Ella, que todo lo tuvo (22 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
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Tras el descubrimiento del zapato, Ella se sentía más ansiosa que nunca. Había salido a pasear, forzándose a calmar su mente, que no paraba de acosarla.

Se acercó al muro para ver crecer la oscuridad sobre el río y, al hacerlo, descubrió en la piedra cientos de escritos que prometían amor eterno. Corazones encerrando iniciales, frases de despecho y juramentos rotos cargaban la barandilla con el peso de los amores contrariados.

Se entretuvo un rato leyéndolos. ¡Cuántas palabras decía la gente cuando estaba enamorada, y cuántas cuando estaba despechada! Mirándolos, se dio cuenta de que sumaban lo mismo. Igual cantidad de amor y desamor. El cálculo era bueno, los muros lo certificaban.

El enamoramiento y el despecho tenían algo en común: los dos se gestaban en las vísceras y reventaban sin pasar por el intelecto. Se quedó mirando un corazón que destacaba entre los otros; estaba pintado de verde y en el centro se leía en rojo dos iniciales, M y M, y la palabra

SEMPRE.
¿Por qué nunca había pintado con Marco ningún corazón?

Abajo, las edificaciones se reflejaban sinuosas sobre el oscuro fondo de las aguas; luces que iban y venían, moviéndose acompasadas en un ballet estudiado y uniforme.

Mientras se entretenía observando, una luz dorada surgió de debajo del puente. Una góndola iluminada con dos antorchas partió en dos las aguas, y el eco de una voz sublime silenció a los jóvenes. Lo reconoció. Era el vagabundo recitando
La divina comedia,
acompañado por las notas lúgubres de un violonchelo; las estrofas correspondían al
Purgatorio.

L'anime che si fuor di me accorte,

per lo spirar, ch 'i' era ancora vivo,

maravigliando diventaro smorte.

E come a messagger che porta ulivo

tragge la gente per udir novelle,

e di calcar nessun si mostra schivo.

Y como aquella gente me veía

respirar, advirtió que estaba vivo

y pálida de asombro se ponía.

E igual que al nuncio portador de olivo,

por noticias saber, siguen las huellas,

sin que nadie a empellones sea esquivo.

—¡¡
Signara
sin nombre!! —gritó el cantante al descubrirla en lo alto del puente—. Venga, la invito a dar un paseo por el Arno. Es la hora mágica en que todos los fantasmas duermen. Baje.

—Gracias, no puedo.

—¿Qué se lo impide?… ¿O quién?

—No tengo ga…

El tenor la interrumpió.

—No tiene que tener nada.

—No pued…

—No, no, no… ¿Siempre dice «no»? Ahora entiendo por qué se la ve tan triste. Ha dejado instalar en su interior el «no», y la sombra de esa palabra es alargada. Destiérrela de una vez por todas o acabará paralizándola.

Ella observó el río. En pocos segundos se había cubierto con un manto de niebla que se comía a mordiscos luces, sombras y destellos. Todo había desaparecido; incluso los reflejos de las antorchas. No podía ver ni siquiera la barca.


Signara,
aunque no pueda verme, estoy aquí.

La voz abrió un surco entre la bruma y subió limpia.

—Por favor, quiero estar sola.

—Estoy convencido de que en verdad no lo quiere.

—Por favor…

—No pienso moverme hasta que baje. Cuando todos me habían convertido en un ser invisible, usted se fijó en mí. Me ha regalado algo y yo quiero agasajarla con lo único que tengo: un paseo y mi voz. Así que, si no viene, empezaré a gritar y le advierto que no callaré. Cuento hasta diez. Uno, dos, tres, cuatro…

—Está bien; usted gana.

Decidió bajar. El puente se había vaciado y la soledad era total. Del grupo de estudiantes, sólo uno permanecía fumando. A lo lejos, las campanas de una iglesia marcaron la llegada de la una, y el ladrido de un perro le contestó. Unas escaleras de piedra la condujeron hasta los arcos, donde la esperaba la góndola.

Al ver a los tres hombres —gondolero, violonchelista y cantante— vestidos de bruma en medio de una barca que flotaba sobre una nube, pensó que aquello no existía. Todos le sonrieron con sus dientes carcomidos y ella los encontró hermosos.


Buona notte, principessa
—dijeron los tres al unísono—.
Viaggeremo al di, sopra dell'acqua e la vita. Non dev'essere preparata. Dica solo di si.

«¿Viajar por encima del agua y la vida…?», pensó.

—Si, si, si.

Se subió a la barca y se dejó llevar por el monótono sonido del remo entrando y saliendo del agua. El aire espeso de la noche, la nota ronca y triste del violonchelo y la voz del cantante actuaban como un bálsamo sobre su alma.

A pesar de estar amortajada por el frío, en su interior sentía un calor que la envolvía. No había voces atormentándola; La Otra estaba lejos.

