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Authors: Paulo Coelho

El vencedor está solo (3 page)

BOOK: El vencedor está solo
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Mientras pasea, Igor se encuentra a una chica que coloca su mercancía en la acera, frente a un banco, piezas de bisutería artesanales de gusto discutible.

Sí, ella es el sacrificio. Ella es el mensaje que debe enviar, y que sin duda será entendido en cuanto llegue a su destino. Antes de acercarse, la contempla con ternura; ella no sabe que dentro de un rato, si todo sale bien, su alma estará vagando por las nubes, libre para siempre de ese trabajo estúpido que jamás le permitirá realizar sus sueños.

—¿Cuánto valen? —pregunta en un francés fluido.

—¿Cuál quiere?

—Todas.

La chica, que no debe de tener más de veinte años, sonríe.

—No es la primera vez que me lo proponen. La siguiente frase será: «¿Quieres dar un paseo conmigo? Eres demasiado bonita para estar aquí, vendiendo estas cosas. Soy...»

—... no, no soy. No trabajo en el cine. Y no te voy a convertir en actriz ni a cambiarte la vida. Tampoco me interesa lo que vendes. Todo lo que necesito es hablar, y podemos hacerlo aquí mismo.

La chica mira hacia otro lado.

—Son mis padres los que hacen este trabajo, y estoy orgullosa de lo que hago. Algún día pasará alguien y reconocerá el valor de estas piezas. Por favor, siga adelante, no le será difícil encontrar a alguien que escuche lo que tenga que decir.

Igor saca un fajo de billetes del bolsillo y lo pone gentilmente al lado de ella.

—Perdóname la grosería. Sólo lo he dicho para que bajaras el precio. Mucho gusto, me llamo Igor Malev. Llegué ayer de Moscú y aún estoy confuso por la diferencia horaria.

—Mi nombre es Olivia —dice la chica, fingiendo creerse la mentira.

Sin pedirle permiso, se sienta a su lado en el banco. Ella se aparta un poco.

—¿De qué quiere hablar?

—Coge los billetes primero.

Olivia duda, pero tras echar un vistazo alrededor, se da cuenta de que no tiene razón alguna para sentir miedo. Los coches empiezan a circular por el carril abierto, algunos jóvenes se dirigen a la playa, una pareja de ancianos se aproxima por la acera. Mete el dinero en el bolsillo sin contarlo; la vida le ha dado la experiencia necesaria como para saber que es suficiente.

—Gracias por aceptar mi regalo —responde el ruso—. ¿De qué quiero hablar? En verdad, de nada muy importante.

—Debe de estar aquí por alguna razón. Nadie visita Cannes en una época en la que la ciudad resulta insoportable para sus habitantes y también para los turistas.

Igor mira el mar, y enciende un cigarrillo.

—Fumar es malo.

Él ignora el comentario.

—¿Para ti cuál es el sentido de la vida? —pregunta.

—Amar.

Olivia sonríe. Es una manera perfecta de comenzar el día, hablando de cosas más profundas que el precio de cada pieza de artesanía, o de la manera en que se viste la gente.

—¿Y para usted cuál es?

—Sí, amar. Pero un día pensé que también era importante tener el dinero suficiente para demostrarles a mis padres que era capaz de vencer. Lo he conseguido y hoy se sienten orgullosos de mí. Encontré a la mujer perfecta, formé una familia, me habría gustado tener hijos, honrar y temer a Dios. Sin embargo, los hijos no llegaron.

Olivia pensó que sería muy indiscreto preguntar por qué. El hombre, de unos cuarenta años, que habla en un perfecto francés, continúa:

—Pensamos en adoptar a un niño. Estuvimos dos o tres años pensándolo. Pero la vida empezó a complicarse: viajes, fiestas, reuniones, negocios...

—Cuando se sentó usted aquí para hablar, pensé que sería otro de esos millonarios excéntricos en busca de una aventura. Pero me alegra hablar sobre estas cosas.

—¿Piensas en tu futuro?

—Sí, y creo que mis sueños son los mismos que los suyos. Por supuesto, deseo tener hijos...

Hizo una pausa. No quería herir al compañero que había aparecido de una forma tan inesperada.

—...si es posible, claro. A veces, Dios tiene otros planes.

Él parece no haber prestado atención a su respuesta.

—¿Al festival sólo vienen millonarios? —dice.

—Millonarios, gente que piensa que lo es, o gente que quiere serlo. Durante estos días, esta parte de la ciudad parece un hospicio, todos se comportan como si fueran importantes, salvo la gente que realmente lo es; ésos son más amables: no tienen que demostrarle nada a nadie. No siempre compran lo que tengo para vender, pero al menos sonríen, dicen algo agradable y me miran con respeto. Y usted, ¿qué está haciendo aquí?

—Dios creó el mundo en seis días, pero ¿qué es el mundo? Es aquello que tú o yo vemos. Cada vez que alguien muere se destruye una parte del universo. Todo lo que ese ser humano ha sentido, probado y contemplado desaparece con él, de la misma manera que las lágrimas desaparecen con la lluvia.

