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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (16 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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Sus ruidos ahogados quedaron disimulados por el chasquido del cuero y la madera, el traqueteo de las ruedas con remaches de hierro y el sonido de los caballos. El carruaje ascendió a paso lento por la colina de Abrusio hacia el barrio noble, mientras junto a la orilla el bullicioso tumulto de tabernas y burdeles continuaba pintando la cálida noche con tonos carne y escarlata, y en el puerto flotaban los tranquilos barcos, firmes y silenciosos en sus amarras.

Las nubes se levantaron; las estrellas giraron sobre la ciudad en la danza nocturna de los cielos. Los hombres sentados al borde del agua entre el hedor a pescado y algas con botellas a los pies dejaron de hablar en voz baja para olfatear el aire y sentir en los rostros su caricia repentina. Las lonas se agitaron suavemente una o dos veces, y luego se hincharon cuando el aire en movimiento las llenó. El mar cristalino, espejo del brillo de las estrellas, empezó a agitarse en una ola tras otra mientras las nubes se elevaban en el Océano Occidental. Finalmente, los hombres del rompeolas pudieron sentir el viento en el cabello, y se miraron unos a otros como si hubieran experimentado una revelación común.

La brisa arreció, enfriándose y virando hasta soplar directamente del noroeste, procedente del mar. Agitó los incontables barcos en sus amarras hasta hacerlas crujir, levantó nubes de polvo en las calles resecas de la ciudad y removió las ramas de los cipreses del rey, avanzando hacia el interior para refrescar a los sudorosos durmientes. Los alisios hebrioneses se habían levantado al fin.

9

Bardolin contemplaba impasible la ruina de su hogar. Las gruesas paredes de la torre habían sobrevivido a la furia de la chusma, pero el interior había quedado destrozado. Las paredes estaban llenas de hollín, y el suelo cubierto de cenizas. Alguien había roto el tarro de ursangre, que se había convertido en una criatura gelatinosa y resbaladiza, parecida a una babosa, a la que se adherían las cenizas y los fragmentos de escamas y huesos que eran todo lo que quedaba de la colección de especímenes de Bardolin. Supuso que había sido la urcriatura la que había acabado haciendo huir a la turba. Contempló cómo sus pseudópodos palpaban ciegamente el aire, tratando de encontrar sentido a aquel mundo nuevo al que había sido tan violentamente arrojada.

Durante un segundo, Bardolin se sintió tentado de darle forma, añadiéndole el cráneo de cocodrilo que yacía pudriéndose en un rincón y las garras de gato montés que había conseguido en un viaje a Macassar, y dejar a la bestia, completa e impura, suelta por las calles para desencadenar su venganza. Pero se conformó con liberar a la ursangre de los fragmentos orgánicos y dejar que se hundiera en el suelo chamuscado, convertida de nuevo en un simple líquido.

Todo estaba perdido. Sus libros, algunos de los cuales se remontaban a la época anterior a la Hegemonía fimbria, sus grimorios de hechizos, sus referencias, sus colecciones de pieles e insectos, incluso sus ropas.

El duende avanzó de puntillas por la destrozada habitación con los ojos muy abiertos y desconcertados. Trepó al hombro de Bardolin y se refugió en el hueco de su cuello en busca de consuelo. Bardolin percibió el miedo y la confusión en su mente. Gracias a Dios, lo había sacado del tarro de rejuvenecimiento antes de salir y se lo había llevado consigo, oculto en el interior de su túnica. De lo contrario, se hubiera convertido en otro resto putrefacto entre los escombros.

Había aspectos que le inquietaban, preguntas sin respuesta entre la ruina de su hogar que sugerían cuestiones aún más preocupantes, pero estaba demasiado dolido y desconcertado para ocuparse de ellas en aquel momento. ¿Cómo habían forzado la cerradura mágica de la puerta? ¿Cómo habían sabido que no estaba en casa, sino que había ido a presenciar la pira de Orquil?

Orquil. Cerró los ojos. Pese a la fresca brisa marina que se extendía sobre la ciudad como una bendición, podía oler aún la carne quemada. No en el aire, sino en su propia ropa. Había permanecido al pie de la pira del muchacho mirando el rostro lastimosamente joven de su aprendiz, pálido como el yeso pero de algún modo sonriente; y lo había matado con un proyectil de taumaturgia pura, tan potente como se lo permitieron su dolor y su rabia. El muchacho estaba muerto antes de que las primeras llamas empezaran a lamerle las pantorrillas. Era la primera vida que Bardolin quitaba con la magia, aunque había arrebatado otras muchas con la espada o el arcabuz.

«Quitaré muchas más con la magia antes de terminar», se prometió a sí mismo, mientras la rabia y la amargura crecían en su interior. Se preguntó si Griella se sentía de aquel modo cuando la asaltaba el cambio negro. Aquel odio sin objeto, aquella furia creciente buscando salida en algún acto de violencia extrema.

Pero aquél no era el estilo de los magos. La rabia no beneficiaba a nadie. Y además, si Bardolin era realmente honesto consigo mismo, tenía que admitir que su ira era tan fruto de la culpabilidad como del dolor. El hecho de no haber ardido también él.

