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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El viajero (64 page)

BOOK: El viajero
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—Y esto ¿qué significa? —la voz de Pascal estaba adquiriendo tintes frenéticos, pendiente del avance torpe de los cada vez más numerosos muertos. Sintiendo su pestilente amenaza, había sacado ya la daga de su funda.

Beatrice supo interpretar la señal de la piedra en medio de aquel pavoroso caos.

—¡Ya estamos en la puerta, Pascal, estamos justo encima!

Pascal probó aquella teoría apartando el mineral de aquel punto exacto sobre el suelo, y la variación producida en el brillo de la roca la confirmó.

—¡Beatrice, eres la mejor!

Apoyada en el muro de la iglesia, vieron una pala, y Pascal se precipitó hacia ella blandiendo su arma contra los zombis que intentaban agarrarlo. El filo especial de la daga diseccionaba miembros podridos, que caían a su alrededor entre salpicaduras viscosas.

Pascal alcanzó lo que buscaba y volvió al presunto emplazamiento del siguiente acceso a la Colmena del Tiempo. Un muerto al que le faltaba parte de la cara lo agarró de una pierna y estuvo a punto de tirarlo al suelo, lo que habría sido el final del Viajero; todos aquellos engendros se le habrían tirado encima, devorándolo antes de que pudiera volver a hacer uso de su arma.

Pero no ocurrió, al menos de momento. El Viajero, asqueado, amputó aquel brazo que le atenazaba la pantorrilla, y llegó hasta una Beatrice al borde de la histeria, cada vez más cercada por los zombis. Ella no quería disolverse para evitar perder la localización exacta de su objetivo bajo la confusión tumultuosa de cuerpos hambrientos.

Pascal vio que Delaveau llegaba hasta ellos, así que pasó con rapidez la herramienta a su compañera, poniéndose en guardia ante el ataque del falso campesino en el que se había encarnado aquella criatura maligna. Delaveau era mucho más peligroso que aquellos muertos vivientes que seguían reptando por el terreno convulso del cementerio, convirtiéndolo en un nido de lombrices en descomposición.

—¡Cava tú! —pidió a la chica lanzando una nueva estocada alrededor de los dos, para limpiar de enemigos una mínima zona de seguridad—. ¡Yo defenderé nuestra posición!

La tierra del camposanto seguía temblando, resquebrajándose. Las grietas vomitaban nuevos cadáveres, que se movían en la misma dirección que los demás, al ritmo que permitían sus diferentes grados de descomposición.

Los monstruos, sin embargo, habían visto los poderosos efectos de la daga del Viajero y se movían ahora con más cautela, sin atreverse a situarse al alcance de aquella afilada hoja. Si todos los zombis se hubieran lanzado a la vez contra ellos, habrían acabado con los dos en seguida. Pero no eran tan audaces, lo que suponía para Pascal y Beatrice un valioso respiro.

Aun así, la impaciencia de los muertos iba en aumento, al igual que su apetito, así que la indecisión de aquellas bestias no duraría mucho. Pronto se abalanzarían sobre ellos, disputándose como hienas los despojos de sus presas.

Aunque Beatrice no tenía ninguna experiencia cavando, no era momento para poner pegas. Manejó como pudo aquella pala, que pesaba bastante más de lo que imaginaba, y se puso a abrir un agujero en la tierra buscando el trazado hexagonal. Sudaba —otra sensación que recuperaba de sus tiempos vivos— mientras escuchaba los chasquidos del arma de Pascal mutilando cuerpos.

Pronto oyó el impacto metálico de dos cuchillas; la guadaña de Delaveau se enfrentaba por fin a la daga de Pascal.

—¡Deprisa! —rogaba el Viajero frenando como podía los embates del enorme filo que manejaba con pericia asesina el antiguo profesor, convertido en alegoría de la Muerte.

—¡Hago lo que puedo! —contestó ella entrecortadamente, sin interrumpir su frenética labor.

Beatrice tuvo que interrumpir sus movimientos para golpear con la pala a un zombi que había logrado esquivar a Pascal. Este detectó al instante lo que ocurría y lo decapitó, volviendo en seguida a su propio frente, una barrera infranqueable de muertos vivientes que se inclinaba sobre ellos en cuanto Pascal se descuidaba. La daga exhibía un dominio espectacular en aquellas circunstancias tan adversas. El arma se crecía con las dificultades, y con ella, el Viajero.

Por fin, Delaveau cometió un error. Su guadaña era tan aparatosa que tenía que alzar mucho los brazos para dejarla caer en cuchilladas letales, momento que Pascal aprovechó para lanzar una estocada directa con su daga, que le atravesó el vientre.

Las propiedades especiales de aquella hoja metálica actuaron al contacto con aquellas entrañas muertas, y Delaveau cayó de rodillas emitiendo un sonido gorgoteante. Muy pronto, su cuerpo quedaba sepultado por la masa de zombis que seguía ganando terreno, aunque aquellas voraces criaturas se vieron obligadas a apartarse instantes después, ahuyentadas por un fogonazo que relampagueó de forma fugaz antes de que todo volviese a quedar sumido en la bruma de restos descompuestos. El resplandor había permitido a Pascal ver por primera vez el auténtico rostro de Delaveau, sus facciones serenas y suaves, libres de la degeneración maligna. Más adelante, el Viajero entendería que su arma había liberado a un espíritu que no había podido elegir su destino.