—«Como lágrimas en la lluvia»... Vi una película en la que decían esa frase. No recuerdo cuál.

—No he venido para llorar. He venido para enviar mensajes a la mujer que amo, y para eso, tengo que aniquilar algunos universos o mundos.

En vez de asustarse con el comentario, Olivia se ríe. Realmente, ese hombre guapo, bien vestido, que habla francés fluidamente, no parece tener nada de loco. Estaba harta de oír siempre los mismos comentarios: eres muy guapa, podrías vivir mejor, cuál es el precio de esto, cuánto vale aquello, es carísimo, voy a dar una vuelta y vuelvo más tarde (lo que nunca sucedía, por supuesto), etc. Al menos, el ruso tenía sentido del humor.

—¿Y por qué destruir el mundo?

—Para reconstruir el mío.

Olivia puede intentar consolar a la persona que está a su lado, pero tiene miedo de oír la famosa frase: «Me gustaría que le dieses sentido a mi vida», con lo que se acabaría la conversación, ya que ella tenía otros planes para el futuro. Además, sería absurdo por su parte tratar de enseñarle a un hombre mayor que ella y de más éxito cómo superar sus dificultades.

La única salida era intentar saber más sobre su vida. Después de todo, él le había pagado —y bien— por su tiempo.

—¿Cómo pretende hacerlo?

—¿Sabes algo sobre los sapos?

—¿Sapos?

Él continúa:

—Varios estudios biológicos demuestran que si metemos un sapo en un recipiente con la misma agua de su charca, permanece inmóvil mientras calentamos el líquido. El sapo no reacciona ante el aumento gradual de la temperatura ni los cambios de ambiente; muere cuando el agua hierve, hinchado y feliz.

»Sin embargo, si metemos otro sapo en ese recipiente con el agua ya hirviendo, salta inmediatamente fuera. Medio cocido, aunque vivo.

Olivia no entiende muy bien qué tiene eso que ver con la destrucción del mundo. Igor prosigue:

—Yo me he comportado como un sapo hervido. No me di cuenta de los cambios. Pensaba que todo iba bien, que los problemas se solucionarían, que sólo era una cuestión de tiempo. Estuve a punto de morir porque perdí lo más importante de mi vida: en vez de reaccionar, me quedé flotando, apático, en el agua que se calentaba minuto a minuto.

Olivia se arma de valor y hace la pregunta:

—¿Qué perdió?

—En realidad, no lo perdí; hay momentos en los que la vida separa a determinadas personas sólo para que entiendan lo importante que son la una para la otra. Digamos que anoche vi a mi mujer con otro hombre. Sé que ella desea volver, que aún me ama, pero no tiene el valor para dar ese paso. Hay sapos hervidos que todavía piensan que lo fundamental es la obediencia, no la competencia: manda el que puede, y obedece el que tiene juicio. Y en todo eso, ¿dónde está la verdad? Es mejor salir medio chamuscado de una situación, pero vivo y listo para reaccionar.

»Y estoy seguro de que tú puedes ayudarme en esa tarea.

Olivia piensa qué le pasa por la cabeza al hombre que está a su lado. ¿Cómo alguien podía abandonar a una persona que parecía tan interesante, capaz de hablar sobre cosas que ella nunca había oído? En fin, el amor no tiene lógica; a pesar de su corta edad, lo sabe. Su novio, por ejemplo, es capaz de hacer cosas brutales, de vez en cuando le pega sin motivo, y aun así ella no puede pasar un día entero lejos de él.

¿De qué estaban hablando? De sapos. De que ella podía ayudarlo. Obviamente, no puede, así que es mejor cambiar de tema.

—¿Cómo pretende destruir el mundo?

Igor señala el único carril libre de la Croisette.

—Supongamos que no quiero que vayas a una fiesta, pero no puedo decírtelo directamente. Si esperara a la hora del atasco y detuviera un coche en mitad de esta calle, al cabo de diez minutos toda la avenida frente a la playa estaría colapsada. Los conductores pensarían: «Debe de haber habido un accidente», y tendrían algo de paciencia. Al cabo de quince minutos, la policía llegaría con una grúa para remolcar el coche.

—Eso ya ha sucedido cientos de veces.

—Sí, pero antes yo habría salido del coche y habría esparcido clavos y objetos cortantes por el suelo. Con mucho cuidado, sin que nadie se diera cuenta. Habría tenido la paciencia necesaria para pintar todos esos objetos de negro, para que se confundieran con el asfalto. En el momento en que la grúa se acercara, se le pincharían las ruedas. Y entonces tendríamos dos problemas, el embotellamiento llegaría ya a las afueras de esta pequeña ciudad, donde posiblemente vives tú.

—Una idea muy creativa, pero como máximo iba a conseguir que me retrasara una hora. Esta vez fue Igor el que sonrió.

