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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (12 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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Las hordas de fugitivos llevaban varios días avanzando por aquel camino. Habían abierto una cicatriz en el rostro de la tierra, una larga serpiente de barro pisoteado de casi un tercio de legua de anchura, cubriendo el estrecho sendero original que había sido la ruta hacia el oeste. La lluvia llenaba las fracturas del suelo, convirtiéndolo en algo parecido a la cola líquida. A lo largo del camino se veían cadáveres parcialmente sumergidos cada pocas yardas; el número de refugiados empezaba a reducirse. Personas que habían huido de Aekir sin nada más que lo puesto tiritaban y se estremecían mientras avanzaban hacia el dudoso refugio de las líneas torunianas. Los mayores y los más jóvenes fueron los primeros en caer; la mayor parte de los cadáveres junto a los que Corfe había pasado eran de niños y ancianos.

Aquí y allá podía verse la silueta angular de un carro volcado, hundiéndose en el barro, con el esqueleto de una mula o un par de bueyes tumbados entre las varas. Los refugiados ya se habían llevado la carne, dejando los esqueletos limpios, de modo que los huesos relucían pálidos bajo la incesante lluvia.

Se oyeron gritos a lo lejos, entre la niebla causada por la lluvia. Había una pelea delante, a juzgar por el sonido. Corfe oyó la voz de un anciano gritando de dolor, y el ruido de golpes. No apresuró el paso, sino que siguió andando con el mismo ritmo fatigado. Había visto una veintena de incidentes parecidos desde la salida de Aekir; eran tan poco dignos de atención como la lluvia.

Pero de repente se encontró en mitad de la algarada. Un anciano, con la ropa ennegrecida por el barro y el rostro cubierto de horribles cicatrices, apareció entre la niebla tambaleándose con una mano tendida delante de él como si tanteara el camino a través del aire húmedo. Su otra mano apretaba algo contra su pecho. Media docena de siluetas lo perseguían, gruñendo e intercambiando gritos.

El anciano tropezó y cayó en el barro cuan largo era. Durante un segundo, permaneció tendido como inconsciente; luego empezó a moverse débilmente. Cuando levantó la cabeza, Corfe vio que le habían arrancado los ojos. Eran dos agujeros oscuros, cubiertos de costras y llenos de barro y lluvia.

Sus perseguidores se hicieron más visibles; un grupo de hombres de mala catadura y ojos enloquecidos. Llevaban garrotes y puñales. Uno de ellos tenía una pica con el asta rota. Pinchó al anciano con el extremo astillado.

—Vamos, abuelo, danos eso tan bonito y tal vez te dejaremos vivir. De todos modos, te servirá de bien poco. Nunca volverás a ver su brillo.

El anciano trató de arrodillarse, pero el barro lo entorpecía. Su respiración brotaba en ásperos jadeos.

—Os lo ruego, hijos míos —gimió—, en nombre del bendito Santo, dejadme en paz. —Corfe pudo ver que, colgado de una cadena en torno a su cuello arrugado, el anciano llevaba el símbolo, en forma de A, de unas manos en posición de plegaria, el distintivo de un clérigo ramusiano. Estaba sucio de barro, pero el resplandor amarillo del oro y las piedras preciosas era perceptible a través de la suciedad.

—Como tú quieras, maldito Cuervo.

Los hombres se acercaron a la figura tendida como buitres avanzando hacia el cadáver de un animal. El cuerpo del anciano empezó a sacudirse arriba y abajo mientras trataban de arrancarle la cadena del cuello.

Corfe estaba a la altura de la trifulca. Podía hacerse a un lado y continuar su camino o seguir andando hacia aquellos hombres. Se detuvo, vacilante, furioso consigo mismo por preocuparse por aquello.

El anciano emitió un gemido de angustia cuando la cadena se rompió. Los hombres se echaron a reír, y uno de ellos la sostuvo en alto como un trofeo.

