El viajero (61 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

BOOK: El viajero
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Pero no lo hizo, y su determinación no se vio contaminada por la impactante certeza de que caminaban por un lecho subterráneo de condenados.

* * *

Tic-tac. Tic-tac. Jules, atónito, se descubrió escuchando el movimiento de las agujas de su reloj de pulsera. Nunca un silencio fue tan rotundo, tan visceral. Se trataba de la calma que precede a las tormentas, los minutos íntimos que cada soldado se dedica a sí mismo instantes antes de empezar la batalla, cuando nadie lo reconoce, pero todos admiten la posibilidad de un mal final. Como ocurría bajo el techo abuhardillado de aquel desván.

Es el precio de jugar con la muerte.

Ellos pensaban en sus familias, repasando los episodios más importantes de sus vidas, una herencia que no podrían legar a nadie si sucedía lo peor.

Dominique pensaba en Pascal... y en Michelle. Ella seguía siendo, sin saberlo, el motor de todo y de casi todos. Ayudaba recuperar los recuerdos, lo único que unos chicos tan jóvenes como Dominique y Jules podían empezar a atesorar. Algo que no solo los distraía en la agobiante espera, sino que les servía como advertencia de que la vida siempre merece la pena. Ahora que podían morir, veían con extraordinaria claridad el valor de lo que había en juego.

Vivir siempre merece la pena, se insistía Dominique, a quien su silla de ruedas se le antojaba en aquel instante un obstáculo insignificante para la inmensidad que suponía la vida. Si vencían, el chico saldría fortalecido de aquella crisis, pues el miedo había pulido sus prioridades, había limpiado su cabeza de quejas superfluas. Acababa de descubrir que no había tiempo para los complejos, los traumas, las comparaciones...

Para defenderse del vampiro, la silla de ruedas sí suponía un inconveniente, habría sido estúpido negarlo. Los tres lo sabían, aunque ninguno había dicho nada. ¿De qué habría servido? Como mucho, para debilitar la precaria seguridad de Dominique. No merecía la pena.

El demonio vampírico se iba aproximando, no se engañaban. Estaba ya muy cerca. Todos podían sentir el halo de indescriptible maldad que le precedía, un soplo perverso que se iba extendiendo por la estancia con la parsimonia inevitable de un oleaje suave.

Se trataba de un aura tan maligna que necesitaron de toda su fuerza de voluntad para no intentar escapar de allí antes de enfrentarse al engendro.

Tic-tac. Tic-tac. Jules sintió cómo se le revolvía el estómago; la presión que ejercía sobre él aquella amenaza latente estaba minando sus nervios. También en Dominique hacía estragos la conciencia de que ese ser aberrante acudía a su cita.

Daphne, camuflando su propia ansiedad, quiso animarlos:

—No ha hecho falta ningún hechizo para crear aquí un espacio protegido del poder de los vampiros —explicó—. ¡La propia Puerta nos protege! He estado leyendo un antiguo documento sobre la Puerta Oscura, y ella misma cuenta a su alrededor con una especie de aura inhibitoria, una zona de influencia en la que los poderes maléficos se reducen. Mientras permanezcamos cerca del arcón, nos beneficiaremos de ese esrudo protector, así que Varney no podrá utilizar contra nosotros toda su fuerza.

—Vaya —aquella información sí estimuló a Jules—, la Puerta viene con mecanismo de defensa. Buen equipamiento. Aunque eso no anulará del todo al vampiro, ¿no?

Su voz había perdido convicción.

—Ni mucho menos, por desgracia —reconoció la vidente—. Pero lo debilitará, que ya es algo.

A Dominique también le tranquilizó un poco saber que contaban con aquella ventaja, que suavizaba la desproporción entre vivos y muertos. Todo contaba.

Ya no comentaron nada más.

Tic-tac. Tic-tac. Nadie se movía, nadie hablaba. Daphne les había dado algunas pautas de combate contra criaturas del Mal. En realidad, llevaba horas aleccionándolos.

Jules experimentaba en aquellas circunstancias su propia catarsis: un indisimulable pavor, pero también un disfrute casi obsceno de aquella sensación de pánico. Jules, apasionado por lo legendario y lo oscuro, sublimaba aquel miedo convirtiéndolo en el auténtico sabor del peligro. La proximidad de la muerte era para él, a un tiempo, aterradora y excitante.

Entendió por qué, a lo largo de la historia, el Mal había seducido a tantos. No obstante, para Jules se trataba de una mera cuestión estética. En el fondo, optaría siempre por el Bien, no albergaba dudas.

Paladeó esos minutos de desasosiego, confuso en aquel cúmulo de sensaciones que jamás se había atrevido a soñar y que ahora se materializaban. Aquel macabro entretenimiento era como la ruleta rusa y él se recreaba, a sabiendas del riesgo, en los instantes en que el jugador acaricia el gatillo, apoyado el cañón del revólver en la sien. También en ese juego, donde reina un silencio idéntico al que se había impuesto entre ellos, el único pensamiento posible es valorar las posibilidades de que aquel placer, intenso, sea sin embargo el último.

