El violín del diablo (30 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

BOOK: El violín del diablo
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—Te lo repito, Raúl: eso de que empleamos sólo el diez por ciento de nuestro cerebro es falso. Lo utilizamos casi todo.
Casi
todo. Pero no he dicho todo. ¿Cómo dices que se llama esa médium?

—Milagros.

—Un nombre muy apropiado. Debes volver a encontrarte con ella para tratar de averiguar si es o no una impostora. Aunque no te ayude con el caso, estoy convencido de que, al menos, lograrás sacarla de tus pesadillas.

38

Perdomo no aguardó ni siquiera veinticuatro horas para telefonear a Milagros Ordóñez. Le confesó que, aunque había varias líneas de investigación abiertas, el asesinato de Ane Larrazábal era tan prioritario para la UDEV que sus superiores le habían ordenado «que no desdeñase ningún tipo de ayuda». La frase —que nunca había sido pronunciada por Galdón— era lo suficientemente ambigua para dar a entender a la médium que él actuaba por mandato ajeno, lo cual le permitía salvar la cara y seguir aparentando escepticismo; pero al mismo tiempo no dejaba claro si el comisario Galdón había dado instrucciones específicas sobre su incorporación al caso. El inspector le preguntó, tal como le había recomendado su amigo Albert, de qué manera concreta creía ella que podía contribuir a arrojar alguna luz sobre la investigación, y Milagros le explicó que, por sus experiencias anteriores, lo que podía proporcionarles más dividendos sería la visita al lugar del crimen.

Perdomo no mencionó sus pesadillas, ni se permitió coquetear con ella en ningún momento, porque quería dar a aquella llamada un carácter estrictamente profesional. Antes de quedar citado con ella para aquella misma noche en el Auditorio, Perdomo hizo hincapié en lo importante que era mantener discreción absoluta; pero la mujer volvió a recordarle que la primera interesada en que su faceta paranormal no saliera a la luz era ella misma.

Perdomo y Milagros Ordóñez llegaron al Auditorio Nacional a las once de la noche, ya que la parapsicóloga había hecho saber al policía que, por alguna razón que no alcanzaba a entender, su receptividad a los estímulos extrasensoriales solía ser mayor después del crepúsculo.

—Tal vez es porque mi madre me trajo al mundo a medianoche —se limitó a comentar por teléfono, a modo de única explicación.

Aunque el inspector había advertido al jefe de seguridad del Auditorio que se iba a personar en el edificio a una hora muy avanzada, lo cierto es que el gerente ya le había informado días atrás de que entre semana siempre había actividad, por más que a veces fuera meramente administrativa, entre las ocho de la mañana y la una de la madrugada. Tal despliegue de personal era lógico, teniendo en cuenta que la sala de conciertos madrileña era una triple sede que daba cobijo a las infraestructuras de la Orquesta Nacional de España, de la JONDE (la versión juvenil de la orquesta) y del propio Auditorio.

Sin embargo, al llegar a la puerta principal, que miraba a la plaza Halffter, el edificio les dio la impresión de haber sido abandonado, ya que no se filtraba luz alguna del interior. La propia plaza ofrecía un aspecto sombrío y mortecino, debido al hecho de que las farolas no estaban encendidas. Perdomo nunca había llegado a explicarse la razón por la que, en pleno siglo XXI, y en la capital de la octava potencia del mundo, había veces en que la iluminación de una calle entera desaparecía por completo durante toda una noche y sin que mediara una causa de fuerza mayor, como un atentado. ¿Era concebible que a algún funcionario municipal se le olvidara, de cuando en cuando, accionar el interruptor que activaba el alumbrado público de determinadas zonas de Madrid? El inspector pensó que España —y tal vez Italia— eran los únicos países de la Unión Europea en los que algo tan chusco podía llegar a suceder.

—Parece que estemos en Europa del Este, antes de la caída del Muro —señaló Milagros Ordóñez. Y el comentario, por lo certero, hizo sonreír a Perdomo.

Cuando estaban a unos tres metros escasos de la puerta, la psicóloga dio un grito seco, pero muy agudo, que sobresaltó también a Perdomo. Un perro, al parecer abandonado, se les había acercado por detrás, amparado por la oscuridad, y en su afán por olisquear a los dos intrusos, que se habían colado en su feudo sin permiso, había rozado con la punta del hocico la pierna de la mujer. En ese momento les miraba jadeando y con una expresión que parecía de fatiga, como si les hubiera estado siguiendo durante un buen tramo y el esfuerzo le hubiera dejado desfondado.

La impresión resultó ser del todo inexacta, porque en el momento en que Milagros dio un par de palmadas para intentar alejarlo, la mirada extenuada del perro cambió de repente a una de ferocidad extrema y el animal, que era de notables dimensiones, empezó a emitir desde lo más profundo del tórax un gruñido inquietante, en tono bajo. Ordóñez pensó simplemente que el perro se había asustado con las palmas, y tras exclamar «¡Ni caso!» y cogerse despreocupadamente del brazo del policía, se dio la vuelta y animó a su compañero a seguir caminando.

