si bien estaba por demás segura de que aquel tal Ron, el brasileño que acababa de reaparecer en sus vidas de forma inesperada, no era, ni por asomo, tan agraciado.

—Por supuesto —aclaró—, la decisión es sólo tuya; si de veras crees que no…

—Bueno… —concluyó su hija—. Supongo que podría probar a ir una o dos veces. Si, como decís, eso hace feliz a Surash…

* * *

Cuando
Bill
regresó para unirse de nuevo al conjunto de los grandes de la galaxia, quedó maravillado por el torrente de gozo que le proporcionó aquella experiencia. Siempre que se destacaba a fin de ocuparse de sus diversos quehaceres, se convertía en algo que no era parte de su vivencia previa: un ser solitario. Y cuando, al fin, volvía a hacerse uno con sus compañeros, podía regocijarse por dejar de sentirse en soledad.

Le resultaba difícil tener que volver a desprenderse de ellos. Con todo, huelga decir que no tenía elección. El grupo había compartido sus preocupaciones y su necesidad de ser justo. Y lo cierto es que había quedado impresionado y perturbado por el Trueno Callado, que lo había llevado a pensar que tal vez los seres insignificantes y malhadados que conformaban la especie humana no supusiesen ya, a la postre, amenaza alguna para la paz de la galaxia. En tal caso, resultaba quizás inicuo exterminarlos.

Los grandes de la galaxia eran gentes severas y, en ocasiones, despiadadas; pero jamás habían querido ser injustos. En consecuencia,
Bill
no dudó en coger el camino que lo llevaba a los aledaños de aquel solecito amarillo en torno al cual giraba el planeta de aquéllos y envió dos mensajes. El primero tenía por destinatario la flota de los unoimedios, que a esas alturas se hallaba a un año luz escaso del astro que debía arrasar.

—Cancelad instrucciones de aniquilación —rezaba—. Deteneos. No sigáis avanzando. Emplead medidas de emergencia si es necesario.

Y el segundo, dirigido tanto a ellos como a los eneápodos, se limitaba a prohibir que nadie volviera a ofrecer manifestación alguna de su presencia a los humanos de la Tierra. Aquello supuso un problema nada baladí para los archivados que ejercían de navegantes de las ciento cincuenta y cuatro naves de la flota, quienes, habiendo comprendido las órdenes, eran muy conscientes de que resultaba mucho más fácil cursarlas que acatarlas: en lo que tocaba a los vehículos espaciales, resultaba imposible pisar a fondo el freno en caso de emergencia. En primer lugar, se hacía necesario aumentar la potencia del fuego de desaceleración, cosa que hicieron enseguida. Aquello comportaba, por descontado, un desperdicio terrible de energía eléctrica y combustible líquido; pero tal circunstancia tenía una significación secundaria, pues aquellas materias, como todo cuanto tenía de observable el universo, pertenecían a los grandes de la galaxia, y si eran éstos quienes optaban por despilfarrarlas, allá ellos.

Era la segunda parte de las instrucciones lo que más preocupaba a los unoimedios, pues en ella se les pedía que evitasen ser vistos por la especie que constituía su objetivo. Dejando a un lado el que los eneápodos se hubieran dejado ver ya, cuando ellos comenzasen a echar gigajulios de energía por sus tubos de escape y aquellas ciento cincuenta y cuatro antorchas gigantescas empezaran a brillar a un tiempo con el fulgor de los gases ionizados, ¿cómo iban a poder pasar inadvertidos?

CAPÍTULO XXXVI

Listos para la carrera

T
al vez podía haberse esperado que la fiesta destinada a despedir a los participantes de la carrera de vela solar se celebrara en algún auditorio gigante de la ciudad de Nueva York, de Pekín o de Moscú; pero no fue así. Cierto es que estuvieron presentes no pocas cámaras, y que cuanto ocurrió ante su objetivo pudo verse en las pantallas de todo el mundo. Sin embargo, el lugar en que estaban instaladas no era sino el modesto salón de actos de la terminal, en el que, contando a todos los asistentes, incluidos los siete competidores, sus entrenadores, sus familiares más cercanos y un puñado de personalidades invitadas, apenas se llegaba a las doscientas personas.