Jules, por otra parte, no podía quitarse de la cabeza su culpabilidad ante el error del móvil. Era inútil intentar esquivar su responsabilidad en la llegada del monstruo.

Un inesperado hedor a putrefacción los alcanzó entonces, como aviso de la proximidad del maléfico adversario. Y la luz se fue, arrancando a todos de sus reflexiones. Fue un apagón que afectó solo a aquella planta, acabando con el resplandor tranquilizante de todas las lámparas que habían subido hasta allí. La primera maniobra. Quedaron sumidos en una oscuridad apocalíptica, la llegada de una negrura que no acudía sola a la cita.

A Daphne se le erizó la piel en cuanto sintió la incontenible presencia de Varney, su olor animal, su apetito. Seguía clavada en su sillón, al contrario que Jules, que se había puesto en pie agarrando sus propias armas. Dominique permanecía erguido sobre su silla de ruedas, con la mirada puesta en la bruja como un último apoyo al que agarrarse.

Pero todos tendrían que luchar por sí mismos, defendiendo la única vía que permitía el retorno de Pascal. Solo servía ganar, resistir.

* * *

Dándolo por muerto, habían tirado el cuerpo de Pascal, sin ningún cuidado, sobre el suelo de una celda vacía. Beatrice había procurado con sus brazos invisibles que el Viajero no se golpeara la cabeza al aterrizar, mientras los torturadores se escabullían entre los corredores, temerosos de comunicar la noticia al temible padre Martín.

Al menos habían quitado los grilletes al chico antes de dejar el cadáver y huir en un inútil intento de evitar responsabilidades. Aquella premura había facilitado que nadie se entretuviese en el brazalete que ahora presentaba el aparente difunto en una de sus muñecas.

Una rata empezó a merodear cerca del cuerpo de Pascal con curiosidad, atraída por sus heridas, pero el espíritu errante la apartó a patadas antes de dirigirse al Viajero.

—Nos han dejado solos —susurró al chico que, temeroso de arruinar su estratagema, continuaba con los ojos cerrados hasta recibir el aviso de la chica.

—Por fin, creí que no se iban a ir nunca.

Pascal pestañeó varias veces, acostumbrándose a la penumbra, antes de quitarse el brazalete para recuperar sus constantes vitales. Levantó la cabeza con esfuerzo, observando con detenimiento el lugar en el que se encontraba. Se oían gritos de presos en dependencias cercanas, lo que le provocó un escalofrío. Solo de pensar que podía seguir siendo machacado con aquellos horribles instrumentos...

—Estamos cerca de donde te han torturado —aclaró Beatrice—. En la planta subterránea de las mazmorras del palacio. ¿Qué tal te encuentras?

Ella le acarició el pelo y le cogió las manos para infundirle apoyo. El chico ofrecía un aspecto penoso, con su cuerpo medio desnudo, apenas cubierto por sus vaqueros chamuscados, y todavía más ennegrecido por la suciedad.

—Me duele todo, claro —musitó él contemplándose sin acabar de aceptar aquella imagen demacrada de sí mismo—. Pero sigo vivo. Creí que no lo contaba, Beatrice. Al menos —añadió con una sonrisa que en su congestionado rostro quedó triste—, la peste ha dejado de preocuparme.

Ella le devolvió la sonrisa, algo que a él siempre le infundía ánimo. Beatrice, a pesar de la angustia, conservaba la transparencia de sus grandes ojos. Pascal sintió que su reflejo en ellos los enturbiaba de algún modo, su maltrecho cuerpo no era digno ante la belleza ingenua de aquella mirada.

—¿Tienes fuerzas para levantarte?

Incluso su voz conservaba la dulzura.

Pascal suspiró; lo que necesitaba era dormir doce horas seguidas, algo imposible, al menos a corto plazo. Sintió una punzada nostálgica de su mundo, que desechó al instante para no aumentar su debilidad.

—Lo que no tengo es más remedio que levantarme —contestó al espíritu errante—. El tiempo va pasando y hay que salir de esta época cuanto antes.

Pascal no olvidaba que la siguiente celda de la Colmena podía conducirlos fuera de aquel cosmos temporal que aglutinaba todos los infiernos humanos. Utilizó esa convicción para recuperar energías y, entre mareos, se incorporó.

—Yo no puedo ir por la daga —comentó pensativo—. Si me ven, todo estará perdido.

—No te preocupes, la he escondido junto con la mochila al ir a buscar el brazalete —ella no perdía su actitud solícita—. Te traeré todo en seguida y podrás recuperar tu arma. ¿Qué harás mientras tanto?

—Volver a fingirme muerto, qué remedio. Pero no tardes, sigo siendo muy vulnerable sin la daga.

—No tardaré nada, te lo prometo —ella parecía convencida.

—No me lo puedo creer —Pascal elevó los ojos hacia un imaginario cielo, como si implorase—, algo que parece fácil en nuestro camino. Gracias, gracias.

