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Authors: Paulo Coelho

El vencedor está solo (10 page)

BOOK: El vencedor está solo
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Maureen se acercó a mujeres que hacía menos de una década estaban en la cima del mundo, y ahora sentían que el suelo empezaba a desaparecer bajo sus pies y necesitaban volver desesperadamente a donde vivían antes. El guión era bueno; fue enviado a sus agentes, que pidieron un salario enorme y obtuvieron un simple «no» por respuesta. Su siguiente paso fue llamar a la puerta de cada una de ellas; dijo que ya tenía dinero para el proyecto, y todas acabaron aceptando (pidiéndole siempre que guardara en secreto el hecho de trabajar prácticamente gratis).

En una industria como ésa, era imposible empezar pensando de manera humilde. De vez en cuando, en sueños, se le aparecía el fantasma de Orson Welles: «Intenta lo imposible. No empieces por abajo, porque ya estás abajo. Sube rápidamente antes de que quiten la escalera. Si tienes miedo, reza, pero sigue adelante.» Tenía una historia genial, un elenco de primerísima calidad, y sabía que debía producir algo aceptable para los grandes estudios y las distribuidoras, sin verse obligada a rebajar la calidad.

Era posible y obligatorio que arte y comercio caminasen juntos.

El resto era el resto: críticos adeptos a la masturbación mental a los que les encantan las películas que nadie entiende. Pequeños circuitos alternativos en los que siempre la misma docena de personas salía de las sesiones para pasar las noches en bares, fumando y comentando una única escena (cuyo significado, por cierto, probablemente era por completo distinto de la intención con la que había sido rodada). Directores que daban conferencias para explicar lo que debería ser obvio para el público. Reuniones de sindicatos para reclamar que el Estado no apoya el cine local. Manifiestos en revistas intelectuales, frutos de reuniones interminables, en los que volvían a quejarse por el desinterés del gobierno en apoyar el arte. Alguna que otra nota publicada en un gran medio que generalmente sólo leen los interesados o las familias de éstos.

¿Quién cambia el mundo? La Superclase. Los que hacen, los que interfieren en el comportamiento, en los corazones y las mentes del mayor número de personas posible.

Por eso quería a Javits. Quería el Oscar. Quería Cannes. Y como para llegar a eso era imposible un trabajo democrático —lo único que deseaban los demás era dar su opinión sobre la mejor manera de hacer algo, sin correr jamás riesgos—, ella simplemente lo apostó todo. Contrató al equipo disponible, reescribió durante meses el guión, convenció a geniales —y desconocidos— directores de arte, diseñadores, actores secundarios, prometiéndoles muy poco dinero, pero mucha visibilidad en el futuro. Todos quedaban impresionados con la lista de las cinco actrices principales («¡El presupuesto debe de ser muy elevado!»), al principio pedían grandes salarios pero acababan convenciéndose de que participar en un proyecto como ése sería muy importante para sus currículums. Maureen estaba tan contagiada por la idea que el entusiasmo parecía abrirle todas las puertas. Ahora llegaba el salto final, aquello que iba a marcar la diferencia. Para un escritor o un músico, desarrollar algo de calidad no es suficiente, lo importante es que su obra no acabe pudriéndose en una estantería o en un cajón.

¡Necesita visibilidad!

Sólo le envió una copia a una persona: Javits Wild. Utilizó todos sus contactos. La humillaron, pero aun así siguió adelante. La ignoraron, pero eso no disminuyó su coraje. La maltrataron, la ridiculizaron, la excluyeron, pero continuó pensando que era posible, porque puso cada gota de su sangre en lo que acababa de hacer. Hasta que su ex novio entró en escena y Javits Wild concertó una reunión.

Lo vigila durante el almuerzo, saboreando anticipadamente el momento que van a pasar juntos, dentro de dos días. De repente, ve que se queda paralizado, con los ojos perdidos en el vacío. Uno de sus amigos mira para atrás, hacia los lados, siempre con la mano dentro del traje. El otro coge el móvil y comienza a teclear como un poseso.

¿Habrá pasado algo? Seguramente, no; la gente que está más cerca sigue charlando, bebiendo, disfrutando de un día más de festival, de las fiestas, el sol y los cuerpos bonitos.

Uno de los hombres intenta levantarlo para ayudarlo a caminar, pero parece que Javits no puede moverse. No debe de ser nada. Un exceso de bebida, como mucho. Cansancio. Estrés.

No puede ser nada. Había llegado tan lejos, estaba tan cerca y...

A lo lejos oyó una sirena. Debe de ser la policía, abriéndose camino entre el tráfico, eternamente congestionado, para alguna personalidad importante.

Uno de los hombres apoya el brazo de Javits en su hombro y lo lleva hacia la puerta. La sirena se acerca. El otro hombre, sin sacar la mano de debajo de su americana, mueve la cabeza en todas direcciones. En un momento dado, sus miradas se cruzan.