Myra tenía su propia teoría acerca del motivo. Según sus sospechas, ninguno de los tres grandes estaba dispuesto a dejar que otro se hiciera cargo de semejante acontecimiento. Aun así, optó por no decir nada. Miró a su hija, de pie, grave y alta, al lado de sus seis rivales, mientras el arbitro les recordaba cuáles eran las reglas de la carrera.

—¡No me digas que no tiene un aspecto imponente! —susurró a su esposo, aunque conocía de antemano la respuesta.

Ranjit, sin embargo, se la dio: no tenía la menor duda de que Natasha, además de ser la más elegante y prometedora de todos los pilotos de vela solar, parecía muy madura para sus dieciséis años, hasta extremos sorprendentes y aun un tanto alarmantes. Centró su atención en la parte que más le angustiaba de la escena que tenía ante sí.

—Ese que está a su lado —hizo ver a Myra— es el tal Olsos, el brasileño.

—No te preocupes por Ron —repuso ella mientras apretaba su mano, con la sabiduría propia de quien ha sido en otro tiempo una adolescente de dieciséis años—. ¡Vaya! Hola, Joris.

Abrazó al recién llegado, quien estrechó, a continuación, la mano de Ranjit y les anunció:

—Van a empezar dentro de un minuto. Sólo quería saludaros… e informaros de que hemos hecho una pequeña apuesta entre los ingenieros del ascensor espacial, y que yo he apostado por Natasha.

—¿Por eso habéis formado ese revuelo hace un rato? —inquirió Myra.

—¡Ah, eso! —respondió él con un guiño—. ¡No, qué va! Era por el mensaje que hemos recibido de Massachusetts, del Centro de Acontecimientos Espaciales. Acaban de observar en Centauro una supernova la mar de brillante que tiene ciertos rasgos curiosos. —Y sonriendo, agregó—: Casi me arrepiento de haber dejado la astronomía. —Entonces, cuando el hombre que presidía aquella celebración subió al estrado y los del auditorio comenzaron a buscar sus asientos, exclamó—: ¡Hasta luego!

* * *

Sólo hubo un orador en la ceremonia: el presidente, recién elegido, de la República de Sri Lanka: Dhatusena Bandara. Si bien nadie podía negar que ofrecía una imagen imponente, lo que en parte se debía a su rostro severo y provecto y a su figura esbelta, propia de un hombre que jamás se hubiera dejado ablandar, lo cierto es que adoptó un tono informal, punto menos que festivo.

—Ha habido varias naciones —hizo saber al selecto grupo de oyentes que lo escuchaba— que deseaban celebrar este acontecimiento en una gran ciudad. Sin embargo, estáis aquí, y no porque mi país lo merezca más que cualquier otro, sino simplemente porque el azar de la geografía ha querido que Sri Lanka sea el lugar en que se encuentra el Skyhook. Sin él, habría sido imposible celebrar esta competición. Es él el que va a transportar a estos siete maravillosos jóvenes de uno y otro sexo a la órbita terrestre baja; el que ha llevado allí, pieza a pieza, cada una de las naves que van a emplear. Ya tenéis montados casi por completo los vehículos que vais a manejar durante esta carrera, la más grandiosa de cuantas se hayan concebido. Que Dios os bendiga a todos, y quiera que volváis sanos y salvos una vez acabada la prueba.

Y aquello fue todo, a excepción de los abrazos y besos de despedida que se prodigaron antes de que los pilotos y sus entrenadores se dirigieran al muelle de carga del ascensor espacial. Ranjit observó, sin desagrado, que, en tanto que aquel tal Ronaldinho Olsos embarcaba en la primera cápsula, Natasha se encontraba entre quienes habían de subir en la tercera. Después de despedirse de ella por cuarta o quinta vez, y tras lograr despegar a Robert de su hermana mayor, los Subramanian regresaron, como el resto del auditorio, a los autobuses.