No se podía condenar a quien no era libre.

Los zombis se aproximaban de nuevo, pisoteando el cadáver ahora vacío del antiguo profesor. Beatrice gritó, arrancando a Pascal de su asombro. La chica acababa de descubrir entre la tierra removida un relieve que parecía parte de uno de los lados del hexágono.

—¡Adelante! —animó Pascal, al borde del agotamiento—. ¡Continúa!

Ella obedeció, hasta el punto de que abandonó la pala, se tiró al suelo y se puso a escarbar con las manos siguiendo aquel borde que acababa de descubrir. Intentaba no prestar atención al espectáculo dantesco que tenía lugar a escasos metros de ella y que podía arruinar su precario equilibrio.

Se oyó muy cerca un enérgico relincho y los impactos contundentes de unas herraduras golpeando sobre piedra. Un caballo encabritado, dedujo Pascal, sorprendido, sin doblegarse ante los zombies. Beatrice continuaba hurgando en el terreno a toda velocidad. Más bufidos volvieron a elevarse sobre el fragor murmurante de aquel asedio, la lógica reacción intuitiva del animal ante la proximidad de lo sobrenatural. El Viajero, que no podía permitirse mirar hacia el origen de aquel sonido, se preguntó qué pintaba allí un caballo, quién más podía aparecer en ese preciso instante en el que todo estaba en juego.

Pronto sus ojos le dieron la respuesta; la novedad estaba ahora más próxima, quedaba ante su vista. Un jinete acababa de acceder al recinto funerario sobre su caballo, azotándolo hasta hacerlo sangrar. Pascal entendió que aquel hombre no se hubiese fijado en dónde se metía: debía de ser otro prisionero fugado del palacio de la Inquisición, más pendiente de los soldados que le perseguían que de lo que tenía delante. El chico imaginó que aquel hombre iba a descubrir, tarde, que había cosas peores que las torturas humanas. A lo mejor se trataba del espíritu de un condenado, lo que explicaría su excepcional resistencia.

El animal se alzaba ahora con furia sobre sus patas traseras, negándose a obedecer a su jinete. Pero ya estaban rodeados, tampoco podían retroceder.

Tras el tipo a caballo iban otros dos fugitivos, que fueron atrapados de inmediato por los zombis. Apenas tuvieron tiempo de gritar. En segundos, los cuerpos pútridos de aquellas criaturas se apresuraron a mutilarlos entre dentelladas. Pascal apartó la mirada. Literalmente, se los estaban comiendo vivos.

Los soldados que los perseguían, al ver lo que ocurría, se santiguaron varias veces y huyeron despavoridos hacia el centro de la ciudad. El único prisionero que seguía con vida, sin embargo, no contaba con esa vía de escape. Aquel jinete estaba atrapado, cercado por los monstruos que se estiraban para agarrarle bloqueando el avance de su caballo. Se alzó sobre la silla de montar, en un vano intento de quedar fuera del alcance de aquellas extremidades ávidas que lo buscaban danzando en el aire. Consciente de la pesadilla que estaba teniendo lugar en aquel cementerio, el prisionero había perdido el control de su indefensa cabalgadura que, inmóvil mientras empezaba a sentir los primeros mordiscos, solo podía agitar la cabeza y emitir relinchos de sufrimiento, cada vez más débiles.

De pie sobre la montura, el hombre mantenía un gesto de absoluto terror al tiempo que procuraba evitar que aquellos monstruos llegasen hasta sus piernas, con un obstáculo añadido: unos pesados grilletes reducían la movilidad de sus brazos.

Pero el animal que le servía de salvación agonizaba entre gemidos, sostenido sobre sus patas solo por la presión multitudinaria de los propios zombis que, arremolinados bajo su vientre, continuaban la carnicería.

Gruñidos, golpes de espada y mordeduras. Aquel paisaje y su sonido abrumador habrían hecho perder el juicio a cualquiera. Pero había que sobrevivir.

Transcurrían los segundos con una lentitud torturante. Sobre la masa de cadáveres que ocultaba las lápidas y las cruces, dos islas de humanidad resistían con empeño numantino: el prisionero sobre el caballo ya muerto, y Pascal, repartiendo mandobles cada vez a menor velocidad, de pura extenuación. El chico no dejaba de proteger a Beatrice mientras ella, con los dedos despellejados, terminaba de descubrir parte de la silueta del hexágono entre la tierra removida.

El espíritu errante confiaba en que bastara con eso para activar el mecanismo temporal, así que dejó de escarbar.

—¡Ya, Pascal! —aulló ella para dejarse oír entre la algarabía que producían aquellos monstruos con sus gargantas abiertas.

