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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El viajero (52 page)

BOOK: El viajero
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¿Para qué sostener la mirada en un mundo así? ¿Acaso había algo allí que justificara mantener los párpados abiertos, cuando lo único que uno podía encontrar alrededor era la misma oscuridad que provocaba continuar con los ojos cerrados? Ni siquiera la silenciosa compañía del otro prisionero compensaba la visión de aquel panorama extinto.

Michelle prefirió escapar a su interior, refugiarse en el único lugar todavía no mancillado por la podredumbre reinante. Ahí dentro, donde acababa de evocar un radiante sol, un sol veraniego típico del atardecer que, cuando se apartaban las nubes, convertía en dorados los puentes sobre el Sena, se sintió segura siquiera por unos breves segundos. Y en aquella apacible intimidad, se encontró de improviso con el rostro joven de Pascal, con su semblante impaciente que seguía aguardando una respuesta. Ella disfrutó de su compañía, fantaseó con acariciar la mejilla virtual de su amigo mientras mantenían una de aquellas conversaciones que nunca lograban acabar por las avasalladoras intromisiones de Dominique, el chico de la sonrisa maliciosa. Fue maravilloso recuperar así aquellos fragmentos de su vida, a los que ella procuró agarrarse entre sollozos de impotencia. ¿Cómo volver?

De nuevo, la imagen de Pascal cobraba fuerza entre las imágenes. ¿Qué sentía por él? Intentó alejar la urgencia por verlo, por verlos a todos. La carencia de cariño durante aquellas jor nadas siniestras multiplicaba los sentimientos hacia sus seres queridos hasta límites abrumadores, y eso podía confundirla.

¿Qué sentía por Pascal de verdad? Tuvo que reconocer que ni siquiera en el momento en que fue secuestrada albergaba ya una respuesta. Había dado largas al asunto desde el principio, a pesar de adivinar la impaciencia de Pascal, como si eso perteneciera a una intimidad que no le apetecía descubrir. Estaban bien como estaban, ¿no? Pero la propuesta de su amigo lanzaba sobre la mesa planes más ambiciosos.

Algo había entre ellos, desde luego. Algo que quizá iba más allá de una simple amistad. Con él se sentía bien, a gusto; Michelle siempre estaba dispuesta a quedar con Pascal. Pero ese algo ¿era lo suficientemente fuerte como para justificar el inicio de una relación de pareja? De nuevo llegaba el miedo a perder lo que tenían, esas veladas inolvidables de grupo de amigos, esas quedadas en el parque. Porque no podían engañarse: si empezaban a salir juntos y la cosa no funcionaba, nada volvería a ser igual, por mucho que ambos se comprometiesen a ello. En esos casos, una de las partes siempre quedaba herida. Y ese dolor, o el despecho, o la incapacidad para aceptar que el intento había terminado, hacía imposible recuperar la amistad anterior.

Michelle estaba conociendo una faceta cobarde de sí misma que no le gustaba demasiado. ¿Era cobardía o prudencia? No estaba segura.

Aunque era probable que ya no importase. Nadie podía garantizar a Michelle que volviese a ver a sus amigos. Había muchas posibilidades de que su respuesta a la petición de Pascal quedase en el aire para siempre, unos eternos puntos suspensivos sobre aquella atmósfera viciada.

En el fondo, era como si alguien decidiera por ella. Y eso le despertó una rabia que la irguió de golpe sobre el carro.

Tragó saliva. Había abierto los ojos. Su ensoñación había terminado.

* * *

La noche reaviva el instinto de los depredadores, con la oscuridad llega la cacería.

Varney avanzaba por los tejados a gran velocidad, silencioso e inexorable. Salvaba el espacio entre los edificios con saltos felinos, deslizándose con elegancia por la oscuridad.