Beatrice salió corriendo de aquel habitáculo y Pascal se tumbó de nuevo en el suelo, aunque con los ojos abiertos. Había demasiados roedores hambrientos cerca como para descuidarse, pensó con repugnancia.

Su hipocondría resurgió al imaginarse víctima de una mordedura de rata, y obsesionado con aquella aprensión lo encontró el espíritu errante minutos después.

—Aquí tienes —dijo ella con la daga en las manos—. La mochila con las provisiones y la daga. He cumplido mi palabra. Volvemos a recuperar el control, ¿verdad?

Pascal suspiró, rendido.

—Sí, aunque no las fuerzas.

El potro lo había minado más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Con cierta torpeza, se levantó y pasó su cabeza por la correa, ajustando después la tira de cuero en diagonal sobre su pecho. La empuñadura de la daga volvió a quedar a la altura de su cintura, preparada para ser utilizada en caso de peligro. Luego se puso la mochila por delante, con suma delicadeza para no sufrir demasiado con el roce en las marcas de los latigazos. Beatrice cayó en la cuenta y se ofreció para llevarla, pero él negó con la cabeza.

—El paso por la Colmena te ayudará a restablecerte —le dijo ella entonces, tras comprobar que él había terminado de prepararse—. ¿No has notado cómo, en esa especie de dimensión transitoria entre épocas, abandonas buena parte de las sensaciones que arrastras de la celda anterior? Del pueblo apestado saliste mucho peor que como llegaste aquí. Y solo mediaron unas horas a través de esa sustancia extraña que nos transporta de celda en celda.

Pascal lo meditó un instante, llegando a la misma conclusión.

—Puede que tengas razón —reconoció, optimista—. Al entrar en ese medio que comunica las épocas, me sentí en cierto modo liberado. Incluso dejó de preocuparme la posibilidad de estar contagiado de la peste.

—La peste quedó allí. Solo si hubiéramos quedado atrapados en esa época habrías desarrollado la enfermedad.

—Tiene sentido —Pascal frunció los labios, rebuscando en su interior los restos de energía que aún conservaba—. Una razón más para no apurar el plazo del que disponemos aquí, Beatrice. Tenemos que darnos prisa.

Aquella perspectiva acababa de animarlo, porque le permitía albergar la esperanza de llegar hasta donde estaba Michelle con fuerzas suficientes para rescatarla.

—Vaya. Ya decía yo que oía voces.

El diálogo entre Beatrice y Pascal se congeló al escuchar aquellas palabras. El Viajero se volvió con lentitud para encontrarse cara a cara con el jefe de sus torturadores, que lo contemplaba con un gesto burlón mientras sacaba su espada y la dejaba en alto.

—Sabía que no podía haberos matado con el potro —reconoció—. Era demasiado pronto, incluso para un flaco como vos. Doy fe de que fingís bien, eso sí. ¿Cómo lo hacéis? ¿Acaso domináis también los latidos del corazón? Herejes, siervos del Maligno...

—Siento haberos estropeado la función —Pascal, disimulando su dolor, acababa de emplear un insolente tono irónico, que molestó al carcelero. Supuso que no era una buena idea, pero no había podido evitarlo, sentía hacia él un odio incontenible que, al menos, le daba nuevas fuerzas. El impulso de los sentimientos apasionados, entre los que se contaba la rabia.

—Veo que, además de volver a hablar solo, también habéis recuperado vuestra soberbia —aquel hombre movió la cabeza hacia los lados, fingiendo lástima—. La basura solo es basura, no debe darse aires. Contentaos con vuestra bajeza, miserable.

—Pascal —llamó Beatrice al mismo tiempo, atenta por si acudían más soldados—, ¿intervengo?

El Viajero no le respondió, desprendiéndose de la mochila con cautela. Mantenía sus ojos clavados en los del carcelero, en un primer pulso que presagiaba un inminente enfrentamiento. A pesar de su idea inicial de no utilizar su daga con los vivos, Pascal decidió que aquel hombre tan sádico, tan retorcido, merecía morir. Así no continuaría encargándose de tareas tan sórdidas en los sótanos de aquel palacio. Sin pensarlo más, asió la empuñadura de su arma con tal convicción que la oleada de calor que percibió fue mucho mayor que en ocasiones anteriores. Casi tuvo que contener la salida imperiosa de la daga.

El verdugo se echó a reír al atisbar aquella maniobra. Aquel hombre debía de pesar treinta kilos más que el chico, y su espada tenía una afilada hoja que duplicaba la longitud de la de Pascal. Incluso la diferencia de aspectos era excesiva, pues Pascal seguía ofreciendo la viva imagen de la miseria, apenas vestido con ropas harapientas, descalzo, sucio y herido. Aunque sus ojos brillaban con una intensidad que sorprendió a su enemigo. Este, viendo la patética amenaza que suponía aquel reo amotinado, decidió no avisar a más hombres. Se reirían de él si lo hacía.

—Pascal... —Beatrice no cejaba en su empeño de evitar aquella especie de duelo.

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