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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El viajero (41 page)

BOOK: El viajero
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—¿Y qué más da? —la interpeló Marcel—. Sabes que ellos no tienen las respuestas que buscas. No pueden ayudarte.

—No los descartemos tan pronto —avisó Marguerite—. Quizá lo de hoy no está relacionado, pero mi intuición de policía me pide que siga vigilando a esa vidente. Y eso haré. Al menos hasta que tenga algo más.

—Espero que ese «algo más» no sea una nueva víctima del vampiro...

Marcel se arrepintió al instante de su última palabra, pero ya era tarde. De entre sus labios se había deslizado un término que la detective no estaba dispuesta a manejar. Marguerite, confirmando la previsión de su amigo, adoptaba una mueca hastiada de lo más elocuente.

—¿Ya estás con eso otra vez? —lo recriminó entre aspavientos—. Déjate de monstruos, se trata de un asesino de carne y hueso. Ojalá ese tipo haya tenido suficiente con lo que ha hecho.

Marcel no replicó, aunque supo que debían darse prisa en la investigación. Aquella criatura no tardaría en volver a necesitar sangre fresca. Y mientras tanto, ¿qué estaría haciendo Delaveau? ¿Lo habrían anulado como vampiro las balas de plata?

CAPITULO XXXIII

UN retablo medieval tras el altar, las filas de bancos de madera, el pulpito. Ante los ojos nerviosos de Pascal desfilaban capillas laterales de aspecto lóbrego, candelabros cubiertos de cera que aún sostenían cirios de mechas eternamente humeantes. Sus zapatillas esquivaban tumbas desgastadas en el suelo, y la nariz lo obsequiaba con un suave olor a incienso en medio de aquel silencio sagrado. Un silencio resonante bajo aquellas bóvedas altísimas sostenidas por inmensos pilares de piedra. Seguían en la catedral, acogidos por la hospitalidad del conde de Polignac.

Ellos, impacientes, hacían tiempo paseando por todos los rincones de aquella iglesia, a la espera de recibir noticias del mundo de los vivos. Si de Pascal hubiera dependido, se habría puesto ya en marcha hacia la Oscuridad. ¿Dónde estaría en aquel momento Michelle? ¿En qué estaría pensando?

Pasaban junto a sepulcros de caballeros que habían abandonado aquel mundo intermedio de espera. Nobles que habían luchado por sus damas en mil batallas. Pascal no pudo evitar preguntarse —lo hacía todos los días— qué se disponía a contestarle Michelle antes de su desaparición. Porque estaba convencido de que ella ya había tomado la decisión. ¿Y si había optado por el «no»?

Aquella posibilidad le dolía muy adentro. Si su misión terminaba bien, su amistad la situaría de nuevo junto a él, pero sin perspectivas de conseguirla. Aquella proximidad podía acabar convirtiéndose en la peor de las torturas. De hecho, Pascal se planteó por primera vez si la amistad que habían compartido hasta entonces sería suficiente a partir de aquella aventura, en caso de que ella manifestase su negativa a salir con él. ¿Podría conformarse, o el sufrimiento resultaría excesivo y se vería obligado a dejar de verla? Si, en efecto, sucedía eso, la perdería por completo.

Pascal no quiso aventurar tanto. Su propio nerviosismo le estaba llevando a exagerar sus temores hasta límites absurdos, teniendo en cuenta las circunstancias en las que se encontraba. Primero había que volver de aquella aventura, eso era lo importante, una aventura cuya apreciación completa provocó en Pascal un nuevo recrudecimiento de sus dudas. ¿Cambiaría Michelle su opinión después de todo lo que iba a suceder? La cuestión no condicionaba la firmeza de Pascal en el rescate, pero le suscitaba un nuevo conflicto: ¿le serviría a Pascal un «sí» logrado solo gracias a las circunstancias?

Su propio malestar le hizo comprender lo que había debido de sentir Dominique en más de una ocasión, estando junto a Michelle pero sin poder conseguirla. Quizá por ello, el dolor de Pascal era más agudo, ya que corría el riesgo de perder a una chica que sí estaba a su alcance, pues ella en efecto sentía algo especial por él. Si es que la Vieja Daphne había acertado en sus últimas intuiciones, claro.

Todo aquel caos íntimo de Pascal, que en aquellos instantes convertía su interior en un hervidero de incógnitas y miedos, finalizó cuando el chico encontró una respuesta tan evidente como segura a su último interrogante: Michelle no alteraría por nada lo que hubiese decidido, al margen de todo lo que iba a ocurrir. Era demasiado honesta como para verse influida en una cuestión sentimental por factores ajenos al corazón.

—Qué rápido aprendes —comentó con admiración Beatrice, ajena a los dubitativos pensamientos del chico, caminando delante de él—. Te has comunicado con tus amigos de maravilla.

Había sido muy fácil. Una simple cuestión de concentración, algo en lo que él se iba afinando desde hacía días.

Pascal, cuyos ojos traviesos se habían despistado comprobando lo bien que le sentaban los vaqueros a aquella chica, agradeció la observación con una sonrisa.

