El violín del diablo (15 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

BOOK: El violín del diablo
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—No —dijo Natalia con preocupación, como si se estuviera sintiendo culpable por no haber ejercido una labor de vigilancia que podría haber evitado la consumación del delito—. Y lo que resulta aún más sospechoso es que, cuando regresamos a nuestras localidades para escuchar la segunda parte del concierto, Suntori ya no estaba.

Los tres amigos habían dado buena cuenta ya de la carne y de las patatas que les habían servido como guarnición y en aquel momento, a instancias del camarero, se debatían sobre si procedía tomar postre y, en tal caso, cuál pedir. Natalia decidió compartir unos profiteroles al oporto con Arsène, y Roberto, al que hubo que frenar para que no pidiese otro plato de carne como postre, prefirió conformarse con un café solo.

Terminados los postres, el camarero se acercó a recoger los platos y les ofreció un licor de hierbas, que los tres aceptaron de buen grado. Cuando Natalia advirtió que pretendía retirar una botellita de aceite que había estado en la mesa desde el principio, le rogó que no se la llevara.

—Luego os contaré para qué la necesito —les dijo con aire misterioso a sus amigos.

—Estamos ya en la sobremesa —dijo Roberto dirigiéndose al francés— y todavía no hemos decidido si vamos a acudir a la policía para contarle lo que sabemos.

Lupot apuró el vaso de licor y emitió un ligero chasquido de satisfacción con los labios antes de hablar.

—¿Ir a la policía? Yo al menos, lo tengo que pensar. No quiero hacer el ridículo, ni que me tomen por un loco. Porque, ¿qué podría contarles?

—Hechos, Arsène, hechos —exclamó Roberto—. En primer lugar, que sospechamos que el violín de Ane es robado, porque tu amigo Bernardel lo reconoció por televisión y dijo que era el violín de Neveu. En segundo lugar, que Ane te encargó modificar el aspecto del violín con esa talla, tal vez porque se había enterado de que el instrumento había sido localizado. Y Natalia y yo, que por supuesto iremos contigo, informaremos a la policía de que la más directa rival de Ane, Suntori Goto, estaba entre el público. A lo mejor no sirve para nada, pero ¿no dicen siempre eso de que el detalle más nimio puede ser decisivo en una investigación?

—¡Vengo a dar una conferencia y acabo complicado en una investigación criminal! —exclamó Lupot—. ¿Ir a la policía? ¿Y cómo se hace eso? Yo no tengo ni idea. Me figuro que si nos presentamos en la comisaría diciendo: «Tenemos información sobre un crimen», hay tantas posibilidades de que nos hagan caso como de que nos manden a paseo.

—No podemos correr ese riesgo —afirmó Roberto—. Tengo un amigo que es periodista en
El País
y mañana me puedo enterar, con una sola llamada, de quién es el inspector de homicidios que está llevando las investigaciones, para que nos atienda personalmente.

Lupot levantó un brazo para llamar la atención del camarero y dibujó una pequeña firma en el aire para que le trajera la cuenta.

—No vas a pagar la cena —puntualizó Roberto con una sonrisa traviesa.

—¿Y quién me lo va a impedir? —replicó desafiante Lupot—. Lleváis invitándome a todo desde hace diez años; esto, más que hospitalidad, empieza a ser un insulto.

—Quiero decir que no vas a pagar la cena todavía —aclaró su amigo—. Te recuerdo que Natalia nos ha prometido que nos iba a explicar no sé qué con el aceite. ¿De qué se trata?

—Mientras hablábamos de Suntori y de cómo estuvo espiando a Ane, me he acordado de que Adile, nuestra asistenta turca, me contó que existe un método infalible para averiguar si alguien está padeciendo mal de ojo. Hay que echar dos gotitas de aceite en un vaso de agua. Si las dos gotas permanecen sobre la superficie sin llegar a juntarse, estamos a salvo. Pero si se funden para formar una sola gota, habrá que ir pensando en un conjuro que nos libre del hechizo.

—Prefiero que no lo hagas —dijo Lupot.

—Creí que no eras supersticioso —dijo burlona Natalia.

—Pero vosotros sí lo sois y yo he estado en contacto con ese violín. Imagínate que se juntan las dos gotas. Vamos a estar angustiados durante mi estancia, y todo por una estupidez.

—Creo que por una vez Arsène tiene razón —dijo Roberto—. Lo mejor es no tentar a la suerte.

—Como queráis —dijo Natalia dejando la botellita de aceite de oliva otra vez sobre la mesa.

El francés pagó la cena y los tres amigos se encontraron, nada más salir a la calle, con que, a pesar de la época del año, la temperatura había descendido notablemente, hasta el punto de que el aliento que salía de sus bocas se empezó a condensar en vaho a los pocos segundos.

—Tenemos el coche en el aparcamiento de Gran Vía —dijo Roberto—. Podemos volver a casa inmediatamente o buscar un sitio para tomar la última copa.

—Yo voto por tomar algo —dijo Natalia.

