El vencedor está solo (14 page)

Read El vencedor está solo Online

Authors: Paulo Coelho

BOOK: El vencedor está solo
7.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Nunca me lo contaste.

—No hace falta. Ya sabes cuánto me preocupo por los demás.

La subasta empieza con una pequeña maleta de viaje de Louis Vuitton. Adjudicada por diez veces su valor. Igor asiste a todo eso impasible, mientras ella bebe otra copa, preguntándose si debe hacerle la dichosa pregunta o no.

Un artista plástico, al son de una canción de Marilyn Monroe, pinta un lienzo mientras baila. Las pujas suben a lo más alto, el equivalente al precio de un pequeño apartamento en Moscú.

Otra copa. Otra pieza para vender. Otro precio absurdo.

Bebió tanto aquella noche que tuvieron que llevarla al hotel. Antes de que él la metiera en la cama, todavía consciente, por fin tuvo el valor:

—¿Y si yo te dejara algún día?

—Bebe menos la próxima vez.

—Responde.

—Eso jamás podría ocurrir. Nuestro matrimonio es perfecto.

Vuelve la lucidez, pero se da cuenta de que ahora tiene una disculpa y finge estar más borracha.

—Sin embargo, ¿si eso ocurriese?

—Te haría volver. Sé cómo conseguir lo que deseo. Aunque tuviera que destruir universos enteros.

—¿Y si me fuera con otro hombre? Por su mirada, no parecía enfadado, sino benevolente.

—Aunque te acostases con todos los hombres de la Tierra, mi amor es más fuerte.

Y desde entonces, lo que al principio parecía una bendición empezó a convertirse en pesadilla. Estaba casada con un monstruo, un asesino. ¿Qué era esa historia de financiar a un ejército de mercenarios para salvar una lucha tribal? ¿A cuántos hombres había matado para impedir que entorpeciesen la tranquilidad de la pareja? Evidentemente se podía echar la culpa a la guerra, a los traumas, a los momentos difíciles por los que había pasado; pero muchos otros habían vivido lo mismo y no pensaban que ejercían la Justicia Divina, que cumplían el Gran Plan Superior.

—No tengo celos —repetía Igor siempre que viajaba por motivos de trabajo—. Porque tú sabes cuánto te amo y yo sé cuánto me amas. Nunca ocurrirá nada que desestabilice nuestra vida en común.

Ahora estaba más convencida que nunca: no era amor. Era algo morboso, que ella debía aceptar y vivir prisionera del sentimiento de terror el resto de su vida.

O intentar librarse de él cuanto antes, a la primera oportunidad que surgiera.

Surgieron varias. Pero el más insistente, el más perseverante, era precisamente el hombre con el que jamás habría imaginado tener una relación sólida. El modisto que deslumbraba el mundo de la moda, que era cada vez más famoso, que recibía una cantidad enorme de dinero de su país para que el mundo pudiera entender que las «tribus nómadas» tenían valores sólidos, que iban más allá del terror impuesto por una minoría religiosa. El hombre que tenía el mundo de la moda cada vez más a sus pies.

En cada feria en la que se veían, él era capaz de dejarlo todo, anular comidas y cenas, sólo para poder pasar un rato juntos, en paz, encerrados en una habitación de hotel, muchas veces sin hacer siquiera el amor. Veían la televisión, comían, ella bebía (él nunca tomaba ni una gota de alcohol), salían a pasear por los parques, entraban en librerías, charlaban con extraños, hablaban poco del pasado, nada del futuro y mucho del presente.

Se resistió cuanto pudo, no estaba, y jamás ha estado enamorada de él. Pero cuando le propuso que lo dejase todo y se fuera a Londres, aceptó al momento. Era la única salida de su infierno particular.

Acaba de llegar otro mensaje a su teléfono. No puede ser; hacía años que no se llamaban.

«He destruido otro mundo por ti, Katyusha.»

—¿Quién es?

—No tengo la menor idea. El número está oculto.

Lo que quería decir era: «Estoy aterrada.»

—Ya estamos llegando. Recuerda que tenemos poco tiempo.

La limusina tiene que hacer algunas maniobras para llegar hasta la entrada del hotel Martínez. A ambos lados, por detrás de las vallas metálicas colocadas por la policía, hay gente de todas las edades que se pasa el día entero esperando ver a alguna celebridad de cerca. Sacan fotos con sus cámaras digitales, se lo cuentan a sus amigos, las envían por Internet a las comunidades virtuales de las que forman parte. Sienten que la larga espera está justificada por ese simple y único momento de gloria: ¡han conseguido ver a esa actriz o a ese actor, a ese presentador de televisión!

