El viajero (19 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

BOOK: El viajero
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Marcel tragó saliva.

—El presunto asesino empujó la puerta del vestíbulo al marcharse, y dejó un resto de sangre.

Marguerite no pudo evitar preguntarse cómo se había manchado el criminal, si no había ni una gota de sangre en el lugar del delito. «Quizá fue al limpiar los rastros, o al guardar el instrumento utilizado para desangrar al profesor», se dijo. Ya lo averiguaría, ahora eso era lo de menos, comparado con la importancia vital de identificar al asesino.

—¡Bravo, Marcel! —exclamó—. Y dime, ¿se trata de alguna huella registrada en nuestra base de datos? ¿Ya sabes quién es el responsable de la muerte de Delaveau?

La cara del forense reflejaba su progresiva incomodidad, y ofrecía un aspecto de desconcierto que no pasó desapercibido para la detective. Fiel a su filosofía, que combinaba el pragmatismo con una franqueza algo brutal, Marguerite lanzó al médico un comentario destinado a despertarlo de su extraño estado de perplejidad:

—Marcel, no sé qué es lo que te ocurre estos días, pero seguro que es menos importante que identificar a nuestro asesino.

El aludido asintió.

—¿Te importa si fumo? —la voz del forense no ganaba en confianza.

Marguerite no podía creerse aquellas últimas palabras.

—¿Que si me importa? ¡Por Dios, no! ¡Fuma si quieres, por mí como si te acabas el paquete! Pero contéstame de una vez, por favor.

—La huella dactilar no la tenemos en nuestra base de datos, pero hemos cruzado los resultados del laboratorio con otras, incluida la de la Europol, y hemos encontrado una coincidencia en la comisaría de Belfort.

—Sigue.

Marguerite aguardaba como un felino. Semejante imagen habría resultado creíble, pues a pesar de su volumen se movía con agilidad.

—Corresponde a una detención del año mil novecientos cincuenta —adelantó Laville.

Aquel dato sí sorprendió a la detective, que resopló.

—¡De eso hace casi sesenta años! ¿Nuestro asesino es un anciano?

Marcel negó con la cabeza.

—No, Marguerite. Nuestro asesino está... muerto. Falleció en la cárcel hace más de veinte años, a la edad de cincuenta y seis. Se llamaba Luc Gautier, detenido por violación y asesinato el doce de junio de mil novecientos cincuenta.

Se hizo el silencio. Marguerite contemplaba al doctor con sus ojos muy abiertos, sin parpadear.

—¿Qué has dicho?

Marcel Laville volvía a rascarse la cabeza, mirando hacia otro lado.

* * *

Cuando Jules empujó la puerta y entró en el desván, se encontró con una imagen de lo más extraña: Pascal, a horcajadas sobre el arcón de la bisabuela Lena, se inclinaba para saltar hasta el suelo de la estancia. Estaba muy pálido, aunque al percatarse de que su anfitrión lo acababa de ver, un leve rubor asomó a su cara.

—Ho... hola, Jules —acertó a decir entre titubeos—. Ya... ya he encontrado lo que buscaba, muchas gracias.

El otro asintió.

—Pero ¿qué estabas haciendo? ¿Te habías metido dentro del baúl?

—Es que ya no sabía dónde buscar... —se justificó Pascal—. Al final de la fiesta hubo tal lío...

—Claro —Jules no podía disimular su curiosidad—, aquí hay que hacer de todo para localizar algo. Me alegro de que hayas recuperado lo que te dejaste. ¿Qué era?

Pascal esperaba esa pregunta, así que de un rápido movimiento —la seguridad daría consistencia a su tapadera— extrajo de su bolsillo las llaves de su casa y se las mostró abriendo la palma de su mano.

—Muchas gracias, Jules —concluyó, deseando terminar aquello cuanto antes—. Me voy ya, es muy tarde y tendréis que cenar. La fiesta fue increíble, de verdad. Los siniestros sabéis cómo divertiros. Y tu casa es una pasada, te pega mucho.

Nada mejor que halagar al chico para terminar de anular sus suspicacias. Jules reaccionó al cumplido sonriendo con satisfacción:

—La verdad es que salió todo fenomenal. ¡Menudo homenaje a los muertos!

Marceaux no se dio cuenta de la impresión que sus palabras provocaban en Pascal. «Los muertos no se habrán enterado de tu fiesta», quiso contestarle el Viajero, «su mundo se encuentra demasiado lejos, ellos esperan la eternidad en islas de luz pálida en medio de la negrura. No pueden llegar hasta aquí. Y es mejor así. Cada uno tiene su lugar».

Cada uno tiene su lugar, pero en aquel momento había un ser maligno merodeando por el mundo de los vivos que ya se había, cobrado su primera víctima: Delaveau. Al menos eso había deducido Lafayette, mencionando a una criatura que había bautizado como «demonio vampírico». Habría más asesinatos si no lo detenían. Pascal no se lo podía quitar de la cabeza, pues estaba implicado en aquel peligroso fenómeno de impredecibles consecuencias. En cierto modo, era responsable de ello, aunque se negó a cargar con el peso de un cadáver a su espalda. Ya tenía suficiente con lo suyo.