—Bueno, podría reflexionar durante algunas horas sobre cómo prolongar el problema: cuando la gente se acercara a ayudar, por ejemplo, yo lanzaría una pequeña bomba lacrimógena debajo de la grúa. Todos se asustarían. Me metería en el coche fingiendo desesperación y pondría en marcha el motor, al mismo tiempo que dejaba caer un poco de la carga del mechero en la tapicería del coche y prendía fuego. Tendría tiempo de salir y contemplar la escena: el coche ardiendo poco a poco, el fuego llegando al depósito del combustible, la explosión, que alcanza al vehículo de atrás..., la reacción en cadena. Todo eso utilizando un coche, unos clavos, una bomba lacrimógena que se puede comprar en cualquier tienda, un pequeño bote de gas para recargar mecheros...

Igor saca un tubo de ensayo del bolsillo con un poco de líquido dentro.

—... del mismo tamaño que esto. Es lo que debería haber hecho cuando vi que Ewa iba a marcharse. Retrasar su decisión, hacer que lo pensara un poco más, que midiera las consecuencias. Cuando la gente reflexiona sobre las decisiones que tiene que tomar, normalmente acaba desistiendo; hay que tener mucho valor para dar determinados pasos.

»Pero fui orgulloso, pensé que era temporal, que se daría cuenta. Estoy seguro de que ahora está arrepentida, y desea volver. Pero para eso es necesario que yo destruya algunos mundos.

Su expresión ha cambiado, y a Olivia ya no le hace ninguna gracia la historia. Se levanta.

—Bueno, tengo que trabajar.

—Pero te he pagado para que me escucharas. He pagado suficiente por todo tu día de trabajo.

Ella mete la mano en el bolsillo para sacar lo que le había dado y en esc momento ve la pistola apuntando a su cara.

—Siéntate.

Su primer impulso fue correr. La pareja de ancianos se acercaba lentamente.

—No corras —dice él, como si pudiera leer sus pensamientos.

—No tengo la menor intención de disparar, si te sientas y me escuchas hasta el final. Si no haces nada, sino simplemente me obedeces, te juro que no dispararé.

Por la cabeza de Olivia desfilan rápidamente una serie de alternativas: correr en zigzag era la primera de ellas, pero se da cuenta de que le tiemblan las piernas.

—Siéntate —repite el hombre—. No te dispararé si haces lo que te digo. Te lo prometo.

Sería una locura disparar esa arma en una mañana soleada, con coches pasando por la calle, gente yendo a la playa, con el tráfico cada vez más denso, más gente que anda por la acera. Es mejor hacer lo que le dice el hombre, simplemente porque no puede reaccionar de otra forma; está al borde del desmayo.

Obedece. Ahora tiene que convencerlo de que no supone una amenaza para ella, escuchar sus lamentos de marido abandonado, prometer que no ha visto nada y, en cuanto aparezca un policía haciendo su ronda habitual, arrojarse al suelo y pedir ayuda.

—Sé exactamente lo que sientes —la voz del hombre intenta calmarla—. Los síntomas del miedo son los mismos desde siempre. Era así cuando los seres humanos se enfrentaban a los animales salvajes, y sigue siendo así hoy en día: la sangre desaparece de la cara y de la epidermis, protegiendo el cuerpo y evitando el sangrado, de ahí la sensación de palidez. Los intestinos se aflojan y lo sueltan todo para evitar que sustancias tóxicas contaminen el organismo. El cuerpo rechaza moverse en un primer momento para no provocar a la fiera, evitar que ataque ante cualquier movimiento sospechoso.

«Todo esto es un sueño», piensa Olivia. Se acuerda de sus padres, de que en realidad deberían estar ahí esa mañana, pero se habían pasado la noche trabajando en la bisutería porque el día iba a ser movido. Hace algunas horas estaba haciendo el amor con su novio, el que creía que era el hombre de su vida, aunque a veces abusase de ella. Ambos tuvieron un orgasmo simultáneo, lo que no sucedía desde hacía mucho tiempo. Después de desayunar, decidió no ducharse como siempre porque se sentía libre, llena de energía, contenta con la vida.

«No, esto no está sucediendo. Mejor mostrar calma.»

—Vamos a hablar. Ha comprado usted toda la mercancía, y vamos a hablar. No me he levantado para marcharme.

Él apoya discretamente el cañón del arma en las costillas de la chica. La pareja de ancianos pasa por su lado, mirándolos, sin percatarse de nada. Ahí está la hija del portugués, como siempre intentando impresionar a los hombres con sus cejas tupidas y su sonrisa infantil. No era la primera vez que la veían con un extraño, que por su ropa parecía ser rico.

Olivia los mira fijamente, como si su mirada pudiera decir algo. El hombre que está a su lado dice con voz alegre:

—¡Buenos días!

La pareja se aparta sin pronunciar palabra; no suelen hablar con extraños, ni saludar a las vendedoras ambulantes.

—Sí, vamos a hablar —el ruso rompió el silencio—. No voy a hacer nada de eso con el tráfico, sólo era un ejemplo. Mi mujer sabrá que estoy aquí en cuanto empiece a recibir los mensajes. No voy a hacer lo más obvio, que es intentar encontrarla: necesito que venga hasta mí.

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