El vampiro sonreía en medio de su avidez. Se sentía libre y poderoso. Aquellas horas constituían su reino. En ese mundo de vivos, las tinieblas le pertenecían, y entre ellas se mimetizaba haciéndose casi invisible a los mortales. Los olía, percibía sus corazones calientes bombeando sangre, espiaba sus movimientos rutinarios en sus hogares.

Ya había detectado el magnético rastro de la Puerta. Por fin.

Estaba cerca. Muy cerca. Y el Viajero todavía no había retornado del Más Allá, no sentía su presencia en el mundo de los vivos.

Varney mostró una sonrisa deformada por los colmillos, y sus dedos de uñas curvas se tensaron con ansia.

El demonio vampírico esquivó con repugnancia la silueta de la iglesia de la Madeleine, con sus escalinatas vacías bajo las columnas, y pronto quedó ante su vista la casa que buscaba. Una grieta de luz apenas se distinguía en su tejado, pero las pupilas avezadas del monstruo la captaron al instante, con una audeza de halcón.

Por fin. A pesar de su apetito, de su confianza, pronto advirtió la proximidad de un hombre que permanecía asomado en la terraza de un ático, fumando. El individuo lo había visto, y ahora entrecerraba los ojos, dubitativo, intentando concretar qué era aquello que se movía tan cerca de él, entre las sombras.

Un testigo. Qué inoportuno.

El tipo no pudo seguir observando. De varios saltos, Varney había llegado hasta allí y, de un zarpazo, le cortó el cuello sin que pudiera emitir el más mínimo gemido. Eran tan vulnerables los humanos... El vampiro saboreó la salpicadura de sangre que le cruzó la cara mientras el cuerpo de su última víctima, ya inerte, caía al vacío hasta estrellarse contra la acera, seis pisos más abajo. Varney dejó que el ruido seco, contundente y breve del cadáver aplastado anunciara el final de aquel movimiento imprevisto.

El vampiro acababa de perder así la invisibilidad de sus movimientos; un cuerpo en la calle llamaría pronto la atención. Pero aquella improvisación tenía sus ventajas: distraería a la policía, orientándola hacia una casa distinta a la que contenía el verdadero tesoro, la Puerta Oscura.

La colilla del cigarrillo que fumaba su última víctima, humeante aún, había caído al suelo de la terraza. Quizá albergaba aún el calor de los labios del desconocido. El vampiro la apresó con sus manos letales y la acarició, exultante en medio de ladanza de la muerte cuya melodía acababa de comenzar.

Tras varios días de abstinencia, Varney volvía a necesitar sangre fresca. Pero prefirió esperar; pretendía alimentarse de quie nes custodiaban la Puerta Oscura, no podía imaginar un manjar más exquisito.

Sería el banquete perfecto para una perfecta victoria.

Varney agudizó sus sentidos más animales, aguardando las reacciones que aquella ejecución iba a producir en el entorno.

Pero no ocurrió nada. La ausencia de peatones por la calle y la tardía hora habían propiciado que el silencioso asesinato pasara inadvertido, al menos durante un rato, hasta que alguien aceptara que aquel bulto encharcado sobre los adoquines era un cuerpo.

Se oyó un ruido en el interior del piso y la débil luz de una lámpara se encendió tras una ventana. La última víctima de Varney, al parecer, no vivía sola, y su anónima compañía se había despertado. El vampiro, agazapado, esperó. No podía entrar en un recinto cerrado si no era invitado, pero en caso de que quien fuera saliera a la terraza...

—¿Frank? —llamó una somnolienta voz femenina.

Conmovedor. Varney disfrutó de aquel espectáculo, que representaba la retorcida idea de que un despertar pudiera suponer, paradójicamente, el final de una vida.

—Despertad —susurró—, despertad a la muerte que viene a buscaros...

CAPITULO XLI

BEATRICE regresó en seguida al interior de la casa. Empezó a hablar mientras su cuerpo muerto volvía a recuperar la atractiva consistencia habitual que había seducido a Pascal horas antes, un episodio que los dos parecían haber desterrado de sus memorias hasta que la situación mejorase.