—Más me vale aprender rápido —añadió—. No me han dejado mucho tiempo para acostumbrarme a mi nueva condición.

—Eso es verdad. La inteligencia del Mal siempre obedece a un cálculo, te sabe inexperto y no quiere desperdiciar esa ventaja retrasando sus movimientos. De todos modos, más adelante no te resultará tan fácil hablar con tus amigos.

—¿A qué te refieres?

Pascal estaba aprendiendo a odiar las sorpresas.

—Ha dicho el conde que, conforme te vas sumergiendo en la Oscuridad, la comunicación se va haciendo más difícil.

—¿Como pasa con la cobertura de los móviles? —preguntó Pascal, inquieto ante la posibilidad de quedarse aislado.

—Exacto. A determinada profundidad, ya no es posible establecer contacto con el mundo de los vivos. Casi es mejor así —añadió ella, reflexiva.

Pascal miró aquellos ojos hermosos, soñadores, que se habían detenido a estudiar una inscripción en una pared próxima.

—¿Por qué dices eso?

Beatrice se volvió, iluminándolo con la claridad de su semblante pálido.

—Si la comunicación continuara en esos niveles del Mal, podríais escuchar desde vuestras vidas los eternos lamentos de los condenados.

Pascal, sintiendo un escalofrío, se dio cuenta de que ella tenía razón. Solo imaginar aquella escena se le había hecho insoportable. Beatrice lo sorprendía de vez en cuando con agudas observaciones de una profundidad turbadora. Sin duda, aquella chica era mucho más interesante de lo que insinuaba su apariencia inocente.

—¡Muchachos! —el conde de Polignac los llamaba desde la sacristía, con visibles muestras de urgencia—. ¿Dónde os habéis metido?

Ellos contestaron al unísono, corriendo hasta donde los esperaba el aristócrata.

—¡Lo han conseguido! —gritó victorioso el conde—. ¡Tus amigos han cumplido su parte, se ha percibido su ceremonia de envío! Ahora tenemos que llevar a cabo el rito necesario para que los elementos sagrados atraviesen el umbral entre la vida y la muerte, algo que en el caso de los objetos no resulta demasiado difícil. Al menos eso espero; hace mucho que no practico este tipo de liturgias.

Ahora que por fin se aproximaba el momento de la partida, Pascal volvió a sentir una quemazón en el estómago. Polignac lo atisbo desde la veteranía de sus ojos antiguos.

—Viajero, recuerda: tienes que estar convencido antes de emprender la misión.

Pascal asintió con vehemencia:

—Lo estoy, lo estoy. Son los nervios, nada más.

—De acuerdo. Pues vamos allá.

El conde los llevó hasta una de las capillas que albergaban tumbas. Sobre el suelo de aquel lugar habían dispuesto velas encendidas trazando un símbolo en forma de luna. En su centro habían depositado un cuenco con diminutas piezas de marfil, y alrededor de toda la composición permanecían en silencio, erguidos, bastantes muertos ataviados con túnicas grises.

—El color de la espera —aclaró Beatrice al Viajero en voz baja—. La negrura para el Mal, la blancura para el Bien y el gris como tonalidad de la transición.

Pascal se sintió cómodo con aquel dato; también aquel color intermedio reflejaba su propio papel en el mundo de los vivos. Al menos hasta haberse convertido en Viajero.

Polignac avanzó hasta situarse frente a un pequeño pulpito en el que descansaba, abierto, un viejo libro de hojas apergaminadas. Buscó con los ojos las líneas que necesitaba pronunciar para lo que se proponía llevar a cabo y, tras dedicar a todos los presentes una mirada de comprobación, empezó a leer unas palabras ininteligibles.

Pascal asistía subyugado a aquel solemne ritual. El aristócrata seguía recitando allí, de pie ante multitud de pupilas sin vida. Pronunciaba las frases en un dialecto que, según le informó Beatrice, hacía mucho que no existía en el mundo de los vivos. Pascal lo creyó así: la cadencia rítmica de aquella extraña lengua le provocaba una sensación primitiva que no supo explicar.

Poco después, Polignac cerró el libro y, con un gesto, invitó a todos los que lo acompañaban a apagar las velas. Aquello marcó el final de la celebración, y los muertos —que, de algún modo que a Pascal se le escapaba, habían colaborado con su presencia— empezaron a marcharse con sus pasos silenciosos. El conde se separó entonces del pulpito y llegó hasta donde permanecían el Viajero y Beatrice.

—Ahora varios compañeros acudirán al túnel que tú ya conoces, Pascal, el que comunica con la Puerta Oscura. Confío en que hayamos logrado atraer los instrumentos.

No tuvieron que esperar mucho para averiguarlo, pues en menos de media hora Polignac tenía ante sí varios bultos cubiertos por una tela de terciopelo rojo que atraían las miradas inquietas de los chicos.

—Ha llegado el momento, Viajero —sentenció el conde, procediendo a apartar la tela.