—¿No estás fatigado del viaje, Arsène?

—En absoluto. Todo lo que pido es que el lugar no sea demasiado ruidoso. Lo único que no me gusta de España es esa costumbre que tiene la gente de reunirse para charlar en lugares en los que es físicamente imposible oírse unos a otros.

—Muy bien —dijo Roberto—, pues entonces dirijámonos hacia la calle Reina. Es un pequeño paseo, pero hay allí dos lugares de copas en los que, además de que la música no está demasiado alta, el barman prepara unos combinados que tumban de espaldas.

El trío de amigos inició la subida hacia la plaza del Callao, y cuando estaban a medio camino, Natalia dijo:

—¡Maldita sea! Me he dejado la bolsita con los discos de Arsène en el restaurante.

—Pues corre a por ellos, mujer —dijo Roberto—. Te esperamos en esa esquina.

—No, hace mucho frío para que estéis parados como dos pasmarotes. Id hacia Reina y yo os alcanzo en un par de minutos.

Natalia se dio una carrerita hasta el restaurante y fue abordada por un camarero, que le entregó la bolsa con los discos nada más verla entrar por la puerta.

—Iba a salir yo a buscarla en este momento —dijo el empleado.

La mujer oteó por encima del hombro del camarero y se percató de que estaban empezando a recoger la mesa en la que habían cenado, así que le dijo:

—¿Le importa que eche un vistazo, a ver si me he olvidado algo más?

—Está usted en su casa —dijo su interlocutor, haciéndose a un lado para franquearle el paso.

Natalia se acercó a la mesa y le dijo al camarero:

—Disculpe, no voy a tardar más de treinta segundos.

El hombre se alejó y Natalia, tras simular que inspeccionaba los asientos, se sentó a la mesa, destapó la botellita de aceite y vertió dos gotas en el único vaso de agua que aún estaba medio lleno.

Las dos gotas no sólo se fusionaron al instante en una sola, sino que ésta adoptó la forma de un inquietante ojo verdoso-amarillento al que le hubieran extirpado la pupila.

Era el vaso de Arsène Lupot.

17

A esa misma hora, y a no mucha distancia de allí, el inspector Perdomo consultaba los principales diarios digitales en el ordenador de su despacho para comprobar si se había filtrado ya a la prensa algún dato importante de la investigación. Para su asombro, la prensa estaba ya al tanto de todos los detalles:

TERRORISTAS ISLÁMICOS PODRÍAN ESTAR

DETRÁS DEL ASESINATO DE ANE LARRAZÁBAL

decían la mayoría de los titulares; y también figuraba ya su incorporación a la UDEV central, que había ocurrido sólo hacía unas horas, y un breve perfil profesional con una elogiosa alusión final al caso El Boalo.

«Por lo menos esta vez no han publicado mentiras», se dijo mientras buscaba ansiosamente la otra noticia que le interesaba del día, que era la investigación del asesinato de Manuel Salvador.

La habitación estaba en penumbra y la única fuente de luz era la pantalla del ordenador, pero a pesar de ello, Perdomo se dio cuenta de repente de una presencia a su espalda que le sobresaltó. Era su hijo Gregorio, que había entrado en el despacho sigilosamente y ahora le espiaba desde atrás, medio oculto entre las cortinas de la ventana.

—¡Gregorio! ¡Vaya susto me has dado! ¿Cuánto tiempo llevas ahí? ¿Por qué no me has dicho nada?

—Quería saber cuánto podía acercarme a ti sin que te dieras cuenta —le respondió su hijo, muy satisfecho de haber sorprendido a su padre.

Perdomo le pidió que se acercara y le abrazó cariñosamente.

—¿Te diviertes tocando? Últimamente te escucho practicar poco.

—La verdad es que a veces echo de menos tocar con otra persona.

—¿Y no hay ningún compañero con el que puedas hacerlo? Invítalo un día a casa y hacéis un dueto.

—A veces toco con Nacho, pero me aburro un poco, porque toca peor que yo.

—Necesitas a alguien que te estimule, ¿no? Como cuando quieres progresar al tenis y te buscas a una persona que juegue mejor, aunque te haga morder el polvo en todas las partidas.

—Eso es.

—¿Y tu profe? ¿No puedes hacer dúos con él?

—Sí, claro, pero él toca también el violín, y siempre se pide la parte difícil, que es la que quiero tocar yo.

—¿Y qué te gustaría tocar a dúo?

—¿Has visto la película
Master and Commander
?

—No. ¿De qué va?

—Es de un barco de la Armada británica que persigue a un corsario francés en la época de Napoleón. El capitán del buque, que es Russell Crowe, toca el violín, y como el médico de a bordo es amigo suyo y es chelista, se divierten juntos tocando un quinteto de Boccherini.

—¿Un quinteto entre dos? ¿Y eso cómo puede ser?

—No lo sé, pero eso es lo que me gustaría tocar: el
Quintettino
de Boccherini de
Master and Commander.