Aquel ruido interior se replegaba y le daba una tregua. Los recuerdos, por un instante, la dejaban en paz. ¿Y si todavía quedaban cosas por vivir que aún no conocía? ¿Y si, como ellos, se convertía en otro ser errante de la noche? ¿Dónde estaba la paz?

Aspiró profundo. Aquel instante alcanzado acababa de esfumarse. La sombra de sus tribulaciones volvía a poseerla. El vagabundo se dio cuenta.

—Le cuesta estar aquí, ¿verdad? La mente siempre nos juega malas pasadas. Cuando ve que podemos ser felices, recurre a la estrategia de hacernos sentir inferiores. Algo te dice que no eres tan especial como para merecerte un momento de alegría y te llenas de remordimientos.

Ella cerró su abrigo; sentía la humedad del río escalar por sus piernas. Se estremeció; necesitaba un trago.

—Se cree que es la única que sufre, pero no lo es. El dolor hace parte del ser humano. A veces necesitamos sentirlo para reconocer su contrario. Si no existiese la oscuridad, ¿sabríamos distinguir la luz? Es posible que una existencia sin sobresaltos sea lo más parecido a una muerte en vida.

—No sabe lo que dice.

—Sí que lo sé. Todo dolor tiene cura, hasta el más terrible. Todavía puedo ver el suyo en sus ojos. Aquella cicatriz de la que le hablé cuando la conocí; ahora, además, veo miedo.

—Usted ve demasiadas cosas.

—Dígame, ¿a qué tiene miedo?

Ella permaneció unos segundos en silencio.

—A soñar. Hay sueños que dan mucho miedo.

—Ningún sueño da miedo, señora. Ellos son los que nos salvan. Sobre todo, si permitimos que hagan parte de nuestra realidad.

¿Cómo podría integrar en su vida aquellas pesadillas? Él no conocía la tipología de sus sueños. Lo miró a los ojos y se encontró con algo que hacía mucho tiempo no veía: ilusión.

—Escúcheme bien: el sueño que más miedo da es atreverse a vivir. No hay otro que lo supere; y ése lo hemos tenido todos. Si yo no soñara cada día con inventar mi realidad, hace mucho tiempo que estaría bajo tierra.

El violonchelista empezó a tocar una melodía triste y bella que le abrazó el alma. En las aguas del Arno, las edificaciones volvían a reflejarse. La góndola avanzaba despacio, fragmentando las estelas de luces que se desperezaban cansadas. La voz del vagabundo se alzó imponente sobre la noche cantando el
Nessum Dorma.

Cuando estaban a punto de llegar al ponte all'Indiano, la barca entró en otro banco de niebla y desapareció.

66

Había llovido todo el día y el cielo empezaba a despejarse. Los últimos nubarrones se teñían con el rojo extenuado de la tarde. Mientras Ella se dirigía a la vieja librería, un cielo de vino tinto caía sobre la ciudad y la emborrachaba de rosas y violetas.

Había pasado el día en la academia restaurando una novela a la que le faltaba un capítulo completo, el más importante de la trama. Allí se resolvía el enigma que desde el inicio sobrevolaba las páginas.

A pesar de que las reglas de restauración hablaban del purismo y de no añadir ni quitar nada que no perteneciera a la obra, Ella iba pensando cómo hacer para completar la historia. Le seducía la idea de reescribir las páginas que habían desaparecido, aunque haciéndolo sabía que la historia podría coger otros derroteros. Se trataba de una novela de amor y odio en la que los amantes, al saberse descubiertos, se reunirían en el bosque para planear el asesinato de sus cónyuges y la fuga.

Bordeó las orillas del Arno y en el camino se encontró, unidos a las barras de hierro que lo bordeaban, decenas de candados cerrados que formaban racimos de promesas. La tradición consistía en dejarlos en algún lugar cercano al río y arrojar la llave al agua para que el amor nunca se rompiera. Cada uno llevaba pintados corazones y, otra vez, como vio en el muro del puente, la palabra
sempre.
Si el «siempre» tenía la misma fuerza que el «nunca», ¿por qué no había candados con la palabra «nunca»? Tropezó con una pareja de ancianos cogidos de la mano que, tras hacer el ritual, lanzaron al río la llave. Quiso sentirse así, ilusionada, y por una fracción de segundo pensó en el librero.

Al llegar a la altura de la piazzale degli Uffizi tropezó con un turista que buscaba un monumento. Le indicó el camino y dobló por la via Vacchereccia, en dirección al Mercato Nuovo.

Se dirigía a la vieja librería con una extraña sensación; una especie de agradable desasosiego que no sabía identificar, un canto de luz que iluminaba su oscuridad. En el instante en que aquel hombre fijó sus ojos en ella se había sentido viva. Aquella sensación la alejaba del terror. ¿Lo estaba idealizando? ¿Era posible pensar en sus manos, imaginar una caricia, el roce de sus labios cuando ni siquiera había cruzado más de cuatro frases con él?

