El viajero (53 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

BOOK: El viajero
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—Espera, espera otra vez, por favor.

Dominique volvió a repetir sus palabras a Jules tapando el teléfono móvil. Después volvió a dirigirse a su amigo:

—O sea, que lo de encerrarlos en las casas no sirvió de mucho —animó a Mathieu a continuar.

—Claro que no, porque las ratas seguían moviéndose sin problemas, y eran ellas el principal factor contaminante. Bueno, más exactamente sus pulgas.

Dominique procuró evitar que Mathieu divagara con una nueva pregunta, recordando lo que había dicho Pascal a través de Daphne.

—¿Y cómo podían salvarse de ese peligro?

—Chungo, la verdad —la voz de Mathieu, que se imponía a la música de fondo del local donde permanecía con su nuevo amigo, denotaba que estaba disfrutando con aquel tema—. Caían como moscas, incluso se quedaron sin madera para los ataúdes. Bueno, de hecho también morían los enterradores, y los médicos... Por eso, al final, no se preocupaban en destruir bien los cuerpos de los apestados, lo que empeoró la situación, pues esos cuerpos pudriéndose contaminaban las aguas, los animales...

—¿Entonces...?

Mathieu se quedó pensativo unos instantes.

—Alguien que quisiera salvarse tendría que abandonar la ciudad cuanto antes y evitar el contacto con otras personas y con los animales, pues las poblaciones eran los principales focos de infección. De hecho, los ricos lo intentaban huyendo a sus residencias en el campo. Y nada de beber agua ni comer alimentos de las zonas afectadas por la epidemia, y mucho menos tocar a los enfermos. Si los apestados son de los que tosen, la situación todavía es peor, porque el contagio es por el aire.

—Un momento, Mathieu.

De nuevo, Dominique llevó a cabo el proceso de comunicación con Jules, no sin antes hacerse una terrible pregunta: ¿dónde se encontraba Pascal, que requería aquella información tan deprimente?

—La enfermedad —terminaba Mathieu mientras tanto, abstraído—, uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis...

* * *

Pascal seguía concentrado, aunque la palabra «peste» le había provocado una arcada de terror, de asco. ¡Se encontraban en medio de una epidemia de peste! Beatrice no corría peligro, pero él... Sin perder tiempo ni interrumpir su comunicación espiritual, se arrancó las ropas que había conseguido en aquel lugar y, por miedo a la infección, las tiró lejos. Prefería dejar al descubierto su indumentaria moderna que arriesgarse al contagio. Ojalá estuviera a tiempo de librarse de aquella enfermedad.

Con los ojos cerrados, siguió escuchando las palabras que le llegaban desde otra dimensión, hasta que un grito de Beatrice lo arrancó de su ensoñación con tal violencia que casi perdió el equilibrio.

—¡Las escaleras! —volvió a chillar la chica con los ojos muy abiertos, alejándose hacia el extremo opuesto de la habitación.

Pascal volvió en sí, sin tiempo para terminar de procesar la información que acababa de recibir procedente del remoto mundo de los vivos, y descubrió lo que acababa de atemorizar a Beatrice: la figura inconfundible de un carroñero que subía los últimos peldaños en dirección al dormitorio. ¿Cómo había llegado hasta allí aquella criatura? Pascal recordó que los servidores del Mal podían desplazarse por los caminos temporales de la Colmena sin ningún problema. Y que ya debían de conocer la misión que había llevado al Viajero hasta el reino de la oscuridad.

El talismán de Daphne llevaba un rato rozando el cuello de Pascal con tacto helado, un perentorio aviso que el Viajero había tardado en advertir, obcecado por sus propios temores. Ahora, sin embargo, resultaba obvio que aquellos carroñeros que se le aproximaban estaban dispuestos a arruinar la misión. Su aprensiva preocupación por un posible contagio de peste tendría que esperar.

Pascal tragó saliva oyendo los pesados gruñidos de aquel ser, cuyo rostro apenas putrefacto delataba su relativa juventud como bestia del Averno. Aquello desorientó al Viajero. La escasa degeneración del monstruo, que contaba todavía con un reconocible semblante de facciones humanas, le dio la impresión de que se enfrentaba, en el fondo, a una simple persona de mediana edad. Y aquella sensación le transmitió una tristeza insospechada, aunque era consciente de que no podía fiarse; a pesar de las apariencias, lo que se le aproximaba no era humano. Simplemente, lo había sido.

—Beatrice, escapa —avisó a la chica sin dejar de mirar al carroñero, recordando que ella podía perder la consistencia de su cuerpo y atravesar paredes—. Ya te avisaré cuando haya pasado el peligro.

—Estoy para ayudarte —dijo ella con un hilo de voz, lanzando a la bestia con todas sus fuerzas un utensilio de madera que había encontrado—. Me quedo.

Pascal sabía que ella también lo arriesgaba todo; ambos suponían un buen botín para el Mal. El monstruo estaba a pocos metros, y su brusco aullido heló el corazón del Viajero, que sintió cómo su piel se erizaba. Resoplando, dejó a la vista la empuñadura de la daga, sobre la que colocó una mano que luchaba por mantener firme. El carroñero miró con curiosidad aquel último movimiento, y se dispuso a abalanzarse sobre aquel joven vivo.

