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Authors: Paulo Coelho

El vencedor está solo (8 page)

BOOK: El vencedor está solo
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El «amigo» se ríe:

—Deberías hacer una película sobre esto —comenta.

«Otro más. No piensan en otra cosa. No saben lo que hago, aunque siempre están conmigo. Yo no hago películas.»Una película siempre empieza con alguien que ya pertenece al sector, el llamado productor. Ha leído un libro o ha tenido una idea brillante mientras conducía por las carreteras de Los Ángeles, que en realidad es un gran suburbio en busca de una ciudad. Pero está solo en el coche y tiene ganas de convertir esa brillante idea en algo que se pueda ver en la pantalla.

Averigua si los derechos del libro están disponibles. Si la respuesta es negativa, va en busca de otro producto; al fin y al cabo, se publican alrededor de trescientos mil títulos al año sólo en Estados Unidos. Si la respuesta es afirmativa, llama directamente al autor y le hace la oferta más baja posible, que generalmente es aceptada porque no es sólo a los actores y a las actrices a quienes les gusta estar asociados a la máquina de los sueños: todo autor se siente más importante cuando sus palabras se transforman en imágenes.

Quedan para comer. El productor dice que está ante una «obra de arte, totalmente cinematográfica» y que el escritor es un «genio que merece ser reconocido». El escritor explica que ha pasado cinco años trabajando en ese texto, y le pide participar en el guión. «No debes, porque es un lenguaje diferente —es la respuesta—. Pero te va a gustar el resultado. —Y añade—: La película será fiel al texto.» Lo cual es una total y absoluta mentira, algo que ambos saben.

El escritor piensa que tiene que aceptar las condiciones que le propongan, y se dice que la próxima vez será diferente. Así que acepta.

El productor le comenta que es necesario asociarse a un gran estudio para la financiación del proyecto. Dice que conseguirá a tal famoso y a tal otro para los papeles principales (lo cual es otra mentira total y absoluta, pero que se repite siempre, y que siempre resulta a la hora de convencer a alguien). Compra la llamada «opción», es decir, paga alrededor de diez mil dólares para tener los derechos durante tres años. ¿Y qué pasa después? «Bueno, pagaremos diez veces esa cantidad, y tú tendrás derecho al 2 por ciento del beneficio neto.» Con eso termina la parte económica de la conversación, ya que el escritor cree que va a ganar una fortuna con parte de los beneficios.

Si hubiera preguntado a sus amigos, sabría que los contables de Hollywood poseen la rara habilidad de hacer que una película jamás tenga un saldo positivo.

La comida termina cuando el productor saca un inmenso contrato del bolsillo y pregunta si pueden firmarlo en ese momento, para que el estudio sepa que realmente tiene el producto en sus manos. El escritor, pensando en el porcentaje (inexistente) y en la posibilidad de ver su nombre en la fachada de un cine (también inexistente, pues como máximo conseguirá una línea en los títulos de crédito, «basada en el libro de...»), firma sin pensarlo mucho. Vanidad de las vanidades, todo es vanidad, y no hay nada nuevo bajo el sol, ya lo decía Salomón hace más de tres mil años.

El productor empieza a llamar a las puertas de los estudios. Ya es relativamente conocido, así que algunas de ellas se abren, pero no siempre aceptan su sugerencia. En ese caso, ni siquiera se toma la molestia de llamar al escritor para comer otra vez con él; le envía una carta en la que le dice que, a pesar del entusiasmo, la industria cinematográfica todavía no entiende ese tipo de historias, y le devuelve el contrato (que él no ha firmado, por supuesto).

Si la propuesta es aceptada, el productor se dirige a la persona más baja y menos cara de la jerarquía: el guionista, el que va a pasar días, semanas o meses escribiendo varias veces la idea original o la adaptación del libro para la pantalla. Los guiones son enviados al productor (nunca al autor del libro), que tiene por costumbre rechazar automáticamente el primer borrador, seguro de que el guionista puede hacerlo mejor. Luego, más semanas y meses de café, insomnio y sueño para el joven talento (o viejo profesional, no hay término medio) que rehace cada una de las escenas, que son rechazadas o modificadas por el productor (el guionista se pregunta: «Si sabe escribir mejor que yo, ¿por qué no lo hace él mismo?» Pero en ese momento piensa en su sueldo y vuelve al ordenador sin quejarse demasiado).

Finalmente, el texto está casi listo: en ese momento, el productor pide que se retiren las referencias políticas que puedan ocasionar problemas ante un público más conservador, que se añadan más besos porque a las mujeres les gustan. Que la historia tenga presentación, nudo y desenlace, y un héroe que provoque las lágrimas del público con su sacrificio y su dedicación. Que alguien pierda a la persona amada al principio de la película y la vuelva a encontrar al final. En el fondo, la gran mayoría de los guiones se pueden resumir con una simple línea: Un hombre ama a una mujer. El hombre pierde a la mujer. El hombre recupera a la mujer. El 90 por ciento de las películas son variaciones de esta misma línea. Las películas que huyen de esta regla tienen que tener mucha violencia para compensar, o muchos efectos especiales para agradar al público. Y la fórmula, comprobada ya miles de veces, es la que siempre triunfa; por tanto, es mejor no correr riesgos.