Griella entró en la destrozada habitación. Llevaba un saco colgando de su esbelto hombro, y tenía las manos cubiertas de ceniza.

—He intentado salvar algunas cosas, pero no queda casi nada. —Sonrió cuando el duende le dirigió una especie de trino, pero luego su rostro se ensombreció de nuevo—. Si hubieras dejado que me quedara, lo habría impedido —dijo.

Bardolin no la miró.

—¿Cómo? ¿Masacrándolos como a ganado? Y entonces la guardia de la ciudad hubiera acudido a este lugar como las moscas al estiércol en verano.

—No lo creo. Creo que no hubieran venido ocurriera lo que ocurriera. Creo que tenían instrucciones de mantenerse alejados.

Bardolin la miró entonces, sorprendido por la profundidad de su razonamiento.

—Hay algo que no encaja, es cierto —admitió—. Golophin había garantizado nuestra seguridad, por orden del mismo rey; pero hay alguien decidido a hacernos daño antes de que podamos embarcar hacia el oeste.

—Bueno, al menos tenemos menos cosas que llevarnos —dijo Griella con animación.

Su sonrisa acabó provocándole una respuesta. El sol que entraba por las ventanas rotas daba a su cabello el aspecto del bronce batido. Su propia piel parecía dorada.

—¿Sigues decidida a embarcar conmigo, entonces? —preguntó Bardolin.

—¡Por supuesto! Seré tu nueva aprendiz, en sustitución del que han quemado hoy. Y te mantendré a salvo. Creo que no te haría daño ni siquiera durante el cambio.

Bardolin no dijo nada. Al recobrar el sentido, ella se había mostrado al mismo tiempo furiosa y fascinada. Nunca había soñado que pudiera existir un poder capaz de derribar a un cambiaformas adulto en mitad del cambio. Había parecido algo asustada de él después de aquello. Pero era joven, e incapaz de aprender las Siete Disciplinas; los cambiaformas nunca lo conseguían. Y había un rasgo en ella que Bardolin había entrevisto apenas mientras luchaba por dominar a la bestia, un apetito que no formaba parte del lobo en que se convertía, sino que pertenecía a su alma humana. Lo había vislumbrado brevemente, como parpadeando en las profundidades de un abismo, pero le hacía dudar de la prudencia de permitir que lo acompañara en la expedición.

Pero ¿qué alternativa había para ella en Abrusio? Ya habían abusado de ella en el pasado; volvería a ocurrir, y entonces ella se convertiría de nuevo en bestia y sería perseguida. Cortarían su cabeza de animal con un cuchillo de plata y la clavarían en una lanza para exponerla en el mercado. A las pocas horas, la cabeza cambiaría, y serían sus ojos castaños los que mirarían hacia abajo desde aquel yelmo broncíneo de cabellos brillantes sobre el muñón irregular del cuello. Lo había visto antes. No podía permitir que le ocurriera a ella, y tampoco podía permitirse preguntarse a sí mismo por qué.

Se puso en pie. Sólo tenía una pequeña bolsa de cuero que llevarse; habían podido salvar muy pocas cosas. Su magia sería muy tosca durante un tiempo, y su poder se reduciría, pues su memoria era incapaz de recordar todas las sutilezas y matices necesarios para que la taumaturgia resultara perfecta. Esperaba que algún pasajero del barco pudiera ayudarle a recuperar los conocimientos perdidos.

El duende se introdujo en el interior de su túnica, sin preocuparse por el olor de la pira. Ropa nueva; necesitaba ropa nueva para librarse de aquel hedor.

—Salgamos de este sitio —dijo—. Tenemos cosas que hacer. Me gustaría ver los barcos que han de llevarnos, y tal vez comprar algunas cosas para hacer el viaje más soportable.

—Carne salada y pan con gusanos es lo que comen los marineros —le informó Griella—. Y vino. Se lavan con agua de mar, si es que se lavan, y se usan unos a otros como hacen los hombres con las mujeres.

—Basta —dijo Bardolin, incómodo al oír aquellas frases en unos labios tan jóvenes—. Hacia el puerto, pues. Vamos a echar un vistazo a esos terribles marineros.

Pero había algo que todavía podía hacer. Al salir por la destrozada puerta de su torre quemada, Bardolin trazó en el umbral de piedra un glifo de protección, que centelleó brevemente cuando sus dedos tocaron la roca, y luego se volvió invisible. Si alguien venía a registrar los restos de su hogar, el glifo se convertiría en una hoguera que tal vez consumiría a los bastardos mientras rebuscaban.

Para la gente de tierra, el gran puerto de Abrusio era un lugar enorme y laberíntico. Cuando los alisios hebrioneses volvieron a levantarse, los barcos que habían permanecido atrapados por la calma más allá de la curva del horizonte desplegaron toda la vela que podían llevar. El puerto era un caos apestoso de gritos de hombres, chirridos de grúas y poleas, crujidos de sogas y ruido atronador mientras un convoy de carabelas procedentes de Cartigella desalojaba su cargamento de toneles de vino en los muelles y los enormes barriles eran arrastrados hacia las carretas que a su vez los transportarían a las bodegas públicas.