Allí, cortándoles el paso, se encontraba Joris Vorhulst, sin compañía y hablando con agitación por su pantalla de bolsillo.

—¡Joris! —exclamó Myra al llegar a su lado—. ¿Qué es lo que te preocupa ahora? ¿Han encontrado otra supernova?

El tono jocoso con que había formulado la pregunta contrastaba con la expresión de Vorhulst, quien cerró de golpe la pantalla mientras meneaba la cabeza.

—No; no es precisamente eso. Ahora que los telescopios espaciales están preparándose para verlo mejor, parece ser que podría no tratarse de una supernova. Además, está mucho más cerca de lo que cabe esperar de una estrella de esa clase. Hasta es probable que se encuentre en la nebulosa de Oort.

Myra se detuvo, llevándose la mano al pecho.

—No será peligroso para los competidores, ¿verdad?

Él lo negó con un gesto.

—No hay de qué preocuparse. ¡Qué va! Los velistas van a correr en la órbita terrestre baja, y esa cosa, sea lo que sea, está muchísimo más lejos. Pero me encantaría saber lo que es.

* * *

Los mecánicos que, más arriba, tenían casi montadas ya las velas solares, no estaban solos. Ninguno de ellos había advertido la presencia de las naves diminutas de los eneápodos, dado que hacía tiempo que habían vuelto a activar el transformador de fotones. Sin embargo, las dotaciones de estas últimas estaban casi tan estupefactas como el propio Joris Vorhulst, si bien por algo totalmente distinto. ¿Para qué podían ser aquellos siete vehículos casi completos? No parecían montar armamento alguno… Y aunque esto último aliviaba en parte su preocupación, seguían sin tener la menor idea de cuál podía ser el objeto de aquellas naves espaciales, y no les hacía mucha gracia tener que informar de ello a sus señores, los grandes de la galaxia.

CAPÍTULO XXXVII

La carrera

L
a nave de Natasha Subramanian llevaba el nombre de
Diana
por decisión de la propia corredora, y por fin estaba lista para efectuar su primera carrera, pues nunca antes había volado. Estaba amarrada junto con su nodriza, y tenía desplegado el colosal disco de su velamen, tenso contra el aparejo por estar ya henchido del viento intenso y silencioso que soplaba entre los planetas. La carrera estaba a punto de comenzar.

—Quedan dos minutos —anunció la radio de su cabina—. Confirmen el funcionamiento correcto de los mecanismos.

Uno a uno, los pilotos fueron respondiendo. Natasha reconoció las voces de todos (unas, tensas; otras, dotadas de una calma punto menos que sobrehumana), pues eran las de sus amigos y sus rivales. En todas las regiones habitadas por el hombre había apenas una veintena de personas que poseyesen las habilidades necesarias para gobernar una embarcación solar, y todas estaban allí, orbitando a treinta y seis mil kilómetros del ecuador terrestre, bien en la línea de salida, como Tashy bien a bordo de las naves de escolta.

—¡El número uno,
Gossamer
, está listo!

—¡El número dos,
Woomera
, listo!

—¡Número tres,
Sunbeam!
¡Todo bien!

—¡Número cuatro,
Santa María!
¡Todo funciona según lo previsto!

Natasha sonrió. Aquél, claro está, era el vehículo de Ron Olsos, por quien se sentía muy atraída, aunque menos, a su juicio, que él por ella. La frase con que había respondido constituía un homenaje a los albores de la astronáutica, muy propio de su afición por lo teatral.

—¡Número cinco,
Lébedev
; listos! —Ése era el ruso, Efremi.

—¡Número seis,
Arachne
, también lista! —Quien hablaba era Hsi Liang, joven nacida en cierto pueblo del norte de Chengdu, a la sombra del Himalaya.

Entonces llegó el momento en que Natasha, situada al final de la línea de salida, tenía que pronunciar las palabras que se oirían en todo el mundo, en cualquier rincón en que hubiese un ser humano.

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