—En todos estos años —me interrumpió en voz baja —. ¿En todos estos años has pensado alguna vez por qué lo hice?
Yo me detuve con la boca abierta todavía. Dejó su costura sobre el regazo negro de su bombazine, dobló sobre él sus amarillentas manos, me miró fijamente con los ojos marchitos que una vez fueron de color azul claro, y dijo:
—Dejé de ser una mujer cuando ya no pude seguir engañándome. Cuando me cansé de fingir ante mí misma que me amabas.
Parpadeé con perplejidad e incredulidad, y dije con un hilo de voz:
—Donata, ¿dejé alguna vez de ser cariñoso y tierno contigo? ¿Te he fallado en algo?
¿No he sido acaso un buen marido?
—¿Ves? Incluso ahora evitas pronunciar esa palabra.
—Pensé que estaba implícita. Lo siento. Muy bien, lo diré. Yo te amaba.
—Había algo, o alguien, que amabas más, y siempre lo ha habido. A pesar de nuestra proximidad, Marco, nunca estuvimos próximos. Podía mirarte a la cara y no ver sino distancia, lejanísima distancia. ¿Era una lejanía de millas o de años? ¿Era otra mujer?
Dios me perdone por creer esto… pero… ¿no era quizá mi propia madre?
—Donata, ella y yo éramos niños.
—Los que se separan de niños se olvidan de mayores. Pero tú me confundiste con ella cuando nos encontramos por primera vez En nuestra noche de bodas, yo seguía preguntándome si no era tan sólo una sustituta. Yo era virgen, sí, e inocente. Sabía lo que me esperaba sólo porque me lo habían contado confidentes de más edad; y tú lo hiciste mucho mejor de lo que había esperado. Sin embargo, yo no soy inconsciente ni estúpida, como podría serlo una de nuestras casquivanas hijas. En nuestra unión, Marco, parecía haber… algo… que no iba del todo bien. Aquella primera vez y todas las demás. Ofendido, como es lógico, dije con acritud:
—Tú nunca te quejaste.
—No —dijo ella, con aire pensativo —. Y eso formaba parte de la situación equívoca: yo disfrutaba siempre, pero en cierto modo sentía que no debía. No puedo explicártelo a tí
más de lo que puedo explicármelo a mí misma. Lo único que podía pensar era: «Quizá
estoy disfrutando de algo que, por derecho, debía corresponder a mi madre.»
—¡Qué ridículo! Todo lo que me gustaba en tu madre lo he encontrado también en ti. Y
más. Tú has sido mucho más para mí, Donata, y te he querido mucho más de lo que quise nunca a tu madre.
Donata pasó la mano por delante de su cara como si apartara una telaraña que hubiera caído allí:
—Si no era ella, si no era otra mujer, entonces debió de ser la absoluta distancia que siempre sentí entre nosotros.
—¡Vamos, querida mía! Si apenas me he alejado de tu vista desde el día de nuestra
boda, y nunca he estado fuera de tu alcance.
—No, en tu presencia física, no. Pero sí en las partes de ti que yo no podía ver ni alcanzar. Tú has estado siempre enamorado a distancia. En realidad nunca volviste a casa del todo. Era injusto por tu parte pedir a una mujer que disputara tu amor a una rival a la que nunca podría vencer. La distancia. Los lejanos horizontes.
—Tú me impusiste una promesa sobre estos lejanos horizontes. Yo la acepté y la he cumplido.
—Sí, en tu presencia física la has cumplido. Nunca volviste a marchar. Pero, ¿hablaste o pensaste alguna vez en otra cosa que no fueran los viajes?
—Gésu! ¿Quién está siendo ahora injusto, Donata? Durante casi veinte años he sido tan pasivo y complaciente como aquel zerbino de la puerta. Te he dado poder sobre mí para decir dónde debía estar y qué debía hacer. ¿Te estás quejando ahora de que no te di autoridad sobre mis recuerdos, mis pensamientos, mis sueños despierto o dormido?