Aunque es gracias a ellos por lo que la fábrica sigue produciendo, no están autorizados a acercarse. Guardaespaldas en lugares estratégicos les exigen a todos los que entran una prueba de que se hospedan en el hotel, o de que tienen una reunión con alguien allí. En ese momento deben sacar del bolsillo las tarjetas magnéticas que hacen las veces de llaves o serán rechazados delante de todo el mundo. Si es por una reunión de trabajo o por una invitación para tomar algo en el bar, dan su nombre al personal de seguridad y, ante la mirada de todos, esperan mientras lo comprueban: verdad o mentira. El guardaespaldas usa su radio para llamar a recepción, el tiempo parece no acabarse nunca, y por fin son admitidos, después de padecer semejante humillación pública.

Excepto los que entran en limusina, claro.

Las dos puertas del Maybach blanco se abren: una la abre el chófer, y la otra el portero del hotel. Las cámaras se dirigen hacia Ewa y empiezan a disparar; aunque nadie la conozca; si se hospeda en el Martínez, si llega en un coche carísimo, seguramente sea alguien importante. Quizá la amante del hombre que está a su lado, y en ese caso, si él estuviera ocultando alguna aventura extramatrimonial, siempre cabe la posibilidad de enviar las fotos a alguna revista de escándalos. O puede que la hermosa mujer de cabello rubio sea una famosísima celebridad extranjera que todavía no se conoce en Francia. Más tarde intentarían descubrir su nombre en las denominadas revistas «people» y se alegrarán de haber estado a cuatro o cinco metros de ella.

Hamid mira a la pequeña multitud apelotonada detrás de las vallas de hierro. Jamás lo ha entendido porque se ha criado en un lugar en el que no pasan esas cosas. Una vez le preguntó a un amigo a qué se debía tanto interés.

—No pienses que estás siempre ante fans —le respondió su amigo.

—Desde que el mundo es mundo, el hombre cree que la proximidad a algo inalcanzable y misterioso lo cubre de bendiciones. De ahí las peregrinaciones en busca de gurús y lugares sagrados.

—¿En Cannes?

—En cualquier lugar en el que haya una celebridad inalcanzable, aunque sea de lejos; sus gestos son como esparcir partículas de ambrosía y maná de los dioses sobre las cabezas de sus adoradores.

»El resto es lo mismo. Los conciertos musicales se parecen a las grandes concentraciones religiosas. El público que aguarda fuera de un teatro abarrotado, esperando a que la Superclase entre y salga. Las multitudes que acuden a un estadio de fútbol a ver a un grupo de hombres corriendo detrás de una pelota, ídolos. Iconos, porque se convierten en retratos semejantes a las pinturas que vemos en las iglesias, y a los que se les rinde culto en las habitaciones de los adolescentes, de las amas de casa, e incluso en los despachos de los grandes empresarios, que sienten envidia de la celebridad a pesar de todo el poder que poseen.

»Sólo hay una diferencia: en ese caso, el público es el juez supremo, que hoy aplaude y mañana quiere ver algo terrible sobre su ídolo en alguna revista de escándalos. Así pueden decir: "Pobre. Menos mal que yo no soy como él." Hoy lo adoran y mañana lo lapidan y lo crucifican sin el menor sentimiento de culpa.

13.37 horas

Al contrario que todas las chicas que habían llegado esa mañana al trabajo, y que intentan matar el aburrimiento de las cinco horas que separan el maquillaje y el peinado del momento del desfile con sus iPods y sus teléfonos móviles, Jasmine tiene los ojos clavados en otro libro. Un buen libro de poesía:

Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo,

y apenado por no poder tomar los dos

siendo un viajero solo, largo tiempo estuve de pie

mirando uno de ellos tan lejos como pude,

hasta donde se perdía en la espesura;

Entonces tomé el otro, imparcialmente,

y habiendo tenido quizá la elección acertada,

pues era tupido y requería uso;

aunque en cuanto a lo que vi allí

hubiera elegido cualquiera de los dos.

Y ambos esa mañana yacían igualmente,

¡oh, había guardado aquel primero para otro día!

Aun sabiendo el modo en que las cosas siguen adelante,

dudé si debía haber regresado sobre mis pasos.

Debo estar diciendo esto con un suspiro

de aquí a la eternidad:

dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,

yo tomé el menos transitado,

y eso hizo toda la diferencia.

Había escogido el camino menos transitado. Había pagado un alto precio, pero había merecido la pena. Las cosas llegaron en el momento oportuno. El amor llegó cuando más lo necesitaba, y seguía actualmente consigo. Hacía su trabajo por él, con él, para él. Mejor dicho: para ella.

En realidad Jasmine se llama Cristina. En su curriculum dice que fue descubierta por Anna Dieter en un viaje a Kenia, pero evitaba a propósito dar más detalles sobre eso, dejando en el aire la posibilidad de una infancia de sufrimiento y hambre en medio de conflictos civiles. En realidad, a pesar de su piel negra, había nacido en la tradicional ciudad de Amberes, en Bélgica, hija de padres que huyeron de los eternos conflictos entre las tribus hutus y tutsis, en Ruanda.

A los dieciséis años, durante un fin de semana en el que acompañaba a su madre para ayudarla en otro de sus interminables trabajos de limpieza, se les acercó un hombre que se presentó como fotógrafo.