* * *

Jules todavía estaba repitiendo las últimas palabras de Dominique, cuando Daphne experimentó una fuerte convulsión que la impulsó hacia delante. El cuerpo del chico impidió que la vidente se diera de bruces contra el suelo de la buhardilla.

—Algo ha ocurrido —sentenció la bruja—. La comunicación se ha interrumpido de golpe, algo le ha pasado a Pascal.

—Joder... —Dominique se pasó una mano por la cara tras quitarse la gorra—. Por favor, esto me está superando...

Daphne no se dio por vencida.

—No podemos quedarnos así, esta vez voy a intentar ser yo quien establezca contacto con él...

Jules y Dominique aguardaron, tensos, mientras la bruja iniciaba la autohipnosis. Durante unos minutos, el silencio adquirió tal solidez que sintieron latir sus propios pulsos, un sonido cotidiano que en el Más Allá habría resultado abrumador.

—Nada —claudicó Daphne al poco rato, dejando caer su espalda sobre el respaldo del sillón—. No hay manera, no logro conectar con él. No lo entiendo.

—¿Quizá es porque Pascal se encuentra «fuera de cobertura»? —Jules probaba con la hipótesis menos turbadora.

—No lo sé, Jules —reconoció la vidente con voz vencida—. No lo sé.

* * *

Pascal desenfundó el arma y el calor procedente de la daga recorrió sus venas, infundiendo a su corazón la firmeza que necesitaba. Su pulso dejó de temblar y el filo se irguió esperando la llegada del adversario, que estaba a punto de alcanzarlos.

A pesar de que el carroñero ganaba en tamaño a Pascal y había cogido velocidad en su carrera final, la daga del Viajero empezó a describir unos certeros movimientos que obligaron al monstruo a detenerse y a retroceder. Tras Pascal, Beatrice aguardaba, aterrada, sin saber cómo podía ayudar.

El carroñero pareció hartarse pronto de aquellas maniobras ágiles a las que lo estaba obligando el chico —su eterno apetito no permitía a aquellos seres grandes dosis de paciencia—, así que se lanzó directo hacia Pascal, intentando pillarlo desprevenido con su feroz velocidad. No contaba con que aquella arma que exhibía el delgado muchacho pudiera matar carne muerta. Pero aquella cuchilla oscura que manejaba Pascal con la precisión de un experto sí era capaz de aniquilar lo podrido. La daga, ávida como un sabueso ante la proximidad de la presa, aceleró el ritmo y la potencia de sus estocadas frente al nuevo ataque del carroñero, que lanzaba sus manazas intentando atrapar al chico para devorarlo a dentelladas. Pascal, obedeciendo los impulsos de aquel instrumento letal, trataba de soportar sus agresivos empujes con toda su energía. Alzó el brazo armado en el momento preciso en que la daga se lo indicó y, de un solo tajo, decapitó al carroñero, cuyo cuerpo descabezado cayó al suelo como una marioneta rota. Sus extremidades siguieron moviéndose entonces, agitadas por convulsiones nerviosas, mientras el enfermo de peste, desde su lecho infectado, exhalaba el último suspiro. Su agonía, por fin, había terminado.

No hubo tiempo para descansar, pues otro carroñero alcanzaba ya el piso superior. Pascal contempló a su siguiente enemigo, una enorme criatura que debía de pesar más de cien kilos a pesar de su avanzado estado de descomposición. Más viejo que el anterior, aquel carroñero dejaba a la vista parte de sus entrañas bajo la ropa hecha jirones con la que se cubría.

La ansiedad del nuevo agresor no permitió que Pascal jugara con la daga, pues el monstruo, en cuanto llegó a aquel piso, se lanzó como un huracán contra la figura encogida del Viajero. Al carroñero no pareció importarle el filo bruñido que el chico seguía blandiendo con el arrojo que da el instinto de supervivencia.

Pascal, incapaz de detener semejante avalancha, decidió no interponerse en el camino de la fiera para evitar ser arrastrado y correr así el riesgo de perder su arma. Por eso, lo único que hizo fue apartarse con agilidad asustada en el momento en que el carroñero estaba a punto de atraparle, actos reflejos que sí se le daban bien gracias a su nerviosa delgadez. Beatrice, atenta, también había modificado su posición para apartarse del rumbo imparable de aquel depredador.

El monstruo, sorprendido por aquella maniobra, no pudo frenar a tiempo su ataque, pues contaba para detenerse con el impacto sobre el Viajero, lo que provocó que se estrellara contra la ventana de la estancia. Su grueso cuerpo astilló las hojas de madera, arrancando los tablones que la bloqueaban y precipitándose al vacío entre aullidos.

Pascal y Beatrice entrecerraban los ojos, cegados por el sol que entraba a raudales por el hueco recién abierto. La luz, al mostrar con todo detalle el interior de la casa, evidenció la verdadera naturaleza de la peste.

