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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El viajero (65 page)

BOOK: El viajero
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No hubo respuesta.

CAPITULO XLIX

LOS últimos instantes en aquella época fueron caóticos, pero las extremidades putrefactas de los zombis no llegaron a alcanzarlos. La puerta se había abierto, salvándolos in extremis de un final atroz.

Seguían, pues, su camino hacia Michelle. Habían salvado una etapa más, y ahora faltaba comprobar si el siguiente destino los sacaría de la Colmena o se enfrentarían a una escala más dentro de aquel tenebroso safari por los infiernos del hombre.

El Viajero aprovechó para abrir su mochila y alcanzar sus provisiones. Necesitaba comida y bebida con urgencia.

Mientras flotaban en el flujo temporal de transición hacia la nueva celda, una silueta desconocida confirmó la última sospecha de Pascal: el prisionero que resistía sobre su caballo entre el tumulto de zombis había caído sobre ellos justo cuando se abría la puerta de la Colmena, por lo que había entrado en el torrente del tiempo con ellos. Sorprendente. Aunque tenía sentido: ¿no pretendían traer de vuelta a Michelle por aquella misma vía?

El Viajero se formuló de nuevo una inquietante pregunta, que también se planteaba Beatrice: ¿pertenecía aquel desconocido a la estirpe de los condenados?

Al margen de la respuesta, las consecuencias de aquel fenómeno eran impredecibles. De todos modos, Pascal, como Viajero, no tenía nada en contra de lo acaecido. Es más, no conocía a aquel tipo ni el pasado que lo había sentenciado —si es que se trataba, en efecto, de un condenado—, pero le caía bien solo por su terca insistencia en vivir. Se alegraba de haberlo salvado, aunque fuese de forma indirecta.

Y es que Pascal empezaba a cansarse de abandonar a la gente a su suerte. Su conciencia tenía un límite a la hora de buscar justificaciones que le permitieran mantenerse al margen del dolor que imperaba a su alrededor. Resultaba muy duro asistir al sufrimiento ajeno y no actuar, escapar de la desgracia pero dejar a otros condenados a ella. Había que tener un estómago muy fuerte para eso.

Llegaba un momento, si uno conservaba algo de humanidad, en que para evitar los remordimientos no era suficiente huir, porque el recuerdo de los testimonios contemplados se convertía en una rémora que acompañaba al testigo en su fuga. Al menos, el Viajero se alegraba de comprobar que continuaba sin ser impermeable al padecimiento ajeno. Habría sido terrible descubrir que, fruto de aquella aventura inconcebible, había perdido su empatia, su capacidad de sentir algo por los demás. Lo pensó mientras flotaba en aquella dimensión: su idea de la figura del Viajero no coincidía con un ser tan frío y distante que no se sintiese implicado con lo que lo rodeaba. Fría era la muerte, y él debía ofrecer en aquel mundo lo único que nadie podía albergar: la vida, el calor. Aquella debía ser una de sus tareas en su condición de Viajero, o terminaría perdiendo el sentido de lo que hacía. La sombra de su eterna inseguridad, que parecía haber desterrado con su reciente firmeza, amenazó con volver. Él se resistió, aferrándose a ese nuevo compromiso.

Aquel viaje a través de la Colmena del Tiempo lo hacía sentirse, en definitiva, como un turista morboso ante escaparates de dolor frente a los que pasaba sin detenerse.

De nuevo, solo ellos dos, Pascal y Beatrice, habían logrado eludir la suerte final. Bueno, ellos y el polizón del caballo, aún con los grilletes lastimando sus muñecas. Pobrecillo, no era consciente de la inmensa suerte que había tenido, abrumado por la desorientación.

Pascal se acabó durmiendo. El esfuerzo le estaba pasando factura y aquel ambiente protegido relajó su mente. Beatrice se dio cuenta y sonrió; el sueño era una excelente forma de aprovechar aquellas horas que gastaban como «pasajeros del tiempo».

El Viajero pronto podría confirmar los efectos terapéuticos de aquella dimensión neutra que los conducía a un nuevo destino. Despertaría bastante restablecido, recuperando su ánimo y sus fuerzas para rescatar a Michelle, dondequiera que estuviese, que por fuerza tenía que ser cada vez más cerca.

* * *

Jules no contestaba a la llamada.

Daphne se vio obligada a ignorar este hecho, no había que otorgar tiempo al monstruo para que se repusiera. Santiguándose, se lanzó directa hacia él, con su talismán del cuello bien visible, diferentes amuletos por el cuerpo y una afilada estaca de madera entre las manos.

Varney no subestimó el cuerpo anciano de la mujer, sobre todo cuando escuchó los hechizos que sus labios ajados susurraban, fórmulas ancestrales que, unidas al halo protector de la Puerta Oscura, lograban herirlo y aumentar su debilidad. Sin embargo, el vampiro, revolviéndose contra aquella magia, consiguió apartar a la mujer de un empujón y arrebatarle la estaca. Daphne cayó pesadamente contra unas sillas. Se oyó entonces el rechinar de la puerta del desván, pero Varney no atendió a aquel ruido. Quería terminar de una vez con aquella vidente que se interponía en su trascendental misión. El frenesí maniaco y sanguinario lo cegaba, su camuflada naturaleza de bestia iba quedando al descubierto bajo la apariencia humana que todavía adoptaba. Estaba tan cerca la Puerta Oscura...