Una vez que tiene una historia bien escrita, ¿a quién se dirige el productor?

Al estudio que ha financiado el proyecto. Pero el estudio tiene una ristra de películas que colocar en las cada vez más escasas salas de cine del mundo. Le piden que espere un poco, o que se busque un distribuidor independiente, no sin que antes el productor firme otro largo contrato (que incluso prevé derechos exclusivos para «fuera del planeta Tierra») haciéndose responsable del dinero invertido.

«Y es en ese momento cuando entra en escena gente como yo.» El distribuidor independiente, que puede andar por la calle sin que lo reconozcan, aunque en las fiestas del sector siempre saben quién es. La persona que no descubrió el tema, que no siguió el guión, que no ha invertido ni un céntimo.

Javits es el intermediario. ¡Es el distribuidor!

Recibe al productor en su pequeño despacho (el hecho de tener un avión grande, una casa con piscina, de recibir invitaciones para todo lo que sucede en el mundo es exclusivamente para su propia comodidad; el productor ni siquiera merece agua mineral). Coge el DVD con la película, la lleva para casa. Ve los cinco primeros minutos. Si le gusta, sigue hasta el final, pero eso sólo sucede una vez de cada cien nuevos productos presentados. En ese caso, gasta diez céntimos en una llamada telefónica y le pide al productor que vuelva a presentarse en tal fecha, a tal hora.

«Firmamos un acuerdo —dice, como si le estuviera haciendo un gran favor—. La distribuyo yo.»El productor intenta negociar. Quiere saber en cuántas salas de cine, en cuántos países del mundo, cuáles son las condiciones. Preguntas absolutamente inútiles, porque ya sabe lo que va a oír: «Depende de las primeras reacciones del público de prueba.» El producto se muestra al público seleccionado entre todas las escalas sociales, gente escogida a dedo por compañías de encuestas especializadas. El resultado es analizado por profesionales. Si es positivo, se gastan otros diez céntimos en una llamada telefónica y, al día siguiente, Javits lo recibe con tres copias de otro larguísimo contrato. El productor pide tiempo para que su abogado lo lea. Javits dice que no tiene nada en contra de eso, pero como tiene que cerrar el programa de la temporada, no le puede garantizar que, al volver, no haya otra película en el circuito.

El productor sólo lee la cláusula en la que dice cuánto va a ganar. Se da por satisfecho con lo que ve y firma. No quiere perder esa oportunidad.

Ya han pasado muchos años desde que se sentó con el escritor para hablar del tema, y olvida que ahora está en la misma situación que él.

Vanidad de las vanidades, todo es vanidad, y no hay nada nuevo bajo el sol, ya lo decía Salomón hace más de tres mil años.

Mientras observa el recinto lleno de invitados, Javits vuelve a preguntarse qué está haciendo allí. Controla más de quinientas salas de cine de Estados Unidos, tiene contrato de exclusividad con otras cinco mil en el resto del mundo, que están obligadas a comprar todo lo que él les ofrezca, aunque a veces no dé resultado. Saben que una simple película con buena taquilla puede compensar con creces otras cinco que no hayan tenido el público suficiente. Dependen de Javits, el raegadistribuidor independiente, el héroe que consiguió romper el monopolio de los grandes estudios y convertirse en una leyenda del sector.

Nunca se han preguntado cómo lo consiguió; mientras les siga ofreciendo un gran éxito por cada cinco fracasos (la media de los grandes estudios era un gran éxito por cada nueve fracasos), esa pregunta no tiene la menor importancia.

Pero Javits sabe por qué consiguió tener tanto éxito. Y por eso nunca sale sin sus dos «amigos», que en ese momento se encargan de atender llamadas, concertar reuniones, aceptar invitaciones. Aunque ambos tienen un físico razonablemente normal, lejos de la corpulencia de los gorilas que están en la puerta, valen por un ejército. Se entrenaron en Israel, sirvieron en Uganda, Argentina y Panamá. Mientras uno se concentra en el móvil, el otro mueve incesantemente los ojos, memorizando cada persona, cada movimiento, cada gesto. Se relevan en las tareas, de la misma manera que lo hacen los traductores simultáneos y los controladores aéreos; la habilidad requiere un descanso cada quince minutos.

¿Qué está haciendo en ese «almuerzo»? Podría haberse quedado en el hotel intentando dormir, ya está harto de que lo adulen, de que lo elogien, y de tener que decir cada vez, sonriente, que no le den una tarjeta de visita porque la pierde. Cuando insisten, les pide amablemente que hablen con alguna de sus secretarias (debidamente hospedadas en otro hotel de lujo en la Croisette, sin derecho a dormir, siempre atentas al teléfono que no deja de sonar, respondiendo siempre a los correos electrónicos de salas de cine de todo el mundo, que llegan junto a propuestas para alargarse el pene o para tener orgasmos múltiples, a pesar de todos los filtros contra mensajes indeseables). Según el gesto que él haga con la cabeza, uno de sus dos asistentes le da la dirección y el teléfono de la secretaria, o dice que en ese momento se le han acabado las tarjetas de visita.