Pascal y Beatrice aguardaban, expectantes. Pascal procuraba dominar una incómoda ansiedad que parecía estrechar sus pulmones. Como un actor primerizo, ahora que se aproximaba el momento de salir a escena, lo habría dado todo por renunciar a su papel principal y poder sentarse en las butacas, bajo el amparo de la penumbra y el público. Pero no era posible. Nadie podía sustituirlo en aquella representación. Y el telón había empezado a ascender.

Comenzaba la función.

Polignac mostraba aquel tesoro, satisfecho. Todos pudieron comprobar que allí estaban los tres objetos que necesitaban. Los amigos de Pascal habían cumplido el encargo.

—Tienes en tus manos el Brazalete de la Muerte Aparente —explicó el conde mientras le entregaba una pulsera de pequeñas piezas esféricas de un mineral ligero—. Guárdalo y, cuando necesites que tus latidos no te delaten, póntelo en la muñeca izquierda, la del lado del corazón. Pero no abuses —advirtió muy serio— o tu corazón se parará de verdad. Y estarás muerto.

—Morir en la Oscuridad... —susurró Beatrice—. Nada sería peor.

—Gracias por tus ánimos —se quejó Pascal, que no necesitaba que nadie aumentase sus asfixiantes temores—. Continuemos, antes de que me arrepienta.

Polignac le hizo entrega de la daga, protegida en su funda oscura.

—Normalmente se coloca en la cintura... —le informó el noble mirando contrariado los pantalones caídos de Pascal bajo los que asomaba el comienzo de sus calzoncillos Calvin Klein—. Pero en tu caso...

Pascal no pretendió explicarle cómo vestían los jóvenes en el siglo XXI. No había tiempo, y tampoco habría merecido la pena.

El chico se miró un momento y estudió la funda del arma, de unos cincuenta centímetros. De cuero negro, disponía de una larga cinta de piel con la que supuso que se sujetaba alrededor del cuerpo. Al fin, tomó una determinación: pasó la correa de la vaina por encima de su cabeza, ajustándosela al hombro de modo que recorría su pecho en oblicuo, hasta situar la funda con la espada a la altura de la cintura.

—Ya está, ¿qué os parece?

—Te queda muy bien —le dijo Beatrice.

—Puede servir —reconoció Constantin de Polignac—. No es una forma muy ortodoxa de llevar esa arma, pero en fin...

Otros fallecidos se habían acercado, curiosos ante los preparativos. Pascal extrajo la daga de su funda.

—¡Qué poco pesa! —se sorprendió blandiendo aquel filo pulido y brillante.

—Aunque tú puedas tocarlos —argumentó el conde—, recuerda que tus enemigos son espíritus. Y, para dañarlos, lo importante no es el peso, sino el material con el que los ataques. No existe en tu mundo ni en el nuestro el metal con el que se forjó esa daga. Cuida tu pulso cuando la empuñes. Por tu propia vida y porque, al igual que ocurre con los diamantes, lo escaso tiene un valor incalculable.

—Un arma tan letal que puede matar a los muertos —concluyó Beatrice sin ocultar su admiración—. Envía sus espíritus a unas profundidades de las que no podrán retornar. Creo que está en buenas manos.

Ella acompañó sus palabras con una caricia al puño con el que el chico agarraba el arma. Aunque lo hizo con una lentitud que en otro contexto hubiera resultado sospechosa, en cuanto Pascal subió los ojos hasta su rostro angelical, rechazó de plano cualquier alternativa dudosa en sus intenciones.

«Solo me está apoyando en estos momentos tan difíciles», se dijo.

Cada palabra de aquella joven tenía la facultad de alterar a Pascal, que descubría así lo mucho que le gustaba recibir halagos. No estaba acostumbrado a eso, en su vida cotidiana no solía ser el destinatario de tales comentarios, aunque tampoco los recibía malos. Simplemente, nadie hablaba de él, salvo sus amigos. En el
lycée
pasaba desapercibido, era invisible.

«Hasta para que le odien a uno hay que tener madera de líder», había expresado en más de una ocasión Pascal.

¿Era eso acaso lo que impedía a Michelle decidirse a salir con él? Pascal sonrió. ¿Le parecería suficiente aquel rescate en los infiernos para considerar que Pascal había obtenido algo de protagonismo?

El Viajero se quitó de la cabeza aquellas absurdas ideas, fruto de los nervios. ¡Menos mal que ella no podía oírlo! Y es que a Michelle nunca le habían impresionado los protagonistas.

Michelle. Desde luego, no era tan tierna como Beatrice. Pero su inteligencia, la forma personal y directa con la que manejaba el timón de su vida, la hacían tan atractiva...

Pascal abandonó su repentina ensoñación. Siempre había tendido a soñar despierto y a veces se abstraía en momentos muy inoportunos. Viendo a Beatrice y Polignac esperar algún comentario suyo, intuyó que aquel era uno de aquellos instantes.

—Pero yo no sé luchar —reconoció, a pesar de que todavía lo avergonzaba delatar sus orígenes humildes de vulgar vivo—. ¿De qué me servirá esta daga?

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