Aquello ya se había producido antes, según le había informado Lafayette. Con la periódica apertura de la Puerta Oscura en el siglo XIX, la medianoche del treinta y uno de octubre del año mil ochocientos ocho, accedió al mundo de los vivos otro monstruo que cometió múltiples atrocidades hasta que se pudo acabar con él. Sus últimos crímenes fueron tan brutales que su sangriento nombre había pasado a la historia: se le conocía como Jack el Destripador. Aquel ser inteligente estuvo satisfaciendo sus instintos infernales impunemente, matando durante ochenta años, hasta que —de acuerdo con lo contado por Lafayette— el ritmo de sus actuaciones se hizo insostenible, demasiado evidente incluso para el hermetismo del Londres de aquella época. El asesino se había vuelto prepotente, parecía jactarse con cada nueva muerte y eso fue precisamente lo que lo delató. Unos hechiceros terminaron por localizarlo y acabaron con él. Al fin. La Puerta Oscura, por aquel entonces, se encontraba en la capital inglesa, cuyo paisaje Victoriano, oscuro y brumoso, había resultado perfecto para un desalmado malhechor como aquel.

Pascal sintió un escalofrío, comprendiendo por qué aquel asesino desapareció sin dejar rastro en mil ochocientos ochenta y ocho. La versión oficial señalaba que su rastro de sangre simplemente dejó de extenderse por las calles de Whitechapel, el barrio londinense donde actuaba. Sin más. El Viajero entendía ahora aquel final que había catapultado a Jack el Destripador hasta la leyenda, y es que quienes habían terminado con él se movían en la misma clandestinidad que el asesino. Su captura y ejecución adoptaba así la velada inflexión de un ajuste de cuentas.

Pascal contuvo la respiración.

También París ignoraba la amenaza imparable que se cernía sobre la ciudad. ¿Se podría hacer algo para detener al nuevo vampiro? Hacía tan solo unos días, todo eso le habría parecido una auténtica tontería. ¿Cómo iba a existir una criatura así? Pero ahora era muy consciente del peligro que entrañaba la realidad.

—Homenaje a los muertos —insistía Jules recreándose, ajeno a las preocupaciones de Pascal—, como mandan las antiguas tradiciones.

A Pascal le habría encantado ver su cara al confesarle de dónde venía. Seguro que el francés habría entrado en éxtasis al imaginar semejante lugar. Pero no se lo contó. Debía conducirse con cautela. Tal como le habían advertido, conocer la identidad del Viajero o el emplazamiento de la Puerta Oscura convertía a cualquiera en objetivo prioritario del Mal. Por eso tenía que ser muy prudente a la hora de compartir aquella información que atesoraba en su interior. No podía colocar en el punto de mira a nadie. Salvo que fuera imprescindible.

Sintió que su recién estrenada condición le otorgaba nuevas responsabilidades —su mente volvía una y otra vez al ser maligno—, era como poseer un don que al mismo tiempo acarreaba serias obligaciones. Y él tendría que estar a la altura. ¿Sería capaz? Se veía tan vulgar... Bueno, cada vez menos, pues se había manejado bastante bien en el otro mundo, incluso con valor. Su autoestima ganaba enteros conforme iba creyéndose lo que le estaba ocurriendo. ¿Quién habría podido imaginarlo unos días antes?

Pascal hizo cálculos: la fuga del barón había tenido lugar hacía novecientos años, y la Puerta se abría cada cien. Por tanto, en casi mil años, tan solo un máximo de ocho personas aparte de él habrían podido conocer y disfrutar de su secreto, aunque al final habían sido seis, tal como le dijeran en el Otro Mundo. Seis Viajeros que habrían provocado, eso sí, el acceso al mundo de los vivos de seis criaturas muertas, como había ocurrido con Drácula. ¿El resto habrían sido también espíritus malignos? Lo preguntaría en cuanto pudiera, para poder calibrar si la Puerta Oscura constituía en realidad para los vivos más un peligro que una oportunidad.

El Bien y el Mal confundiéndose, formando la inevitable aleación que siempre había acompañado al ser humano.

El mismo Pascal sufría dentro de él aquella dicotomía: temor y orgullo se mezclaban en su interior. Aunque, por encima de todo, la Puerta Oscura permanecía abierta para él. Pascal Rivas Sevigné formaba ya parte de la Historia.

La vida te podía sorprender en cualquier momento. Como la muerte.

Poco después, Pascal caminaba solo por las calles que conocía tan bien, rumbo a su casa. Hacía frío, pero pasear por París siempre compensaba: todos los edificios son elegantes, cualquier esquina oculta un rincón pintoresco. Y nunca falta una ventana iluminada que haga imaginar rutinas ajenas.

Abrigado con su cazadora, Pascal se dio cuenta de que se sentía demasiado impresionado por todo lo que le estaba ocurriendo como para irse ya a dormir. El último viaje al Mundo de los Muertos había sido tan intenso, tan... esclarecedor. Decidió dar una vuelta antes de llegar a su domicilio; le sentaría bien, tenía que reorganizar sus ideas, decidir su próximo paso. Llamó por teléfono a sus padres, y mintió diciendo que estaba terminando un trabajo en casa de Dominique. Le fastidiaba engañarlos, pero pensaba que, en ocasiones, era un mal menor que ahorraba muchas explicaciones.