—No, no me estoy quejando.
—Eso no responde exactamente a la pregunta que te he hecho.
—Tú mismo has dejado unas cuantas preguntas sin responder, Marco, pero no te acosaré. —Finalmente apartó de mí sus ojos enlutados, y volvió a coger su labor —. Después de todo, ¿qué estamos discutiendo ahora? Nada de eso importa ya. De nuevo me detuve con la boca abierta y las palabras a medio pronunciar, palabras no dichas por parte de ambos, me imagino. Di una o dos vueltas más alrededor de la habitación, rumiando:
—Tienes razón —dije al final con un suspiro —. Somos viejos. Hemos dejado atrás las pasiones. Hemos dejado atrás luchas y esfuerzos, la belleza del peligro y el peligro de la belleza. Lo que hicimos bien o lo que hicimos mal, nada de eso importa ya. Ella también suspiró y se encorvó de nuevo sobre su labor. Me quedé un rato de pie pensativo, mirándola desde el otro extremo de la habitación. Un haz de luz del sol de aquella tarde de septiembre lo envolvía e iluminaba su labor. El sol no avivaba demasiado su sobrio atuendo y tenía el rostro abatido, pero la luz jugueteaba en su cabello. En otra época, el brillo del sol habría hecho destellar su cabellera, dorada como el trigo en verano. Ahora, su inclinada cabeza tenía más bien el melancólico y dulce tono del trigo en la gavilla, un suave y somnoliento color pardo, ribeteado con las pri-meras escarchas del otoño.
—Septiembre —pensé en voz alta sin darme cuenta.
—¿Qué dices?
—Nada, querida mía. —Atravesé la habitación hasta donde ella estaba, me incliné y besé
su querida cabeza, no amorosamente sino con una especie de cariño paternal —. ¿Qué
estás haciendo?
—Parechio. Pequeños adornos del vestido para la boda y la luna de miel. Es mejor prepararlo con antelación.
—Fantina es una muchacha afortunada por tener una madre tan previsora. Donata alzó la mirada y me dirigió una apagada y triste sonrisa.
—Sabes, Marco… he estado pensando que aquella promesa que hiciste, y que has cumplido, está ya a punto de expirar. Quiero decir que como Fantina se casará pronto y se marchará, Bellela está comprometida y Morata es casi una mujer, si tú tienes anhelos de marcharte a algún sitio…
—Sí, tienes razón de nuevo. No lo había calculado, pero estoy a punto de volver a conseguir la libertad, ¿no es así?
—Y yo te dejo marchar libremente. Pero te echaré de menos. A pesar de lo que te dije antes, te añoraré terriblemente. Sin embargo, yo también mantengo mis promesas.
—Sí, las mantienes, sí. Y ahora que lo dices, quizá me lo piense. Después de la boda de
Fantina podría marcharme, pero sólo un viaje corto, claro, para estar de vuelta cuando se celebre la boda de Bellela. Puede que sólo vaya hasta Constantinopla, a ver al viejo Cuzín Nico. Sí, podría hacer eso. Pero cuando mejore mi espalda, claro.
—¿Te vuelve a doler? ¡Oh, Dios mío!
—Niente, niente. Una punzada de vez en cuando y nada más. No hay por qué
preocuparse. Pero, querida niña, una vez en Persia y otra en el Kurdistán tuve que montar a caballo (no, la primera vez fue en camello) y echarme a cabalgar a pesar de que los garrotes de los bandidos me habían medio abierto la cabeza. Quizá te haya contado ya estos incidentes y…
—Sí.
—¿Sí? Bueno. Te agradezco la sugerencia, Donata. ¡Viajar de nuevo! Lo pensaré, sí. Me fui a la habitación de al lado, que era mi gabinete de trabajo para cuando me llevaba a casa algo que hacer, y Donata debió de oír que revolvía papeles porque me dijo a través de la puerta:
—Si estás buscando alguno de tus mapas, Marco, creo que los tienes todos guardados en el fondaco de la Compagnia.