Uno de sus amigos lleva a Javits por la rampa y Maureen se pregunta cómo alguien que parece tan frágil es capaz de cargar un cuerpo así sin demasiado esfuerzo.

El sonido de la sirena se interrumpe justamente delante de la gran carpa. En ese momento Javits ya ha desaparecido con uno de sus amigos, pero el segundo hombre camina hacia allí, todavía con una de las manos dentro del traje.

—¿Qué ha pasado? —pregunta, asustada. Porque años de trabajo en el arte de dirigir actores le habían enseñado que la cara del sujeto que estaba ante ella parecía hecha de piedra, como la de un asesino profesional.

—Ya sabes lo que ha pasado —la voz tenía un acento que no era capaz de identificar.

—He visto que empezaba a encontrarse mal. ¿Qué ha pasado?

El hombre no saca la mano de dentro de su traje. Y en ese momento, Maureen tuvo una idea que podría trocar un pequeño incidente en una gran oportunidad.

—¿Puedo ayudar? ¿Puedo acercarme a él?

La mano parece relajarse un poco, pero sus ojos siguen prestando atención a cada uno de sus movimientos.

—Voy con vosotros. Conozco a Javits Wild. Soy amiga suya.

En lo que pareció una eternidad, pero que no debió de durar más que una fracción de segundo, el hombre dio media vuelta y salió andando a paso rápido en dirección a la Croisette, sin decir ni una palabra. La cabeza de Maureen funcionaba a toda velocidad. ¿Por qué había dicho que sabía lo que había ocurrido? ¿Y por qué, de repente, el hombre había perdido totalmente su interés en ella?

Los demás invitados no se percatan absolutamente de nada, salvo del ruido de la sirena, que probablemente atribuyen a algo que ha sucedido en la calle. Pero las sirenas no combinan con la alegría, el sol, la bebida, los contactos, las mujeres hermosas, los hombres guapos, la gente pálida y la gente bronceada. Las sirenas pertenecen a otro mundo, en el que hay accidentes, ataques cardíacos, enfermedades, crímenes... Las sirenas no le interesaban lo más mínimo a ninguna de las personas que estaban allí.

Maureen deja de mirar en derredor. Algo le había pasado a Javits, y eso era un regalo del cielo. Corre hasta la puerta, ve una ambulancia que circula a toda velocidad por el carril cortado, con las luces encendidas.

—¡Es amigo mío! —le dice a uno de los guardaespaldas en la entrada—. ¿Adónde lo llevan?

El hombre le da el nombre de un hospital. Sin reflexionar ni un solo instante, Maureen echa a correr en busca de un taxi. Diez minutos después se da cuenta de que no hay taxis en la ciudad, salvo los que solicitan los porteros de los hoteles, gracias a generosas propinas. Como no lleva dinero en el bolsillo, entra en una pizzería, enseña el mapa que lleva consigo, le dicen que tiene que seguir corriendo por lo menos durante media hora hacia su objetivo.

Había corrido toda su vida, por lo que ahora no iba a ser muy diferente.

12.53 horas

—Buenos días.

—Buenas tardes —responde una de ellas—. Ya es más de mediodía.

Justo como había imaginado. Cinco chicas parecidas físicamente a ella. Todas maquilladas, con las piernas desnudas, escotes provocativos, ocupadas con sus teléfonos y sus SMS.

Ninguna conversación porque se reconocen como almas gemelas: han pasado por las mismas dificultades, han aceptado sin rechistar los fracasos, han afrontado los mismos desafíos. Todas intentan creer que un sueño no tiene fecha de caducidad, la vida puede cambiar en cualquier momento, la ocasión oportuna está esperando, la voluntad está a prueba.

Probablemente todas ellas han discutido con sus familias, que opinan que su hija acabará en la prostitución.

Todas han subido a un escenario, han experimentado la agonía y el éxtasis de ver al público, saber que la gente tiene sus ojos puestos en ellas, han sentido la electricidad en el aire y los aplausos al final. Todas han imaginado cientos de veces que un miembro de la Superclase está sentado entre el público, y que algún día irían a buscarlas al camerino después del espectáculo con algo más concreto que invitaciones para cenar, pedirles el teléfono, felicitarlas por el excelente trabajo realizado.

Todas han aceptado tres o cuatro invitaciones de ese tipo, hasta darse cuenta de que eso no las llevaba a ningún lado más que a la cama de algún hombre normalmente mayor, poderoso e interesado únicamente en conquistarlas. Y generalmente casado, como cualquier hombre interesante.

Todas tienen un novio joven, pero cuando alguien les pregunta su estado civil, dicen: «Soltera y sin compromiso.» Todas piensan que dominan la situación. Todas han oído cientos de veces que tienen talento, que les hacía falta una oportunidad, y allí, ante ellas, está la persona que iba a cambiar completamente sus vidas. Todas lo creyeron algunas veces. Todas han caído en la trampa del exceso de confianza y se creen dueñas de la situación, hasta darse cuenta al día siguiente de que el número de teléfono que les han dado era el de una secretaria malhumorada, que no les pasa, bajo ningún concepto, la llamada a su jefe.