Desde la noche en que lo había visto en el Harry's Bar, la percepción que tenía de él había cambiado. No era un ser insulso como en principio lo había calificado. Era un solitario, como ella, que acompañaba su soledad con las letras de otros. La distancia entre los dos no era tan grande. Ambos buscaban, en las palabras, compañía.

Tenía ganas de llegar. Ahora, además del placer de ojear las joyas que almacenaban sus estanterías, iba con la ilusión de ver si en el viejo pupitre había algo para ella.

Llegó a la librería con el alma expectante y timbró. Mientras esperaba, se asomó por la ventana y por vez primera vio entre las mesas a un anciano encorvado que analizaba concienzudamente un enorme códice. En las veces que llevaba visitándola, nunca se había encontrado con nadie. Era como si aquel sitio sólo existiera para ella.

Consultó su reloj. El librero tardaba en abrir. Volvió a pulsar el timbre y en el instante en que lo hacía la puerta se abrió. No lo había visto bajar ni acercarse.

La esperaba con la misma expresión de siempre. El traje azul sin una arruga, el chaleco cerrado, su rostro limpio, impasible, y el frío que lo envolvía. A pesar de haberla mirado en el bar, ella no notó ningún cambio… ¿o quizá sí? ¿El hielo que desprendía su cuerpo era menor?

—Siento haber insistido —le dijo, disculpándose—. Los timbres son odiosos. No lo vi bajar.

Él no contestó. A pesar de no recibir respuesta, ella continuó.

—La otra noche coincidimos. ¿Suele ir a menudo al Harry's Bar?

El hombre volvía a mirarla como la había mirado en el restaurante; sus ojos eléctricos se clavaron hasta el fondo y ella advirtió en aquel extraño brillo un atisbo de miedo. ¿Por qué no le hablaba? Probó con otra frase.

—Me gusta su librería. Imagino que sabe que posee un gran tesoro.

El librero no se movió; sin embargo, a pesar de su hermetismo, ella supo que se alegraba de verla.

—¿Puedo? —le dijo, señalándole el camino.

Él asintió con su cabeza y sin esperar a que ella avanzara, le dio la espalda y se perdió por el pasillo. Mientras lo hacía, el anciano que deambulaba por la librería se marchó. Volvían a quedar los dos solos.

Caminó entre las columnas de libros, pisando la oscuridad que empezaba a dibujarse sobre el suelo. Giró a la derecha y se detuvo delante de su estantería favorita, mirando de soslayo el pupitre. La pálida luz que provenía de las velas iluminaba la orquídea que continuaba sumergida en el tintero. La flor había ido perdiendo el blanco y un rojo sangre teñía la mitad de sus pétalos.

Buscó entre los libros el tomo de
Veinte poemas de amor y una canción desesperada
que había estado ojeando la última vez, pero no estaba. Entonces, supo con certeza que lo encontraría bajo la tapa del pupitre. Buscó la figura del librero, pero no vio nada. Aun así, no le quedó ninguna duda: entre las tinieblas, aquellos ojos negros la seguían.

Antes de aproximarse al pequeño escritorio, hizo una última prueba: tomó de la estantería
En busca del tiempo perdido
de Marcel Proust y repasó sus páginas despacio, haciendo tiempo para que él tomara nota. Si de verdad la observaba, en la próxima visita lo encontraría en el pupitre.

Se sentó y levantó la tapa con delicadeza, como si temiera que alguna alondra escapara de su interior. Al hacerlo, un aroma a mar y a crepúsculo y el ruido tranquilo de olas y gaviotas que iban y venían acompasadas la envolvió. En su interior reposaba una antigua postal con un atardecer púrpura de Isla Negra, y bajo ella la edición de 1924 de
Veinte poemas de amor y una canción desesperada,
abierta en el poema número 12.

Para mi corazón basta tu pecho,

para tu libertad bastan mis alas.

Desde mi boca llegará hasta el cielo

lo que estaba dormido sobre tu alma.

Es en ti la ilusión de cada día.

Llegas como el rocío a las corolas.

Socavas el horizonte con tu ausencia.

Eternamente en fuga como una ola.



El poema seguía y acababa con la última estrofa:

Acogedora como un viejo camino.

Te pueblan ecos y voces nostálgicas.

Yo desperté y a veces emigran y huyen

pájaros que dormían en tu alma.

Acercó la postal a su nariz y la olió. El aroma a salitre fluía de ella. La acercó a su oído y sintió que dentro, como en una caracola, estaban contenidas todas las voces del océano. Le dio la vuelta y escrita a máquina encontró una frase:

Cómo te sienten mía mis sueños solitarios.

Estaba claro que a través de esas líneas le hablaba. Lo que decía, cada párrafo marcado, todo iba dirigido a ella. Para llegarle, pedía prestadas las palabras de otros. Estaba convencida de que si no hubiera sido porque una vez había oído su voz, hubiese jurado que era mudo.

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