—Malditos sacerdotes —dijo, y pateó al hombre en las costillas—. Siempre lleváis oro encima, incluso cuando todo lo que os rodea es ruina y matanza.

—Córtale su cuello de santo, Pardal —dijo uno de los hombres—. Debería haberse quedado para arder con su preciosa ciudad santa.

El hombre llamado Pardal se inclinó con un brillo de acero en el puño. El anciano gimió de impotencia.

—Ya basta, muchachos —se oyó decir Corfe, exactamente como si estuviera en los barracones interrumpiendo una pelea.

Los hombres se detuvieron. Su víctima movió unos párpados arrugados sobre los agujeros ensangrentados. Tenía un lado de la cara negro como un merduk a causa del barro.

—¿Quién eres?

—Sólo un viajero, como vosotros. ¿No ha habido ya bastantes muertos estos días, sin que vosotros añadáis más? Dejad en paz al viejo. Ya tenéis lo que queríais.

Los hombres lo observaron con curiosidad y cautela.

—¿Qué eres tú, un Caballero Militante? —preguntó uno de ellos.

—No —dijo otro—. ¿No veis su sable? Es el arma de los hombres de Mogen. Es un toruniano.

El hombre llamado Pardal se enderezó.

—Los torunianos murieron con Mogen o con Lejer. Le habrá robado ese pincho a algún cadáver.

—¿Qué otras cosas creéis que lleva? —preguntó otro con aire avaricioso. Los hombres gruñeron y se situaron en línea frente a Corfe. Eran seis.

Corfe desenvainó el pesado sable con un movimiento fluido.

—¿Quién será el primero en averiguar si soy o no un hombre de Mogen? —preguntó. El sable danzó en su mano. Plantó bien los pies en el pegajoso barro.

Los hombres lo observaron con aire incierto, y uno de ellos dijo:

—¿Qué llevas en la bolsa, amigo?

Corfe palmeó la bolsa que colgaba de su cinturón, sonriendo, y contestó la verdad: —Medio nabo.

—Pásalo hacia aquí, y puede que no te cortemos la polla.

—Ven tú a buscarlo, pedazo de mierda amarilla.

Los seis se detuvieron de nuevo. La avaricia y el miedo libraban una batalla curiosa en sus expresiones. Entonces uno de ellos gritó:

—¡A por él! —Los hombres se echaron sobre Corfe con las armas levantadas.

Corfe se hizo a un lado. Se arremolinaron sobre él, como había esperado. Un pinchazo con la punta del sable hizo que uno de ellos se echara hacia atrás, para resbalar y caer en el barro. Mientras retiraba la espada, Cofre clavó el pesado puño de cazoleta en otro de sus rostros. La punta corta de la empuñadura desgarró la nariz del hombre con un chorro de sangre oscura, y el atacante se apartó con un grito.

Corfe dio la vuelta… demasiado despacio. Un garrote lo alcanzó justo encima de la oreja, arañándole el cráneo y arrancándole algo de piel y cabello. Apenas sintió el impacto, pero se agachó y golpeó la rodilla del hombre, sintiendo en el antebrazo el chasquido de hueso y cartílago cuando la afilada hoja destrozó la articulación.

Recuperó el sable y el hombre cayó, haciendo tropezar a otro. Corfe golpeó la nuca del que había tropezado, vio que la carne se abría y volvió a sentir la familiar sacudida cuando el sable atravesó el hueso.

Ninguno más le atacó. Corfe permaneció con la espada levantada en posición de defensa, sin apenas jadear. La cabeza le retumbaba y notaba la hinchazón ardiente del golpe que había recibido, pero se sentía ligero como un vilano de cardo. Una carcajada le vibraba en la garganta como un pájaro atrapado y enloquecido.

Un hombre había muerto, con la cabeza unida al cuerpo sólo por el brillo húmedo de su tráquea. Otro estaba sentado sosteniendo su rodilla destrozada y gimiendo. Un tercero tenía las dos manos apretadas contra el agujero de su cara. Los otros tres miraron a Corfe con aire sombrío.