¿Qué está haciendo en ese «almuerzo»? Es hora de estar durmiendo en Los Ángeles, aunque hubiese llegado muy tarde de una fiesta. Javits conoce la respuesta, pero no quiere aceptarla: tiene miedo a estar solo. Siente envidia del hombre que llegó temprano y se puso a beber un zumo, con la mirada distante, aparentemente relajado, sin grandes preocupaciones por parecer ocupado o importante. Decide invitarlo a tomar algo con él. Pero entonces se da cuenta de que ya no está.

En ese momento, siente un pinchazo en la espalda.

«Mosquitos. Es por eso por lo que detesto las fiestas en la arena.»Cuando va a rascarse la picadura, saca de su cuerpo un pequeño alfiler. Menuda broma estúpida. Mira hacia atrás y, a una distancia de aproximadamente dos metros, con varios invitados entre ellos, un negro con el pelo típico de Jamaica se ríe a carcajadas, mientras que un grupo de mujeres lo observan con respeto y deseo.

Está demasiado cansado para aceptar la provocación. Mejor dejar que el negro se haga el gracioso, es todo cuanto tiene en la vida para impresionar a los demás.

—Idiota.

Sus dos compañeros de mesa reaccionan ante el súbito cambio de posición del hombre que deben proteger por 435 dólares al día. Uno de ellos se lleva la mano hasta el hombro derecho, donde lleva un arma automática en una cartuchera imposible de ver por fuera del traje. El otro se levanta, discretamente (después de todo, están en una fiesta), y se coloca entre el negro y su jefe.

—No es nada —dice Javits—, Sólo una broma.

Le enseña el alfiler.

Esos dos idiotas están preparados para ataques con armas de fuego, puñales, agresiones físicas, amenazas de atentados. Son siempre los primeros en entrar en su habitación del hotel, listos para disparar si fuera necesario. Adivinan cuándo alguien va armado (lo que es común en muchas ciudades del mundo) y no bajan la guardia hasta que la persona en cuestión demuestra que no es una amenaza. Cuando Javits cogía un ascensor, quedaba aplastado entre los dos, que juntaban sus cuerpos para formar una especie de pared. Nunca los había visto sacar las pistolas, porque una vez que eso sucede, disparan; generalmente resolvían cualquier problema con una mirada o con una conversación tranquila.

¿Problemas? Nunca había tenido ninguno desde que sus «amigos» trabajaban para él. Como si la simple presencia de ambos fuera suficiente para apartar a los malos espíritus y las malas intenciones.

—Ese hombre... Uno de los primeros en llegar, el que se sentó solo en esa mesa —dice uno—. Iba armado, ¿verdad?

El otro murmura algo como «posiblemente». Pero ya hacía tiempo que había desaparecido de la fiesta por la puerta principal. Y había estado vigilado todo el tiempo, porque no sabían hacia adonde se dirigían sus ojos detrás de las gafas oscuras que llevaba.

Se relajan. Uno vuelve a encargarse del teléfono, el otro fija su mirada en el negro jamaicano, que le devuelve la mirada sin miedo alguno. Hay algo extraño en ese hombre; si volviera a hacer algo, a partir de ese día necesitaría dentadura postiza. Se haría todo con la máxima discreción posible, en la arena, lejos de las miradas de todo el mundo, y sólo uno de ellos, mientras el otro se quedaría esperando con el dedo en el gatillo. Provocaciones como ésa pueden ser un simple disfraz, cuyo único objetivo consiste en apartar a los guardaespaldas de la víctima. Ya estaban acostumbrados a ese viejo truco.

—¿Todo bien?

—No, no va todo bien. Llamad a una ambulancia. No puedo mover la mano.

12.44 horas

¡Qué suerte!

Lo esperaba todo esa mañana, menos reunirse con el hombre que —estaba segura— iba a cambiarle la vida. Pero él está ahí, con su aspecto descuidado de siempre, sentado con dos amigos, porque los poderosos no necesitan nada para demostrar de lo que son capaces. Ni siquiera llevan guardaespaldas.

Según Maureen, las personas en Cannes se pueden dividir en dos categorías:

a) Las bronceadas, que se pasan todo el día tomando el sol (porque eventualmente ya son ganadores), utilizan una tarjeta identificativa exigida en las áreas restringidas del festival. Cuando llegan a sus hoteles, hay varias invitaciones esperándolas (la gran mayoría de las cuales acaban en la papelera).

b) Las pálidas, que van de un despacho oscuro al siguiente, haciendo pruebas, asistiendo a cosas geniales que se perderían debido al exceso de ofertas, o tolerando verdaderos horrores que podrían otorgarles un lugar en el sol (entre las bronceadas), porque tenían el contacto adecuado con la persona indicada.

BOOK: El vencedor está solo
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