Todas amenazaron con contar que las habían engañado, diciendo que iban a vender la historia a las revistas de escándalos. Pero ninguna lo hizo, porque todavía estaban en la fase «no puedo quemarme en el medio artístico».

Probablemente alguna de ellas ha pasado por la prueba de Alicia en el País de las Maravillas, y ahora quiere demostrarle a su familia que es más capaz de lo que pensaban. Por cierto, las familias ya han visto a sus hijas en anuncios, pósters o carteles expuestos por la ciudad, y tras las peleas iniciales, están absolutamente convencidas de que el destino de sus niñas es uno sólo:

Brillo y glamour.

Todas pensaron que el sueño era posible, que algún día reconocerían su talento, hasta que comprendieron que sólo hay una palabra mágica en ese sector:

«Contactos.»A través de muchas reuniones que no salieron bien, consiguieron alguno que las llevó a alguna parte. Por eso estaban allí. Porque tenían contactos y, a través de ellos, un productor de Nueva Zelanda las había llamado. Ninguna preguntaba para qué; lo único que sabían era que debían ser puntuales, ya que nadie tenía tiempo que perder, y mucho menos los empresarios del sector. Las únicas que tenían tiempo disponible eran ellas, las cinco chicas de la sala de espera, ocupadas con sus móviles y sus revistas, enviando SMS compulsivamente para ver si las habían invitado a algún acto ese día, intentando hablar con amigos, y sin olvidarse nunca de decir que en ese momento no están disponibles: tienen una reunión muy importante con un productor de cine.

Gabriela fue la cuarta a la que llamaron. Intentó leer lo que decían los ojos de las tres primeras que salieron de la sala sin decir palabra, pero todas eran... actrices, capaces de esconder cualquier sentimiento de alegría o de tristeza. Caminan decididas hacia la salida, desean «buena suerte» con voz firme, como si dijeran: «No os pongáis nerviosas, no tenéis nada más que perder. El papel ya es mío.»

Una de las paredes del apartamento estaba cubierta con una tela negra. En el suelo, cables de todas clases, luces protegidas por un armazón de alambre sobre el que habían montado una especie de paraguas con una tela blanca extendida por delante. Equipos de sonido, monitores y una cámara de vídeo. Por las esquinas hay botellas de agua mineral, maletines metálicos, trípodes, hojas tiradas y un ordenador. Sentada en el suelo, una mujer con gafas, de aproximadamente treinta y cinco años, hojeaba su book.

—Horrible —dice sin mirarla—. Horrible —repetía—.

Gabriela no sabe muy bien qué hacer. Quizá fingir que no la oye, ir hacia la esquina en la que los técnicos charlan animadamente mientras encienden un cigarrillo tras otro, o simplemente quedarse allí.

—La detesto —sigue la mujer.

—Soy yo.

Le resultaba imposible controlar la lengua. Había recorrido medio Cannes a la carrera, había aguardado casi dos horas en una sala de espera, soñando una vez más que su vida iba a cambiar para siempre (aunque estos delirios los controlaba cada vez más y ya no se dejaba llevar como antes), y no necesitaba nada más para deprimirla.

—Lo sé —dijo la mujer sin apartar los ojos de las fotos—. Deben de haberte costado una fortuna. Hay gente que vive de hacer books, de redactar currículums, dar cursos de teatro, bueno, ganar dinero gracias a la vanidad de gente como tú.

—Si cree que es horrible, ¿para qué me ha llamado?

—Porque necesitamos a una persona horrible.

Gabriela se ríe. La mujer por fin levanta la vista y la mira de arriba abajo.

—Me gusta tu ropa. Odio a las personas vulgares.

El sueño de Gabriela volvía. El corazón le dio un vuelco.

La mujer le tiende un papel.

—Ve donde la marca.

Y dirigiéndose al equipo, ordena:

—¡Apagad los cigarrillos! ¡Cerrad la ventana para que no interfiera en el sonido!

La «marca» era una cruz en el suelo hecha con cinta adhesiva de color amarillo. Así, no tenían que volver a mover la luz ni la cámara: el actor estaba siempre en el lugar indicado por el equipo técnico.

—Estoy sudando con el calor que hace aquí. ¿Puedo al menos ir al baño y ponerme una base, un poco de maquillaje?

—Poder, por supuesto que puedes. Pero cuando vuelvas, ya no te quedará tiempo para la grabación. Tenemos que entregar este material antes de que acabe la tarde.

Todas las demás chicas que entraron antes debían de haber hecho la misma pregunta, y obtenido la misma respuesta. Mejor no perder el tiempo. Saca un pañuelo de papel del bolso y se seca suavemente la cara mientras camina hacia la marca.

Un asistente se coloca delante de la cámara mientras Gabriela lucha contra el tiempo, intentando leer lo que está escrito en aquella media hoja de papel.

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