—Gautier —llamó una voz masculina a su espalda.

Todos habían oído aquella nueva voz elevarse, con una firmeza indiscutible, por encima de los ruidos del combate. Su serena superioridad planeaba bajo los techos abuhardillados.

Dominique y Daphne se quedaron de piedra al reconocer en el recién llegado al forense que los había atendido en el Instituto Anatómico. La bruja, sin embargo, no tardó en identificar el arma que aquel hombre esgrimía con solemnidad, lo que le permitió sacar una impactante conclusión: se trataba del Guardián de la Puerta, dedujo admirada. Así que no era un mito.

El vampiro, sorprendido ante aquella repentina aparición, recordó que no había terminado de matar al hombre de la Hermandad, y se volvió dispuesto a defenderse. No obstante, ya era tarde para reaccionar. Su nuevo oponente no estaba dispuesto a darle más oportunidades; se había derramado demasiada sangre viva. Varney, con su giro, solo llegó a tiempo para ver cómo Marcel Laville, erguido frente a él a pesar de sus lesiones, impulsaba su espada japonesa hacia delante, atravesándolo con su pulido filo de plata. El vampiro rugió al sentir su cuerpo profanado por aquel material ardiente, y el cristal de la claraboya se terminó de resquebrajar. Sus ojos inhumanos se inyectaron en sangre oscura, a punto de saltar de sus órbitas, pero el Guardián no se amilanó. Manteniendo su determinación, Laville empujó con lentitud hasta que la empuñadura de su arma chocó contra el pecho del vampiro, con la intención de que sus rostros quedaran frente a frente, solo separados por algunos centímetros de distancia. Quería asistir a su agonía de cerca. Quería que en sus pupilas quedara grabado a fuego el final de aquella terrible criatura que había sembrado de cadáveres las calles de París. Queria sentir sobre su rostro las salpicaduras frías de aquel monstruo que nunca debió alcanzar el mundo de los vivos.

Buena parte de la hoja sobresalía por la espalda del vampiro, con el filo ennegrecido por restos de carne oscura, putrefacta. Varney, con manos trémulas, sin desviar la mirada de su verdugo, agarró la empuñadura de la espada y empezó a sacarla de su cuerpo, apartándose hacia atrás.

Incluso entonces, aquel vampiro fue capaz de impresionar a los presentes con su fortaleza. El Guardián, impactado, se preguntó qué hacía falta para terminar definitivamente con un ser infernal.

Varney se acabó liberando de la espada, tras extraer centímetro a centímetro el metal que lo traspasaba a la altura del pecho. Marcel se vio incapaz de intervenir mientras tanto, absorto ante aquella última rebeldía de su adversario.

El vampiro sonrió y de sus labios salió una cascada de sustancia negruzca que tiñó su garganta y se derramó hasta el hueco abierto de su herida. Su creciente debilidad le hacía ahora recuperar un aspecto cada vez más humano; perdía sus poderes en medio de su agonía. Sus uñas ya no eran instrumentos mortíferos, y sus facciones, aunque muy pálidas, se habían suavizado hasta alcanzar una imitación razonable del rostro del verdadero profesor Varney. Aunque mantenía sus colmillos.

Quizá fue el asombro lo que provocó que Laville se descuidase, pero lo cierto es que el vampiro llevó a cabo un último movimiento que lo pilló desprevenido. ¿Cuándo aprendería?

Varney había decidido agotar sus últimas fuerzas estrangulando y mordiendo a aquel Guardián que le había impedido llegar hasta la Puerta Oscura. Acabaría con él, lo condenaría. Por eso se acercó a Marcel, sin darle tiempo a utilizar su espada, y colocó las manos alrededor de su cuello, que iba estrechando cada vez más.

Los dos cayeron al suelo, aunque eso no interrumpió la iniciativa asesina de Varney, implacable pese a los esfuerzos que hacía el Guardián por liberarse.

La cara de Marcel Laville empezó a congestionarse mientras intentaba en vano quitarse de encima aquellos dedos férreos que le aplastaban la tráquea. Viendo lo que ocurría, Dominique intentó arrastrarse hasta allí para utilizar el frasco de agua bendita que aún conservaba. Daphne también se movía, dolorida, pero ella no llegaría a tiempo.

En ese momento, una voz nueva, atronadora, sobresaltó a todos:

—¡Varney, levante las manos o disparo! ¡Policía!

La puerta del desván había quedado abierta desde la llegada de Laville. Una gruesa silueta ocupaba ahora todo el hueco, tapando la vista de la escalera mientras apuntaba con su revólver al vampiro.