El perro entonces hizo algo totalmente inesperado, que fue adelantarse unos metros e interponerse entre la pareja y la puerta, sin dejar de emitir ese gruñido sordo, que anunciaba un ataque inminente. Milagros Ordóñez se quedó paralizada, sin poder desclavar la mirada del perro, aunque con el rabillo del ojo pudo advertir cómo la mano del policía comenzaba a moverse lentamente hacia la sobaquera en la que llevaba el arma.

—¿Qué va a hacer? —intentó decir Milagros Ordóñez. Pero el miedo atenazaba también su garganta y la frase sonó más bien como un ininteligible susurro.

Perdomo respondió también con un hilo de voz, como si temiera que aquella bestia pudiera entenderle.

—El perro no quiere que entremos en el Auditorio. No me pregunte por qué, pero es así. Si seguimos caminando en dirección a la puerta, nos atacará, estoy seguro. No intente moverse.

Cuando Perdomo extrajo de la funda su arma de fuego, el perro saltó sobre él utilizando sus patas traseras como una catapulta. El peso del animal se multiplicó por cinco, gracias al formidable impulso que se había proporcionado a sí mismo, y tumbó de espaldas al policía, que tuvo que soltar el revólver para intentar protegerse con las manos durante la caída. Perdomo sintió un intenso dolor en la cadera derecha, que fue la que absorbió la mayor parte del impacto, aunque comprobó con alivio que su agresor iba tan sobrado de inercia que le fue imposible mantener el equilibrio en el aterrizaje. En lugar de eso, el perro salió rodando por encima de su cabeza y fue a parar varios metros más allá, rezongando de rabia por haber calculado mal la fuerza. Perdomo pudo escuchar a su espalda cómo las uñas del animal arañaban enloquecidamente el suelo, en un intento desesperado por incorporarse cuanto antes para volver a cargar contra su víctima. Pero casi de forma simultánea, también le llegó el sonido de un objeto metálico deslizándose sobre el pavimento, hasta detenerse a escasos centímetros de su cuerpo. Era su propio revólver que, después de haber salido despedido a varios metros de distancia, Milagros le acababa de acercar de una patada.

Perdomo lo amartilló cuando el perro ya había iniciado la carrera y el ligero chasquido metálico que emitió el arma al realizar esa acción tuvo la virtud de poner inmediatamente en fuga al animal. En vez de saltar de nuevo sobre él, el perro pasó de largo como alma que lleva el diablo y se perdió en la noche. Perdomo se incorporó como pudo, retorciéndose de dolor, levantó el arma hasta encañonar al animal, que ya era sólo un punto negro en la oscuridad, y permaneció en esa postura hasta que la bestia hubo desaparecido por completo.

—¡Qué horror! —exclamó Milagros cuando pudo recuperar el habla. La mujer estaba tan alterada que las manos le temblaban visiblemente.

—Desde luego es un mal bicho —admitió Perdomo—. Pero lo que resulta más inquietante es que haya reconocido el ruido del percutor al amartillar yo el arma. ¡A saber de dónde habrá salido un animal tan astuto! Hay que advertírselo sin falta a los de seguridad del Auditorio, para que avisen a los municipales. Y por cierto, Milagros: gracias. Si no llega a ser por su providencial gesto de acercarme el revólver, ahora podría estar desangrándome sobre este mismo suelo, con la yugular desgarrada.

—Yo no he cogido un arma en mi vida, así que tenía que ser usted quien lo ahuyentase —respondió la otra con un gesto que pretendía ser una sonrisa, pero que quedó en una mueca extraña. La mujer estaba aún demasiado asustada para permitirse una alegría. Luego, al mismo tiempo que seguía controlando con el rabillo del ojo cuanto ocurría a su espalda, no fuera que al perro le diera por volver a la carga, preguntó—: ¿Se encuentra bien?

El policía se aflojó el pantalón para comprobar la gravedad del golpe que había recibido en la cadera y vio que tenía un gran hematoma, que había empezado ya a ponerse azulado y comenzaba a inflamarse a ojos vistas. Cuando se lo palpó con el dedo para tratar de establecer si había algún hueso roto, creyó que podía llegar a desmayarse.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Milagros al ver el moratón—. ¡Hay que ir a urgencias ahora mismo!

—No, de ninguna manera —decretó el policía—. No hay rotura, no hay hemorragia, puedo aguant… ¡uf! ¡La contusión es de campeonato! Tendremos que caminar despacito.

Milagros se ofreció como muleta para recorrer los escasos metros que aún les quedaban hasta la puerta de entrada, pero Perdomo rechazó la ayuda en un gesto de orgullo masculino.

—Puedo yo solo, gracias.

Y cubrió la distancia renqueando lastimosamente.