—No, no. Sólo busco papel y pluma. Creo que terminaré esta última carta a Rustichello.
—¿Por qué no te instalas en el jardín? Hace una tarde tranquila y agradable. Podrías estar fuera disfrutando del día. No tendremos muchos días como éste antes de que llegue el invierno.
Cuando comenzaba a bajar las escaleras, Donata me dijo:
—Los chicos vienen a cenar esta noche, Zanino y Marco. Por eso Nata estaba tan ocupada en la cocina, y probablemente por eso fue tan grosera contigo. Como tendremos invitados podríamos establecer un pequeño pacto, ¿te parece?: no sacar a relucir en la mesa ninguna de nuestras discusiones.
—Se han acabado las discusiones, Donata, ni esta noche ni nunca más. Siento realmente haber dado pie alguna vez a estos conflictos. Como bien dijiste, disfrutemos tranquilamente de los días que nos quedan. De todo lo que pasó antes, nada importa ya. Así que saqué recado de escribir aquí fuera, al pequeño patio situado junto al canal y que llamamos nuestro jardín. Ahora tiene crisantemos, la flor de Manzi, crecidos de semillas que me traje de allí, y los colores de oro, fuego y bronce ofrecen un gallardo panorama en el tibio sol de septiembre. Las ocasionales góndolas que pasan por el canal se acercan hasta aquí para que sus ocupantes puedan admirar mis exóticas flores, pues la mayoría de los demás jardines y jardineras de ventana de Venecia tienen flores en verano que ya se han puesto marrones, lánguidas y tristes en esta época del año. Me senté en este banco, lenta y cuidadosamente, para no avivar las punzadas de mi espalda, y escribí la conversación que acababa de terminar; y ahora hace un rato que simplemente estoy aquí, sentado, pensando.
Hay una palabra, asolare, que fue acuñada aquí en Venecia, pero ahora me parece que se la han apropiado todas las lenguas de la península italiana. Es una palabra acertada y útil: asolare significa sentarse al sol y no hacer absolutamente nada, todo eso en una sola palabra. En toda mi vida nunca hubiera pensado que alguna vez pudiera aplicármela a mí mismo; y Dios sabe que no me la pude aplicar durante la mayor parte de mi vida. Pero ahora, cuando miro hacia atrás, hacia todos esos años repletos, los viajes incesantes, las millas, lis y farsajs llenos de incidentes, los amigos, los enemigos y las personas amadas que viajaron junto a mí durante un tiempo y que luego perdí por el camino, recuerdo una regla de oro que mi padre me enseñó hace mucho tiempo, cuando yo me estrenaba como viajero. Me dijo: Si alguna vez te pierdes en un desierto, Marco, dirígete siempre montaña abajo. Siempre hacia abajo, y en algún momento llegarás al agua, y donde hay agua habrá siempre comida, refugio y compañía. Puede
que sea un largo camino, pero ve siempre hacia abajo y al final llegarás a algún lugar recogido, cálido y seguro.»
Yo he recorrido un largo, un largo camino, y aquí está por fin el pie de la montaña, y aquí estoy yo: un hombre viejo tomando el sol en los últimos rayos de una tarde mortecina, en un mes menguante, en la estación de la caída de la hoja. En una ocasión, cabalgando con el ejército mongol, me di cuenta de que un caballo de batalla galopaba en una de las columnas, marcando limpiamente el paso dentro del escuadrón, bellamente enjaezado con armadura de cuero de cuerpo entero, con espada y lanza en la vaina; pero la silla de montar estaba vacía. El orlok Bayan me dijo: «Era el corcel de un buen guerrero llamado Jangar. Le llevó a muchas batallas, donde luchó
valientemente, y a esta última batalla, donde ha muerto. El caballo de Jangar continuará
armado cabalgando con nosotros mientras su corazón le llame al combate.»