—Han clavado por fuera unos maderos para bloquear la puerta —anunció Beatrice, perpleja—. Con razón no podíamos abrirla desde dentro. Y han pintado con cal varias cruces sobre ella.

Pascal ignoraba qué podía justificar una actuación semejante, pero desde luego no tenía buena pinta.

—Qué mal suena eso, Beatrice. ¿Has visto gente, otros edificios? —preguntó, buscando información que le permitiera deducir la época en la que se encontraban.

—Muchos hombres con aspecto de campesinos, otros a caballo, más elegantes y armados con espadas —comunicó ella—. El suelo es de tierra, se ve mucha venta ambulante, cerdos sueltos por la calle, ratas, un montón de hogueras, y no hay demasiadas construcciones. Pascal, creo que nos hemos trasladado a una aldea de la Edad Media.

El aludido, asombrado, asintió.

—Eso parece, por lo que cuentas. Madre mía, no esperaba un salto semejante. La Edad Media.

Pascal se giró, echando una nueva ojeada al interior que los cobijaba y que seguía invadido por aquel olor malsano al que a duras penas se habían ido acostumbrando conteniendo las arcadas. Sus ojos se detuvieron en la escalera que conectaba con el piso superior. Ningún sonido les había llegado desde allí.

—Subamos —dijo el Viajero, inquieto—. A lo mejor podemos salir por alguna ventana. Siempre será mejor eso que llamar la atención rompiendo la puerta. Tengo que mantenerme al margen.

—Vale.

Pascal miró su piedra transparente, que continuaba brillando en dirección al exterior, y echó a correr hacia los peldaños de madera. Consultó su reloj. Cada viaje en el tiempo constituía una imparable cuenta atrás, y ya había transcurrido una hora y media de las veinticuatro con las que contaban en cada destino antes de quedar presos en aquella dimensión de naturaleza cronológica.

Arriba, donde el hedor adquiría una intensidad repulsiva, se encontraron en una amplia estancia amueblada con armarios macizos y una ventana cerrada que sumía todo en penumbra. Beatrice intentó sin éxito abrirla.

—Nada, también está tapiada —dijo mientras apartaba unos pesados cortinajes, con lo que la habitación ganó algo de luz.

Entonces vieron una cama de madera con dosel. En su interior, sobre un jergón desordenado y sucio, los esperaba un último hallazgo espeluznante: el cuerpo desnudo de un hombre agonizante, que gemía retorciéndose de dolor, exhausto tras varios días de devastadora enfermedad. El leve resplandor provocado por el movimiento de las cortinas parecía hacer daño a su demacrado rostro de ojos hundidos, por lo que Beatrice las dejó como estaban, compadecida ante un sufrimiento tan atroz y solitario.

Pero lo más terrible era el lamentable estado de aquel enfermo: ardía de fiebre entre convulsiones, medio cubierto por unas mantas encharcadas de vómitos sanguinolentos. De su boca asomaba una lengua cubierta de una capa blanquecina. Abundantes manchas oscuras recorrían su piel, junto a pústulas azuladas, delatando copiosas hemorragias internas, y tenía en el cuello varios bultos, algunos de los cuales se habían ulcerado abriéndose en hilos viscosos.

—Dios santo... —Pascal se apartaba, asqueado y apenado a un tiempo—. Pero ¿qué es esto?

—Mira aquí —la voz de Beatrice sonaba temblorosa, como cargando con el peso de una tristeza inconmensurable.

Pascal obedeció, pálido. La chica señalaba un rincón de aquel dormitorio, donde sobre un camastro más sencillo descansaba el cadáver de una mujer que mostraba el mismo aspecto de su compañero de agonía, aunque con la serenidad que otorga llevar varios días muerta.

Pascal no reaccionaba, entendiendo por primera vez los destinos infernales a los que conducían las celdas de la Colmena del Tiempo.

«Los infiernos del hombre.»