En ese momento, el cuerpo medio devorado del caballo sucumbió bajo los zombis. Sus restos desaparecieron por completo entre gruñidos, pero su jinete aún tuvo tiempo, en su desesperación, de saltar hacia donde continuaban Pascal y Beatrice. Estos, tras una última andanada de estocadas que alejó a las bestias, se apresuraban a colocar sus manos sobre la celda desenterrada.

Sin la amenaza de la daga, ya nada contenía a las bestias, que se lanzaron contra aquel último reducto de vida.

Su murmullo feroz volvía a cernirse sobre Pascal y Beatrice, mientras la sombra de aquella horda de fieras oscurecía el cielo encima de sus cabezas.

* * *

Dominique seguía arrastrándose por el suelo, pero eso no impidió que percibiese sobre él los movimientos volátiles del vampiro, que se movía con ligereza en la oscuridad. ¿Estaba el monstruo encima de él?

—¡Dominique!

Aquella llamada de advertencia que le lanzaba la vidente confirmó sus sospechas. Se detuvo con brusquedad para colocarse boca arriba con el puñal de plata en alto. No podía hacer mucho más.

Su reacción había sido muy oportuna. Varney caía sobre él con las garras abiertas, como un halcón que ha detectado a una presa, pero tuvo que contenerse ante aquella maniobra del chico, que suponía un inesperado peligro. Varney descubrió el agudo filo de plata justo a tiempo, cuando ya se relamía pensando en aquel cuello que iba a morder, y se apartó de su trayectoria mortal. Contrariado, el vampiro lanzó a Dominique un zarpazo en el costado. El muchacho contuvo un grito de dolor, negándose a ofrecer a aquel monstruo una prueba de debilidad. Sintió su ropa rasgada y el calor húmedo de su propia sangre. Pero había logrado resistir el segundo embate del vampiro.

—¡Ven, aquí estoy! —llamaba Daphne a la criatura maléfica, intentando apartarlo de los chicos, más vulnerables—. ¿Es que no te atreves con una vieja?

Varney se giró hacia ella, rabioso, inundando aquella penumbra de sus gruñidos. Sentía un creciente dolor, y eso lo enfurecía. Había llegado hasta aquella casa con la prepotencia de un ser superior, sin contemplar la posibilidad de encontrar una resistencia a su altura. Y ya había sufrido una herida, por culpa del Guardián de la Puerta, sin lograr nada a cambio. Además, el efecto amortiguador que la Puerta Oscura ejercía sobre sus poderes le estaba pasando factura.

No respondió al desafío de la bruja. Todavía no.

El vampiro dio un salto y chocó contra Jules, su siguiente víctima. Ambos cayeron como una avalancha, volcando muebles y bultos a su paso, entre los gritos asustados del chico y los bufidos hambrientos de la criatura. Rodaron por el suelo en un abrazo mortal. El pánico otorgaba a Jules una energía nerviosa, enloquecedora, pero insuficiente para anular el poder de aquel depredador, que pronto lo tuvo inmovilizado de pies y manos. Varney abrió la boca y exhibió sus colmillos mientras bajaba la cabeza buscando la yugular del chico.

—¡Varney! —gritó Daphne procurando distraer al monstruo para frenar sus feroces intenciones.

El vampiro se volvió un instante. La vidente, que se había acercado bastante, le lanzó con todas sus fuerzas un frasco transparente que él atrapó sin dificultad. Varney sonrió con un gesto maligno.

—¿Esto es todo lo que puedes hacer, bruja? —preguntó con voz venenosa.

Dominique, mientras tanto, se dirigía hacia ellos por el suelo con el puñal en la mano. El vampiro le dirigió la misma mirada despreciativa que habría dirigido a un gusano.

Entonces se oyó un leve chasquido de cristales rotos y un olor a quemado inundó la estancia. El vampiro bajó la mirada en dirección a aquel sonido.

Era Jules. Para coger lo que le lanzaba Daphne, Varney había liberado uno de los brazos del chico, y él no había perdido el tiempo.

Acababa de romper su frasco de agua bendita y lo aplastaba contra el cuerpo del vampiro, sonriendo con insolencia a pesar del miedo y de los cortes que se había producido en la mano.

Varney emitió un aullido de dolor, sintiendo cómo su carne muerta se abrasaba. Volvió a agacharse sobre su presa, intentando soportar el lacerante daño para poder vengarse sobre aquel cuello inmaculado que seguía latiendo. Los dos se revolcaron, Jules se resistía agitándose como una anguila gracias a la debilidad del vampiro y al incontrolable empuje de su pánico.

Varney lanzó dentelladas, precipitó sobre Jules una lluvia de arañazos. Pero al final tuvo que apartarse de su víctima por culpa del efecto corrosivo del agua bendita, que continuaba consumiendo como un ácido su carne pútrida.

El vampiro se apartó hacia la oscuridad para intentar reponerse. Dominique, que se había detenido a varios metros, comprobó preocupado que Jules, a pesar de estar ya libre del monstruo que lo aprisionaba, no se movía. Su figura tirada sobre el suelo permanecía quieta, demasiado quieta.

—¡Jules! —llamó—. ¡Jules! ¿Estás bien?

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