En otro muelle un transporte de ganado había abierto de par en par las puertas de la bodega, dejando salir el hedor a excremento animal mientras las asustadas reses eran bajadas por las pasarelas a base de empujones y maldiciones, esparciendo estiércol y paja a su paso.

Bardolin y Griella se detuvieron a contemplar un barco correo real, una galera de vela latina, que hacía su entrada en el puerto como un insecto marino de movimientos precisos, con los remos ascendiendo y sumergiéndose en el agua al unísono mientras la tripulación recogía la vela de mesana haciendo que se detuviera a pocas yardas de un espacio libre. Eran los famosos amarraderos de aguas profundas de Abrusio, excavados por los fimbrios siglos atrás usando mano de obra forzada hebrionesa. Abrusio podía albergar hasta mil barcos completamente equipados en sus muelles, según se decía, y todavía quedaría espacio para más.

Había cajas de pescado y calamares brillando bajo la intensa luz del solar, sacos de pimienta de Punt o Ridawan, relucientes montones de colmillos de marmorillos de las junglas de Macassar y cadenas de esclavos encadenados comprados a los corsarios de Rovena para trabajar en las fincas de la nobleza hebrionesa.

Marineros, pescadores, soldados, mercaderes, vinateros y estibadores. Trabajaban sin pausa bajo el calor implacable, con el sudor brillando en sus rostros y extremidades, y al parecer incapaces de comunicarse de otra forma que no fuera a gritos. Bardolin y Griella se encontraron cogidos de la mano entre la multitud para evitar separarse, exactamente como un padre con su hija. El calor les adhería las manos con un sudor pegajoso, y en el interior de la túnica de Bardolin el duende gimió a causa del ruido, los olores y la incómoda presión.

Se detuvieron media docena de veces a preguntar por los barcos de Hawkwood, pero en todas las ocasiones fueron observados con lástima, como imbéciles que hubieran salido a la calle por error, antes de que la multitud volviera a arrastrarlos. Finalmente se encontraron en el alto edificio de las oficinas del puerto, y un ajetreado escribiente les dijo que fueran al amarradero de aprovisionamiento veintiséis y preguntaran por el
Gracia de Dios
o el
Águila
hebrionesa, del capitán Ricardo Hawkwood. Les dijo que los encontrarían fácilmente. Una carabela grande de cien toneladas, y un galeón con el castillo de proa bajo y el doble de peso, con un mascarón de proa en forma de ave centinela y cubierto de moho.

Salieron del edificio poco menos desconcertados que al entrar. El de la orilla del agua era un mundo distinto. Era el mundo del mar, con sus propias reglas, sus leyes e incluso su idioma. Se sentían como viajeros en un país extranjero mientras pasaban junto a barco tras barco, muelle tras muelle, cruzándose con hombres de todas las naciones, creencias y colores. Desde que la presión del edicto se había relajado tras la partida del prelado hacia el Sínodo de Charibon, los barcos extranjeros habían estado atracando en Abrusio sin cesar. Era como si trataran de compensar el tiempo perdido, o el que volverían a perder en cuanto el prelado regresara y los extranjeros volvieran a ser sacados de sus barcos y conducidos a las catacumbas por centenares.

—Allí —dijo Bardolin al fin—. Creo que son ésos. ¿Ves el mascarón en forma de ave? Es un águila pescadora del Levangore. Se las conoce por las manchas en el pecho.

Estaban frente a un ancho muelle de piedra lleno de norayes y cubierto de guano. En el amarradero había dos barcos, cuyos baupreses asomaban por encima de la cabeza de Bardolin, con unos mástiles como edificios altos y cargados de sogas elevándose en el cielo azul.

Parecía haber hombres por todas partes, agarrados a cordajes y barandillas. Algunos trabajaban en los cascos encaramados en tarimas, pintando la madera castigada por el mar con lo que parecía plomo blanco. Otros trabajaban frenéticamente haciendo nudos y empalmes en los obenques. Había un grupo tirando de la polea, y Bardolin vio que estaban cambiando un mastelero. Sabía poco de barcos, pero le pareció poco usual, por no decir revolucionario, el tener mástiles compuestos de varias piezas, en lugar de un solo palo enorme. El tal Hawkwood parecía tomarse su oficio en serio.

Pero había más hombres en el puerto, tirando de motones fijados al palo mayor, levantando barriles y cajas envueltos en redes por encima de la borda de los barcos y depositándolos sobre las cubiertas, donde las escotillas estaban abiertas de par en par y preparadas para recibir las mercancías colgantes. Bardolin quedó estupefacto al ver ovejas, cabras y jaulas de pollos ascender por el aire junto a los barriles de vino y cajas de carne salada y galleta. Observó con aprobación que también cargaban un enorme saco de limones. Muchos creían que servían para combatir la enfermedad mortal del escorbuto, aunque muchos otros opinaban que la dolencia se debía a las condiciones poco higiénicas a bordo de los barcos.

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