Perdomo se quedó pensativo y tras dudar de la idea que le rondaba la cabeza se lanzó por fin a expresarla:

—Tu padre va a encargarse de atrapar a la persona que mató a Ane.

—¡Bien! —dijo el muchacho como si le hubieran anunciado que su equipo favorito acababa de fichar al futbolista del momento.

—Eso significa que voy a tener que hablar con muchos músicos, así que les puedo preguntar quién podría acompañarte en tu «quinteto a dos».

—Pero antes tienes que ver una cosa, papá. Y prométeme que no te vas a enfadar.

El rostro grave de Gregorio semejaba ahora el de un adulto. A Perdomo le pareció el de un director de un banco a punto de anunciar a su cliente que no le va a conceder el crédito.

—No te puedo prometer nada. Excepto que sea lo que sea lo que me vas a enseñar, me enfadaré mucho menos de lo que lo haces tú conmigo cuando no te quiero comprar tu último antojo.

Gregorio condujo a su padre hasta su dormitorio y, tras extraer el violín de su estuche, le mostró cómo el mango del instrumento se había desencolado del cuerpo debido a un formidable golpe, cuyo impacto se apreciaba perfectamente en el clavijero.

Perdomo se quedó unos instantes con la boca abierta, sin poder articular palabra.

—Pero ¿qué ha ocurrido? ¿Has utilizado el violín como un martillo olímpico? ¡Con razón no te oía practicar estos días!

—Entonces ¿no te enfadas porque se me haya caído al suelo?

—Le puede ocurrir a cualquiera. Además, me imagino que tendrá arreglo, ¿no?

—Sí, claro —dijo el chaval poco convencido—. Pero te aseguro, papá, que no va a ser barato.

—Por eso no te preocupes.

Al ver que el chico se guardaba algo que no quería o no se animaba a decir, Perdomo dijo:

—Oye, no será esto un truco para que te compre un violín nuevo, ¿no?

—No, papá.

—Entonces ¿por qué tengo la extraña sensación de que no me estás contando todo acerca de esta rotura?

—Fue en el metro.

—Ya te he dicho que no tengo inconveniente en que vayas en metro, siempre que no lo hagas solo. ¿Con quién ibas?

—No me entiendes, papá. No viajaba. Estuve
tocando
en el metro.

Perdomo tardó varios segundos en reaccionar, porque dudaba de que hubiera escuchado bien la frase, así que se la hizo repetir.

—A ver, a ver: ¿mi hijo de trece años ejerce la mendicidad en el metro de Madrid? Pero ¿cuándo ha sido eso?

—No fue para sacar dinero, fue por una apuesta. ¿Te acuerdas de cuando Joshua Bell…

—¿Quién?

—Un virtuoso estadounidense. Tiene un Stradivarius. Y se puso a tocar en el metro de Washington para comprobar a cuánta gente era capaz de parar. Acababa de llenar tres días un auditorio de Boston a pesar de que las entradas estaban a cien euros. Pues en el metro no se paró casi nadie.

—¿Y cuál era la apuesta? ¿Con quién la hiciste?

—Con dos amigos del cole. Yo les dije que la razón por la que la gente no se paraba no es porque a la gente no le guste el violín. No se paraban porque Joshua Bell eligió una pieza de Bach que no tiene ni ritmo ni melodía: la
Chacona.
Si hubiera tocado la
Meditación de
Thais
o cualquier otra pieza más conocida, se hubiera formado un corro como el mío.

—¡No lo puedo creer! ¿Tú triunfaste donde fracasó un virtuoso del violín? ¿Y en España, donde la música más clásica que hemos oído es «Paquito el chocolatero»?

—Si no te lo crees, mira la foto que me sacó Dani con mi móvil.

Gregorio extrajo el teléfono del bolsillo y le mostró una instantánea en la que se veía a un niño rodeado de no menos de treinta personas.

—Espera un momento. ¿Tu móvil? ¿Desde cuándo tienes tú móvil?

—Es que el primer día conseguimos reunir 67 euros. Y volvimos otra vez, que es cuando se me cayó el violín.

Perdomo estaba a punto de estallar en una carcajada, pero en vez de eso adoptó un semblante muy serio, para poder tomar el pelo a su hijo.

—Yo todo lo que veo aquí es un niño, pero está muy lejos. ¿Cómo sé que eres tú?

A Gregorio se le veía ahora desesperado por el hecho de que su padre no le creyese capaz de la hazaña que había logrado.

—¡Papá, mira la ropa! ¡Esa cazadora blanca y roja me la has visto cien veces!

La reacción del niño, que era la esperada por el padre, hizo que éste pudiera ya dar rienda suelta a su hilaridad.

—Y dime: ¿qué pieza elegiste tú para superar a ese violinista?

—Recordé que tú siempre dices que los Beatles fueron los Shubert del siglo XX. Y como en el salón tienes todos sus discos, los estuve oyendo para encontrar una melodía pegadiza.

—¡Sólo por haber elegido a los Beatles ya mereces una recompensa!

—Toqué una canción muy marchosilla llamada «Eight Days a Week».

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