—El bastardo es un toruniano después de todo —dijo uno de ellos con repugnancia—. ¿No es cierto? —preguntó a Corfe. Corfe asintió.

—Entonces te dejaremos con tu Cuervo, toruniano. Que disfrutéis mucho juntos.

Ayudaron a incorporarse al tullido y desaparecieron en la cortina de lluvia, uniéndose a las otras siluetas anónimas que avanzaban penosamente hacia el oeste. La sangre del hombre muerto oscurecía el barro picado por la lluvia. Corfe se sintió extrañamente deprimido. En un destello de introspección, comprendió que había deseado morir y dejar su propio cadáver en aquel suelo revuelto. La idea lo dejó sin fuerzas. Dejó caer los hombros, y envainó el sable sin limpiarlo. Volvía a estar solo, con la lluvia, el barro y las sombras pasando junto a él.

Otra silueta avanzaba hacia él: una silueta ataviada con una túnica y encorvada como si sintiera mucho dolor. Era un joven monje, cuya tonsura formaba un círculo blanco en las tinieblas. Se arrodilló con un chapoteo junto al anciano ciego que yacía olvidado en el fango.

—Señor —sollozó—. Señor, os han matado. —Había un reguero de sangre oscura en el rostro del joven monje. Corfe se unió a él, arrodillándose en el barro como un penitente.

El terrible rostro que yacía en suelo se estremeció. La boca se movió, y Corfe oyó que el anciano decía, en un susurro de aliento que se escapaba:

—Dios nos ha abandonado. Estamos solos en una tierra oscura. Dulce Santo, perdónanos.

El monje apoyó en su regazo la cabeza de su señor, sollozando. Corfe contempló a la pareja con los ojos aturdidos, todavía algo sorprendido de encontrarse aún con vida. Pero por lo menos allí había algo, algo que podía hacer.

—Ven —dijo, tirando del brazo del monje—. Encontraré algún refugio, un lugar resguardado de la lluvia. Tengo comida que estoy dispuesto a compartir.

El joven lo miró fijamente. Su rostro se había hinchado grotescamente por un lado, y Corfe pensó que tendría algún hueso roto.

—¿Quién eres tú, que has salvado la vida de mi señor? —preguntó— ¿Que ángel bendito te ha enviado para protegernos?

—Sólo soy un soldado —le dijo Corfe malhumorado—. Un desertor que huye al oeste como el resto del mundo. No me ha enviado ningún ángel. —La piedad del joven hizo que su humor empeorara todavía más. Había visto demasiados horrores últimamente para darle crédito.

—Bien, soldado —dijo el monje con una formalidad absurda—, estamos en deuda contigo. Soy Ribeiro, novicio de la orden antilina. —Hizo una pausa, como si estuviera sopesando algo en su mente. Luego bajó la vista hacia la ruina humana cuya destrozada cabeza estaba apoyada en sus rodillas—. Y éste es su santidad el sumo pontífice de las Cinco Monarquías, Macrobius III.

La lluvia había cesado al salir la luna, y parecía que el cielo nocturno fuera a aclararse. Corfe podía distinguir ya la larga curva de la hoz de Coranada parpadeando en torno a la Estrella del Norte.

Arrojó otro trozo de leña al fuego, disfrutando del calor. Tenía la espalda empapada y fría, pero el rostro le brillaba. El cuero saturado de sus botas emitía vapor y empezaba a agrietarse, a causa del calor y la tensión que había soportado. De sus prendas se desprendían escamas de barro endurecido.

Sacudió la cabeza con obstinación. La sangre encharcada en su oreja se había convertido en una costra negra que le dificultaba la audición. Se ocuparía de ello en cuanto amaneciera.