CAPITULO L

PASCAL había despertado sintiéndose mucho mejor. Sin embargo, aunque no podía verlas, varias cicatrices cruzaban su espalda como recuerdo de los latigazos que había soportado. No. Nada de lo que estaba viviendo era una simple pesadilla.

Escupidos de la acogedora dimensión temporal, los tres cayeron aparatosamente sobre un suelo rocoso que les transmitió una buena noticia: habían logrado salir del laberinto de la Colmena de Kronos. Por fin. La envolvente negrura que reinaba en aquella atmósfera bajo la bóveda vacía del cielo confirmó la suposición, así como el silencio hostil imperante.

Sus ojos se fueron acostumbrando a aquel nuevo grado de oscuridad. Pronto pudieron comprobar que el paisaje era distinto al de la región de las ciénagas, compuesto por llanuras desoladas que se hundían en depresiones o se alzaban formando dunas rocosas. Incluso los movimientos resultaban más pesados allí, cuando se orientaban en dirección contraria a la señalada por la piedra transparente. Y es que, tal como les habían advertido, la atracción magnética del núcleo del Mal iba adquiriendo mayor fuerza conforme se aproximaban a él.

El elemento más original de aquel panorama lo constituía, sin duda, el polizón, que se mantenía en silencio algo alejado de ellos, con las manos encadenadas. Pascal y Beatrice se miraron ante la inesperada novedad, indecisos. No tenían ni idea de qué hacer con él.

—Hola —Pascal no tardó en dirigirse al prisionero desconocido, imaginando lo perdido que aquel hombre debía de sentirse.

La reacción del tipo, sin embargo, fue defensiva; se alejó unos pasos del chico, sin contestar al saludo, y se mantuvo a aquella distancia prudencial mientras vigilaba los movimientos de Pascal y de Beatrice.

«Vaya», dedujo el Viajero, «ahora sí puede ver al espíritu errante».

Beatrice, por su parte, también observaba al desconocido en silencio. ¿Sabría ella si aquel tipo era o no un condenado? El Viajero estudió con discreción el rostro de la chica, pero no fue capaz de llegar a ninguna conclusión.

Pascal giró sobre sí mismo procurando ubicarse. A su espalda quedaba el risco montañoso sobre el que se empotraba la Colmena del Tiempo, aquella fantástica construcción oval compuesta de miles de celdas hexagonales, desde una de las cuales acababan de caer. No podía verlo, pero al otro lado de aquella mole imaginó la pasarela de madera que atravesaran horas antes para acceder a la primera celda temporal.

El Viajero continuó su movimiento rotatorio, oteando el sombrío horizonte como un explorador avezado. Ante él, la superficie desnuda sobre la que se encontraban se extendía hasta el infinito mostrando curiosas ondulaciones, se hundía en depresiones cuyo fondo agrietado dejaba escapar chorros gaseosos y restos sólidos de vez en cuando. Infinitas tonalidades de oscuridad. Por lo demás, el ambiente desértico cubría la planicie sin más obstáculos que densas nubes negras que se desplazaban a ras de suelo, como arrastradas por un viento inexistente. Una de ellas se aproximaba a ellos a buen ritmo, con su aspecto esponjoso de relieves aterciopelados. Su negrura era tan intensa que resaltaba sobre el fondo de penumbra.

Pascal dejó de mirar aquel nuevo panorama y se volvió hacia Beatrice, mientras dejaba que el desconocido polizón, paralizado de asombro, se aclimatara a aquella remota realidad que no habría podido concebir ni en sueños. En cuanto se lo permitiera, le libraría de los grilletes con un golpe de daga.

Pero lo que el Viajero vio en los ojos del espíritu errante truncó su momentánea serenidad. En las pupilas del espíritu errante había miedo. Pascal, sin hacer preguntas, siguió con la mirada la misma dirección que los ojos de ella, y tropezó con la nube negra que continuaba por la llanura su avance errático.

Se trataba de un movimiento de tal sutileza que casi daba la impresión de que la nube apenas se desplazaba. Pero era un efecto óptico, producido por la ausencia de referencias en medio de aquel paisaje vacío.

La nube negra se movía. En apenas unos segundos estaba ya mucho más cerca, de hecho.

Las peores amenazas son las invisibles. Lo perverso siempre ataca cuando ya es demasiado tarde.

—Beatrice, dime qué pasa.

La chica no había alterado su gesto.

—No he visto nunca a esos seres, pero he oído hablar de ellos. Son «nubes negras» —el tono apenas dubitativo de ella no reducía la tensión que se había impuesto—, sombras. Tenemos que marcharnos de aquí. Rápido.

—¿Sombras? —preguntó Pascal, sacando su daga por si acaso—. ¿A qué te refieres?

Un movimiento repentino interrumpió su crispada conversación. El prisionero desconocido acababa de echar a correr, dominado por el pánico ante todo lo que veía. En pleno ataque de ansiedad, su mente no regía y Pascal se dio cuenta de que aquella huida sin rumbo lo estaba conduciendo justo hacia la nube negra.

—¡Espera! —le gritó, dando unos pasos hacia él—. ¡Vuelve, no te haremos daño!

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