Los mongoles sabían bien que incluso un caballo prefería caer en el combate, o correr hasta que su corazón fallara, a que lo retiraran a una verde pradera y allí, inútil y ocioso, esperar, esperar, esperar.
Miro hacia atrás y pienso en todo lo que he anotado aquí, y en todo lo que está escrito en el primer libro, y me pregunto si no podría haberlo dicho todo con sólo cinco palabras: «Me marché y he regresado.» Pero no, eso no habría sido totalmente cierto. El hombre que vuelve a casa no es nunca el mismo, tanto si regresa de un monótono día de trabajo en su despacho como si vuelve al cabo de muchos años pasados en lejanos países, en largos caminos, en melancólicas distancias, en tierras donde la magia no es misterio sino un hecho cotidiano, en ciudades que merecen poemas como: Tenemos el cielo lejos, yo y tú.
Pero en la tierra tenemos Hang y Su.
Antes de que me relegaran a la categoría de tópico y me ignoraran, hubo, una temporada en que se burlaban de mí tachándome de mentiroso, fanfarrón y fabulador. Pero aquellos que se burlaban de mí estaban equivocados. Volví con muchas menos mentiras de las que había llevado conmigo cuando marché. Salí de Venecia con los ojos brillantes por la expectativa de encontrar aquellas tierras de ensueño, el país de Cucaña, descritas por los primeros cruzados y por los biógrafos de Alejandro y por todos los demás creadores de mitos; esperando ver unicornios y dragones, al legendario rey santo, el préte Zuáne, a hechiceros fantásticos, y religiones místicas de envidiable sabiduría. También encontré estas cosas, y si volvía para decir que no todo lo que vi respondía a las leyendas que nos habían contado, ¿la verdad que contenían no era igualmente maravillosa?
Las personas sentimentales hablan del corazón desgarrado, pero también ellas están equivocadas. El corazón no se desgarra nunca. Yo lo sé bien. Cuando mi corazón se inclina hacia Oriente, como hace tan a menudo, se dobla muy dolorosamente, pero nunca se desgarra.
Arriba, en la habitación de Donata, le hice creer que me había sorprendido agradablemente con las noticias de que el largo cautiverio en casa se había terminado finalmente. Fingí que durante años no había estado pensando: «¿Es ahora el momento de marchar?», y decidiendo cada vez: «No, no, aún no», por respeto a mis responsabilidades, a mi promesa de quedarme, a mi envejecida esposa, y a mis tres poco excepcionales hijas; diciéndome a mí mismo cada vez: «Esperaré una ocasión más propicia para emprender la marcha.» Arriba, en la habitación de Donata, ungí también que recibía con alegría la noticia de que ya podía marcharme. Y sólo para aparentar agradecimiento por su propuesta, fingí también que si, que ahora podría volver a viajar.
Sé que no lo haré. La estaba engañando cuando se lo di a entender, pero era sólo un pequeño engaño, y lo hice amablemente, y ella no se enfadará cuando se dé cuenta de que la estaba engañando. Pero a mí mismo no puedo engañarme. He esperado demasiado tiempo, y ahora soy demasiado viejo; la ocasión ha llegado demasiado tarde. El viejo Bayan era aún un guerrero cuando tenía aproximadamente mi edad. Y más o menos a esta misma edad, mi padre e incluso mi sonámbulo tío emprendieron el largo y duro viaje de regreso a Venecia desde Kanbalik. Viejo como soy, no estoy más gastado que ellos entonces. Quizá incluso mi dolor de riñones mejoraría con las sacudidas de un largo viaje a caballo. No creo que sea la debilidad física lo que me disuade ahora de volver a viajar. Más bien, tengo la melancólica sospecha de que he visto todo lo mejor, lo peor y lo más interesante que había que ver, y en caso de que ahora pudiera marcharme, la comparación resultaría decepcionante.