Caminó por el boulevard Malesherbes y continuó por Haussmann tras atravesar la place Saint Agustin, hacia el Arco del Triunfo. Amplias avenidas cargadas de historia. Poca gente y menos tráfico a aquellas horas próximas a la medianoche. Humedad en el ambiente. Volvería por los Campos Elíseos, adornados en aquellas fechas por las ramas desnudas de los árboles, que se balanceaban bajo el tenue resplandor de las farolas. París estaba poco iluminado en algunas zonas, pero eso formaba parte de su encanto. Aunque, en aquel momento, la penumbra le trajo el afilado recuerdo del vampiro que andaba suelto. Sintió frío.

Pascal supo que había llegado la hora de revelar su secreto, descartada la posibilidad de que fuese un sueño, una fantasía, una locura aberrante. Necesitaba compartir aquel giro en su vida, sobre todo para desprenderse de los jirones de soledad que siempre arrastraba al volver del Mundo de los Muertos. Y lo necesitaba porque, a pesar de su creciente entusiasmo, no se sentía lo suficientemente fuerte como para afrontar todo lo que vendría a partir de entonces.

Lafayette le había advertido que ser el Viajero era un secreto muy delicado que no debía difundir para no ponerse en peligro, ni a sí mismo ni a sus posibles confidentes. Los Viajeros que habían incumplido tal consejo siempre habían terminado mal. La Humanidad no está preparada para convivir con algo así, por eso resultaba más prudente ejercer de Viajero en el anonimato. Se vive más tiempo.

Pascal estaba dispuesto a obedecer a Lafayette, pero su cautela excluyó desde el principio a sus dos mejores amigos. Los necesitaba en aquella aventura, algo que con Mathieu, por ejemplo, no sucedía. Pero la complicidad de Dominique y Michelle no era negociable.

Por eso decidió que su primer confidente fuese Dominique, un auténtico volcán. ¿Lo creería? Como no pretendía hacer distinciones, tuvo claro que también se lo contaría a Michelle, pero para eso prefirió esperar un poco más. Sus sentimientos hacia ella lo hacían todo más difícil, más comprometido. Necesitaba conocer la respuesta de la chica antes de compartir con ella su propia aventura. No quería que aquello influyese.

¿Y qué pasaba con sus padres? ¿Debía hablar con ellos sobre todo aquello? Por un lado, Pascal sentía el fuerte impulso de hacerlo, ya que eran las personas con las que más le emocionaba compartir experiencias, como cuando era niño. Nada le importaba tanto como la opinión de sus padres, que a veces buscaba de forma furtiva dejando sobre la mesa del salón un trabajo del
lycée
, una calificación o un examen corregido.

Decidió que, por el momento, no hablaría a sus padres de la Puerta Oscura, no quería involucrar a su familia en una situación que cada vez adquiría tintes más inquietantes. Hacerlo habría supuesto implicarlos en peligros desconocidos y podían impedirle actuar con libertad. No, aún no. Había todavía demasiadas incógnitas en el aire. Quizá más adelante.

Los ojos de Pascal se detuvieron entonces en su reloj, las agujas se habían adelantado mucho. No hacía falta ser un genio para deducir que, con cada viaje al Mundo de los Muertos, el diferente ritmo temporal provocaba aquellos desajustes en el mecanismo. El Viajero cayó en la cuenta de que habían pasado varias horas en su segundo viaje a aquella otra dimensión, y sin embargo en la tierra de los vivos no había transcurrido el tiempo del mismo modo. Hizo un cálculo, y la solución encajó bien con la información que conocía: allí el tiempo solo había avanzado la séptima parte de lo que lo había hecho en el reino de los muertos.

Todo cuadraba, claro. Se vio reflejado en el cristal de un escaparate. Debía de estar algo abombado, porque su imagen aparecía aumentada. «O a lo mejor es que había crecido como consecuencia de pertenecer a un clan poderoso, el de los Viajeros entre Mundos», pensó con una sonrisa.

¿Habría adquirido algún tipo de poder? El chico extendió un brazo frente al escaparate y abrió la mano orientando la palma hacia aquella enorme plancha de vidrio. Miraba fijamente su reflejo, sin pestañear, concentrándose sin saber bien para qué. Al poco tiempo, el brazo le empezó a doler y lo bajó, decepcionado. Nada había ocurrido. De todos modos, Pascal sí había notado una mayor capacidad de concentración, que antes de su entrada en la Puerta Oscura no habría imaginado que poseía. «Algo es algo», se dijo. Aunque habría preferido un poco más de confianza en sí mismo, pues conocía muy bien sus puntos débiles.

De pronto, una sombra se abalanzó sobre él, lo que casi le provocó un ataque cardíaco. Sintió, mientras intentaba reaccionar, que lo cogían de las solapas y lo colocaban de espaldas contra el escaparate.

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