Pascal se alejó lo que pudo de la cama del enfermo. La posibilidad del contagio volvía a él con todo su espanto. Tenían que salir de allí, de aquel momento histórico, cuanto antes.

En el exterior se oían gritos y carreras; la violenta aparición del carroñero debía de haber despertado el pánico entre los habitantes de aquella aldea medieval. Pascal y Beatrice se asomaron con cautela, y lo que vieron los dejó perplejos: a cierta distancia, un montón de gente rodeaba al carroñero con antorchas encendidas, impidiendo que escapase.

—Claro, el fuego sí puede destruirlo —observó la chica—. Ellos lo ignoran, pero le están atacando con lo único que puede frenarlo en este mundo. Pero ¿por qué se han dado tanta prisa en detenerlo?

En la calle, los caballos relinchaban y se movían inquietos, detectando la naturaleza sobrenatural del ser inmovilizado por el fuego.

Pascal respondió sin titubear:

—Todo coincide con la información de Mathieu. Como el carroñero ha salido de una casa apestada y tiene esa pinta podrida, todos creen que está enfermo. Antes lo quemarán vivo que dejarlo irse para que extienda la peste.

—Ya entiendo —Beatrice se mostró aliviada por aquellas casuales circunstancias que los beneficiaban.

Pascal no aguantaba más allí dentro, casi sentía las bacterias aproximarse a su sangre.

—Salgamos mientras todos están pendientes del carroñero —sugirió—, y antes de que me termine contagiando. Con cuidado; si nos ven escapar de esta casa, tampoco nos dejarán marchar a nosotros.

Pascal se subió a la repisa y después ayudó a Beatrice. Como estaban en un primer piso, la altura a salvar no era excesiva, así que los dos saltaron sin perder más tiempo.

Al caer al suelo se encontraron cara a cara con un campesino de unos veinte años, que dio un respingo al darse cuenta del infeccioso lugar del que procedían. Apartándose varios metros, el aldeano volvió su rostro frenético buscando al resto de su gente, que seguía hostigando al agresivo carroñero, estrechando el círculo de antorchas.

—Te va a delatar —avisó Beatrice, invisible e inaudible para el joven agricultor.

El Viajero supo que tenía que evitarlo antes de que fuera demasiado tarde.

—No lo hagas —le advirtió Pascal al chico, acercándose con calma para no asustarlo y que gritara—. No los llames. O les diré que tú estabas conmigo, que ya estás contagiado.

Pascal probó aquella estrategia en vez de amenazarlo con su arma, aun a sabiendas de que se jugaba mucho. No estaba dispuesto a emplear la daga con seres humanos, no pagaría ese precio. Y es que tenía la impresión de que el Mal podía conquistarlo de formas más sutiles, más imperceptibles que un tosco ataque de carroñeros. No, solo utilizaría la daga con criaturas de la Oscuridad. No caería en la trampa.

El campesino, que ya había abierto la boca en un claro gesto de llamada, se contuvo al escuchar la amenaza. No era ninguna tontería, desde luego. Miró a Pascal, deteniendo su atención en sus ropas y su extraño peinado, y luego a esos hombres que, convertidos en una turba enloquecida, habían prendido fuego al carroñero. El joven agricultor calculaba si ellos, en medio de aquella fiebre aterrada, se detendrían a valorar si las palabras de aquel desconocido eran ciertas o falsas antes de encerrarlos hasta la muerte en la casa apestada.

La respuesta a sus reflexiones no debió de ser muy prometedora, pues el aldeano, sin emitir una sola palabra ni apartar su mirada aprensiva de Pascal, se fue alejando hasta perderse entre varios edificios. Solo entonces, el Viajero emitió un sonoro suspiro, al tiempo que se alejaba de la casa siguiendo el brillo de su piedra transparente. Beatrice escoltaba sus pasos.

El tiempo continuaba transcurriendo en aquel mundo. Pascal y Beatrice corrían entre calles de tierra, animales e individuos de gesto hostil que seguían con la vista a aquel chico de peculiar indumentaria. Mientras avanzaban, se iban empapando de los detalles de aquel episodio histórico que tenía lugar más de seiscientos años antes de su nacimiento. Sorteaban auténticas piras donde ardían montones de cadáveres, que lanzaban a la atmósfera columnas de humo negro; hogueras que tardarían días en apagarse, pues no dejaban de llegar carros con decenas de cuerpos pustulentos, ya inertes, cuerpos de mujeres, de hombres, de niños; cuerpos de campesinos, de nobles, de mercaderes. La peste, en su macabra democracia, no respetaba a nadie, se colaba en las casas con su aliento nocivo atravesando puertas, muros, barreras. En muchos casos, los que conseguían escapar de la ciudad no sabían que llevaban consigo el mortífero fantasma de la enfermedad, convertidos así en inconscientes heraldos de la Muerte. Aquellos que en otras aldeas ofreciesen su hospitalidad a esos supervivientes fugitivos, estarían cavando su propia tumba.

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