Se dio cuenta de que él también estaba lanzando miradas furtivas hacia la retaguardia, con el fin de asegurarse de que aquel perro infernal no volvía sobre sus pasos para atacarles. ¿Cómo era posible que el animal se hubiera dado a la fuga antes siquiera de que Perdomo le hubiera encañonado con el arma? ¿Acaso había tenido ya algún encontronazo anterior con algún arma de fuego? Perdomo decidió no compartir esos pensamientos con su acompañante y llamó por fin con los nudillos sobre la puerta de vidrio que daba acceso al edificio. Los golpes sonaron tan amortiguados, debido al grosor del cristal, que tuvo que sacar una moneda del bolsillo para golpear con ella de manera más eficaz. Al cabo de pocos segundos les abrió la puerta un agente de la compañía de seguridad que vigilaba el Auditorio, quien tras examinar la placa de Perdomo les franqueó la entrada.

Nada más acceder al vestíbulo, el policía intentó ponerles al corriente de lo que acababa de ocurrirle.

—Hay un perro ahí fuera que…

—Ah, sí —interrumpió el de seguridad—. Pero no hace nada.

Milagros sintió una oleada de indignación por todo el cuerpo ante semejante respuesta y saltó como un resorte:

—¿Que no hace nada? ¡Si casi se come a este señor!

El agente que hacía pareja con el anterior emergió por vez primera desde las sombras.

—¿A ver si no va ser el mismo perro?

—Es un callejero grande, oscuro, con las orejas dobladas hacia delante, mucho más alto de los cuartos delanteros que de los traseros; parecía una mezcla de mastín y rottweiler —aclaró Perdomo, mientras trataba de disimular el dolor que le estaba taladrando el costado derecho.

—Sí, es ése —admitió el agente—. Lleva varias noches rondando por aquí; lo han debido de dejar abandonado, pero como no había dado problemas…

—¿Varias noches? —inquirió el policía—. ¿Desde cuándo exactamente?

—Yo creo que desde que mataron a la violinista —respondió el otro.

—Pues hagan el favor de tomar nota y de avisar a la perrera municipal. Ese animal tiene que ser sacrificado. ¡No hace ni un minuto que me ha derribado ahí fuera y por poco me secciona la yugular!

Cuando el agente que parecía estar al mando le aseguró que a primera hora de la mañana daría parte del animal, Ordóñez y Perdomo intercambiaron una mirada de preocupación.

Evidentemente, ambos estaban pensando en lo mismo, y es que a la salida del Auditorio podrían volver a ser sorprendidos por aquel peligroso perro.

—Intente llamar ahora. Cuanto antes lo quiten de la circulación, mucho mejor.

El agente hizo un gesto con la cabeza a su compañero para que hiciera la llamada y luego preguntó al inspector en qué podía ayudarle.

Éste le explicó que necesitaba llevar a cabo unas comprobaciones en la Sala del Coro y le rogó que los acompañara hasta allí.

—¿No tendrá un poco de hielo, verdad? —añadió antes de que el otro se pusiera en marcha—. Es para bajar la inflamación.

—Sí que hay hielo —dijo el vigilante muy ufano—. Aquí tenemos de todo.

El tipo les condujo hasta el chiscón donde habían instalado la tele con la que se distraían durante la noche y Perdomo vio que en uno de los rincones había una pequeña nevera, parecida al minibar que suelen tener en los hoteles. El vigilante extrajo una bandeja de hielo del congelador, volcó el contenido sobre un trapo de color azul cuya proveniencia Perdomo prefirió no saber y se lo pasó después de haber envuelto en él los cubitos.

El policía comenzó a sentir un alivio inmediato nada más aplicarse el frío contra la cadera, y por primera vez desde que le atacara el perro, se permitió una sonrisa.

—Mucho mejor —dijo, y permaneció un buen rato inmóvil, sujetando la improvisada bolsa de hielo contra la contusión y aprovechando para estudiar a los dos agentes de seguridad que custodiaban el Auditorio.

El que parecía llevar la voz cantante era grande, fuerte y gordo y llevaba la camisa desabotonada casi hasta el ombligo, como si fuera un cantaor flamenco. Sobre el pecho, que era enorme y peludo como el de un chimpancé, colgaban un sinfín de medallas y cadenitas doradas con santos, vírgenes y cristos que a Perdomo le dio demasiada pereza identificar. Hablaba arrastrando la primera sílaba de cada palabra, como si padeciera cansancio crónico: «Aquí tieeeeene el hieeeeelo».

Su compañero era un alfeñique con gafas y mentón huidizo y la boca sempiternamente abierta, lo que hizo sospechar a Perdomo que nunca llegaría a ganar el premio Nobel.

En cuanto empezó a sentirse algo mejor, el inspector devolvió al más tonto la bolsa de hielo e hizo saber al cantaor flamenco que estaba listo para la expedición.

Mientras recorrían los pasillos que conducían a la Sala del Coro, con el gordo al frente de la comitiva linterna en mano, el inspector quiso saber qué personas permanecían todavía en el edificio a hora tan tardía y el agente de seguridad no supo precisarle:

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