Estaba encogido bajo una carreta, quemando los radios de sus ruedas destrozadas para conseguir calor. Ribeiro se había dormido, pero el anciano (Macrobius) estaba despierto. Era horrible verlo parpadear de aquel modo, con unos párpados encogidos y arrugados sobre los huecos que habían alojado su sentido de la vista. Corfe pudo ver que llevaba el hábito negro de los inceptinos, y que la prenda había sido larga y suntuosa en sus buenos tiempos. Se había convertido en un mosaico de barro, sangre e hilos rotos, y el anciano tiritaba en su interior pese al calor de las llamas.

—No nos crees —dijo el anciano sacerdote—. No crees que sea quien digo que soy.

Corfe introdujo un palo en el ardiente corazón de la hoguera y no dijo nada.

—Sin embargo, es cierto. Soy (o fui) Macrobius, cabeza de la fe ramusiana, guardián de la Ciudad Santa de Aekir.

—Su guardián era John Mogen, y los hombres que murieron allí con él.

—¿Y eres tú, hijo mío, uno de los hombres de Mogen?

Aquella conversación con un hombre sin ojos resultaba siniestra. La mirada furiosa de Corfe no recibió respuesta.

—Oí lo que decían esos canallas. Te han llamado toruniano. ¿Formabas parte de la guarnición?

—Hablas demasiado, anciano.

Durante un segundo, la expresión de hombre cambió; la mirada piadosa huyó y algo parecido a un gruñido atravesó su rostro. Sin embargo, aquella mueca también desapareció, y el anciano soltó una carcajada melancólica.

—Te pido disculpas, soldado. No estoy acostumbrado a que me hablen con franqueza, ni siquiera ahora. Debe ser que Dios me está castigando por mi orgullo. «Los orgullosos serán humillados, y los mansos serán enaltecidos por encima de ellos.»

—Esta noche no encontrarías a muchos mansos —replicó Corfe—. Me sorprende que llegarais tan lejos sin que nadie os cortara vuestros santos cuellos. —Mientras hablaba, volvió a ver las cuencas donde habían estado los ojos del anciano, y se maldijo por su torpeza—. Lo siento —rezongó—. Todos hemos sufrido.

Los dedos de Macrobius tocaron cuidadosamente las destrozadas cuencas.

—«Y los que no me ven, estarán ciegos aunque tengan ojos» —susurró.

Inclinó la cabeza, y Corfe pensó que se hubiera echado a llorar de haber podido hacerlo.

—Los merduk me encontraron escondido en un almacén del palacio. Me arrancaron los ojos con cristales de las ventanas. Me hubieran matado, pero el edificio estaba en llamas y tenían prisa. Pensaron que era sólo un sacerdote más, y me dieron por muerto como habían abandonado a muchos otros. Fue Ribeiro quien me encontró. —Macrobius volvió a reír, y el sonido se pareció al graznido de un cuervo—. Ni siquiera él supo al principio quién era. Tal vez éste sea mi destino a partir de ahora, convertirme en otro. Para expiar lo que hice y lo que no hice.

Corfe lo miró de cerca. Había visto antes al sumo pontífice, dirigiendo las bendiciones rituales de las tropas y a veces en la Mesa Suprema, cuando tenía que comandar la guardia nocturna, pero siempre a distancia. Sólo había recibido la vaga impresión de una cabeza gris y un rostro delgado. «Es curioso lo mucho que necesitamos de los ojos para conocer realmente a alguien, para darle una identidad», pensó.

Era cierto que Mogen había convertido al sumo pontífice en un prisionero en su propio palacio para impedirle huir de la ciudad (los Caballeros Militantes de la guarnición habían estado a punto de empezar una guerra interna cuando se enteraron), pero no era posible que aquella ruina humana, aquel desecho decrépito de la guerra fuera el líder religioso de todo el mundo occidental.

No. Imposible.

Corfe retiró del fuego el nabo ennegrecido y dio un codazo al hombre que estaba a su lado y que parecía perdido en algún infierno interior.

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