—Pero... pero ¿cómo pudieron dejar encerrada a esta pareja enferma...? —balbuceó impresionado—. La gente no tiene corazón. ..

«Lo que tiene es miedo», pensó Beatrice, intuyendo la amenaza que se cernía sobre ellos.

—Pascal, habla ya con tus amigos —avisó ella, consciente de que el tiempo seguía corriendo en su contra—. Ha llegado el momento de saber a qué nos enfrentamos.

* * *

Daphne se irguió de improviso, atendiendo a una llamada del Más Allá.

—¡Chicos! —advirtió cuando todavía manejaba las riendas de su propio cuerpo—. Pascal está iniciando la comunicación. ¡Llamad ahora a Mathieu y repetidle todo lo que salga de mi boca!

Dominique tecleaba el número de su móvil, nervioso, rogando para que nada impidiese contactar con su rubicundo amigo en aquel preciso instante.

—¿Y qué hacemos cuando nos conteste Mathieu? —preguntó Jules, inseguro ante la trascendencia de su misión como intermediarios entre la vida y la muerte.

Daphne ya había iniciado las convulsiones, pero logró articular unas últimas palabras:

—Repetid ante mí lo que os diga vuestro amigo, lenta y claramente. Repetid...

La vidente calló. Ya no era ella, sino un cuerpo disponible para ser ocupado, un vehículo de transmisión para espíritus. Puso los ojos en blanco y comenzó a hablar...

* * *

Mathieu asintió con gesto concentrado a lo que escuchaba por el móvil, sentado junto a la barra de un bar.

—Hummm... interesante... Lo que describes no ofrece lugar a dudas...

—Pues venga, dímelo —rezongó Dominique, impaciente.

—Se trata de la muerte negra —afirmó Mathieu, convencido—. Esos síntomas tan característicos...

—¿La muerte negra? —repitió Dominique, como exigiendo más concreción en su respuesta—. ¿Te refieres a la peste?

Aunque la historia no era su especialidad, Dominique contaba con unos conocimientos razonables sobre aquella materia, gracias a su afición a la lectura.

—Sí, la peste —confirmó el otro, solemne—, la peste. Durante la Edad Media eran frecuentes las epidemias de esa enfermedad, que en el siglo XIV llegó a matar a un tercio de la población europea. ¡Un tercio!

—Un momento, espera.

Dominique iba repitiendo a Jules lo que su amigo le decía, para que este a su vez se lo contara con lentitud a Daphne, que se mantenía en trance. Aquella información no parecía muy halagüeña, de todos modos.

—Esos bultos en el cuello del enfermo que has descrito —continuó Mathieu metiéndose de lleno en su pasión por lo histórico— se llaman bubones, de ahí el nombre de peste bubónica. También la llamaban peste negra por las manchas oscuras que salían en la piel. Y la fiebre, las pústulas... todo encaja. Además, ¿has dicho que la casa del enfermo está tapiada y señalada con cruces?

—Sí, eso he dicho.

—No hay duda. Como se creía que la plaga se transmitía entre seres humanos por contagio directo entre un sano y un apestado, todos los hogares donde había enfermos fueron aislados del resto de la comunidad, con toda la familia dentro, aunque el resto estuviera bien. Imagínate qué marrón para los parientes: ¡se les estaba condenando a una muerte segura, encerrándolos con sus familiares enfermos! ¡Qué espanto aguardar así a que te llegue la hora! Pero, claro, las autoridades estaban tan aterradas que lo consideraban un sacrificio justo en beneficio de la comunidad... Tuvo que ser terrible... No me habría gustado vivir en la Edad Media... —Mathieu, ajeno a lo que había en juego, se enrollaba recreándose en sus propios conocimientos, poniendo a prueba la paciencia de su amigo—. Sobre las puertas de esas casas apestadas se dibujaban con cal signos, como esas cruces que has dicho, para avisar a la gente, porque casi nadie sabía leer.

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