—Su hija tiene una belleza única —dijo—. Me gustaría que pudiera trabajar conmigo de modelo.

—¿Ve usted esta bolsa que llevo? Está llena de productos de limpieza; trabajo día y noche para que pueda ir a un buen colegio y tenga un título en el futuro. Sólo tiene dieciséis años.

—Es la edad ideal —dijo el fotógrafo, tendiéndole su tarjeta a la chica—. Si cambia de idea, avíseme.

Siguieron caminando, pero la madre se dio cuenta de que su hija había guardado la tarjeta.

—No lo creas. Ése no es tu mundo; lo único que quieren es acostarse contigo.

El comentario sobraba; aunque las chicas de su clase se morían de envidia y los chicos hicieran todo lo posible por llevarla a una fiesta, era consciente de sus orígenes y de sus límites.

Siguió sin creérselo cuando le sucedió lo mismo una segunda vez. Acababa de entrar en una heladería cuando una mujer mayor que ella hizo un comentario sobre su belleza y le dijo que era fotógrafa de moda. La muchacha le dio las gracias, aceptó la tarjeta y le prometió llamarla, cosa que no tenía pensado hacer, aunque ése fuera el sueño de todas las chicas de su edad.

Como no hay nada que suceda sólo dos veces, tres meses después estaba mirando un escaparate de ropa carísima cuando una de las personas que había en la tienda salió y se dirigió a ella:

—¿Qué haces?

—La pregunta debería ser qué voy a hacer. Voy a estudiar veterinaria.

—No es el camino correcto. ¿No te gustaría trabajar con nosotros?

—No tengo tiempo para vender ropa. Cuando puedo, trabajo para ayudar a mi madre.

—No te estoy proponiendo que vendas nada. Me gustaría que hicieras un ensayo fotográfico con nuestra colección.

Esos encuentros no habrían sido más que recuerdos del pasado cuando fuera una mujer casada, con hijos, realizada en su profesión y en el amor, de no haber sido por un episodio sucedido pocos días después.

Estaba con varios amigos en una discoteca, bailando y contenta de estar viva, cuando un grupo de diez chicos entraron en el local gritando. Nueve de ellos llevaban palos en los que habían incrustado cuchillas de afeitar y gritaban para que todos se apartaran. El pánico invadió el lugar inmediatamente, la gente corría, Cristina no sabía muy bien qué hacer, aunque su instinto le decía que se quedara quieta y mirara hacia otro lado.

Pero no fue capaz de mover la cabeza, vio cómo el décimo chico se acercaba a uno de sus amigos, sacaba un puñal del bolsillo, lo agarraba por detrás y lo degollaba allí mismo. El grupo salió del mismo modo que había entrado, mientras el resto de las personas gritaban, corrían, se sentaban en el suelo y lloraban. Algunos se acercaron a la víctima para intentar socorrerla, aunque sabían que era demasiado tarde. Otros simplemente contemplaban la escena en estado de shock, como Cristina. Conocía al chico asesinado, sabía quién era el asesino, cuál el motivo del crimen (una pelea ocurrida en un bar poco antes de ir a la discoteca), pero parecía flotar en las nubes, como si todo fuera un sueño del que pronto despertaría sudando a mares, pero consciente de que las pesadillas se acaban.

No era un sueño.

Al cabo de pocos minutos estaba de vuelta en la Tierra, gritando para que alguien hiciera algo, gritando para que nadie hiciera nada, gritando sin saber por qué, y sus gritos hacían que los demás se pusieran más nerviosos todavía. El lugar se convirtió en un pandemónium, la policía acababa de entrar con las armas en la mano, médicos, detectives que pusieron a todos los jóvenes en fila contra una pared, comenzaron a interrogarlos de inmediato, les pidieron la documentación, el teléfono, la dirección. ¿Quién lo había hecho? ¿Por qué razón? Cristina no era capaz de decir nada. Retiraron el cadáver, cubierto con una sábana. Una enfermera la obligó a tomar una pastilla, explicándole que no podía conducir hasta su casa, que debía coger un taxi o un medio de transporte público.

Al día siguiente, bien temprano, sonó el teléfono de su casa. Su madre había decidido pasar el día con su hija, que parecía estar ausente del mundo. La policía insistió en hablar directamente con ella: debía presentarse en una comisaría antes de mediodía y preguntar por cierto inspector. La madre se negó. La policía la amenazó: no tenían elección.

Llegaron a la hora prevista. El inspector quería saber si conocía al asesino.

Las palabras de su madre todavía resonaban en su cabeza: «No digas nada. Somos inmigrantes, somos negros, ellos son blancos, ellos son belgas. Cuando salgan de prisión, irán a por ti.»

Other books

His Secret by Ann King
Malice by Lisa Jackson
Influx by Kynan Waterford
In Persuasion Nation by George Saunders
The Wooden Chair by Rayne E. Golay
Asking for Trouble by Mary Kay McComas