Ella, que todo lo tuvo (19 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
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Nos vamos, hijita. Te quedas con tu abuelo; consiéntelo mucho; acuérdate que eres su nieta preferida.

(MAMAAAAAAAAÁ.
..)


Pórtate bien, Ella.

(PAPAAAAAAAAAÁ…)


Sé buena y obediente.

56

Había ido al Harry's Bar con la intención de espantar los fantasmas que la perseguían sin tregua. Aunque oía sus voces, no podía verlos.

Al entrar, cayó sobre ella un chorro de aire caliente que agradeció. Las conversaciones sobrevolaban el salón; risas y gritos se mezclaban con el sonido de los hielos en los vasos y el trajín de la coctelera de Vadorini.

Antes de sentarse en el último asiento libre que quedaba en la barra, tropezó en una esquina con una lámpara de cristal tallado
art nouveau
que formaba un interrogante. Hasta las cosas la cuestionaban, pensó.

No sabía qué luz debía encender dentro de ella para iluminar su laberinto. Desconocía si tanta angustia era realidad o era producto de una invención provocada por su nadar en la nada. Necesitaba ver de cerca cómo otros disfrutaban de aquello que le era tan esquivo. Palpar el contenido y la razón de ser de la vida; verlo reflejado en sonrisas y palabras que unos a otros se decían con soltura y exquisitez, aunque estuvieran cargadas de dobleces y hasta puñales.

¿Por qué se tenía que refugiar en la muerte cuando fuera había tanta vida, cuando todos jugaban al mismo juego sin cuestionar sus reglas?

Necesitaba llenar ese vacío. Algo tan sencillo como pedir un vodka sour; como ordenar al maitre un plato de comida: «Tráigame una doble porción de vida… la mejor parte.» Y si le preguntaran cómo la quería, si poco hecha, al punto, o bien cocinada, responder sin ninguna duda que «al punto, tierna y jugosa, acompañada por una guarnición de amor y comprensión y una salsa bien condimentada de erotismo, locura y sensatez». ¿Y cómo se digería todo aquello?

Se abría el telón.

Allí estaban todos reunidos: mujeres y hombres, jóvenes y viejos, presentando sus mejores trajes. Acicalados y perfumados, buscándose y encontrándose en los demás porque les costaba encontrarse a sí mismos.

Amigos y enemigos, vecinos y lejanos, conocidos y desconocidos, en una especie de lujuria y exaltación amistosa, todo verbo, sin que el cuerpo interviniera. Mucho morbo, porque hasta la pseudoamistad tenía su dosis de lujuria. El ser humano al servicio del ser humano. Todos jugando a parecer buenos y entenderse; todos jugando a reírse de las estupideces de otros, del chiste tonto y la erudición mediocre. Adulando y honrando las pericias y malabarismos lingüísticos con el único fin de no quedarse al margen y pertenecer a algún círculo, en un mundo en el que sólo existías si pertenecías a ellos.

Un, dos, tres. Primer acto: banquero, juez, cirujano, actor, psiquiatra, notario, filósofo, fotógrafo y director de orquestra, todos reunidos alrededor de una gran mesa, sobredimensionando historias, flirteos, amoríos, compras, posesiones, viajes, influencias, amistades, con tal de agradar.

A unos cuantos, tal vez, los había recibido en el ático de la via Ghibellina, y con todo lo oído, habría podido escribir un impresionante libro de miserias y opulencias humanas, pero no era eso lo que quería; sencillamente, trataba de sobrevivir hasta que se cansara del todo de la vida.

¿Que qué decían? Hablaban de
La Donna di Lacrima;
obviamente, con el consabido morbo masculino; exagerando su intervención y osadía.

Alguno afirmaba conocer su voz y haber mantenido un largo diálogo; hasta se explayaba detallando su timbre y cadencia. Otro afirmaba haber pasado la noche entera en su cama y haber visto excitantes lunares en sitios secretos.

El más listillo juraba conocer su verdadera identidad, que se negaba a revelar por respeto a ella. Los que aún no habían ido observaban con envidia a los versados, y los versados, al ver las reacciones producidas por la mentira, se devanaban los sesos por inventarse otras más grandes.

Mientras oía cómo iban y venían las frases, el maître se acercó a la barra.

—Si quiere, ya puede pasar.

Ella se giró.

—¿Perdón?

—La mesa está lista —el hombre señaló una que se encontraba junto a una ventana.

—Creo que se confunde. Yo no he pedido ninguna, aunque, pensándolo bien, no es mala idea.

—Es toda suya.

—Pues entonces me la quedo.

—¿Otro vodka sour?

—Por favor…

El hombre la condujo a una esquina del comedor y con ademanes protocolarios recibió su abrigo y la invitó a sentarse.

El salón estaba repleto y en la mesa contigua una joven pareja se peleaba.

—¿Usted cree que vale la pena estar así? —comentó el maître—. ¿Qué tipo de amor es ése? !!
Mamma mia,
malgastando el momento!! Un día, la vida les pasará factura.

Mientras lo decía, la pareja empezaba a insultarse.

—Las heridas producidas por una palabra afilada son peores que las físicas; nunca sanan. ¿Está de acuerdo?

Ella no contestó. Acababa de sentir una ráfaga de viento helado en su espalda. Aquella sensación la hizo erizar.

—Hace frío, ¿verdad? —le dijo al maître.

El hombre permaneció unos segundos en silencio, tratando de sentirlo.

—En absoluto —contestó—. Pero, si lo desea, puedo revisar la calefacción.

Mientras él se alejaba, trató de localizar el origen de tanto helaje, repasando con la mirada puertas y ventanas, pero estaban cerradas.

Entonces lo vio. En la última mesa del restaurante, un hombre de traje azul marino y rostro blanco e impenetrable leía un libro al tiempo que con un bolígrafo tomaba apuntes en un cuaderno.

Era él: el librero silencioso. Estaba solo y no miraba a nadie; o por lo menos eso era lo que parecía.

Su mesa era como una isla tranquila, suspendida en un mar revuelto de voces y gritos. Estaba ajeno a todo, menos a su libro.

Ella, aprovechando su concentración, empezó a repasarlo, tratando de no perderse ni un solo detalle. Era la primera vez que podía hacerlo sin que desapareciera entre las sombras.

La luz de la lámpara caía sobre sus hombros y lo rodeaba. Aquella soledad suya enmarcaba aún más su presencia. Sus delgadas y afiladas manos giraban despacio cada página, con exagerada delicadeza, como si el libro fuera de cristal finísimo y pudiera romperse. Su cabello negro, ensortijado, dejaba entrever algunas canas que parecían pintadas con pincel. Era fácil imaginar cómo debía ser de pequeño. Un niño langaruto y agitanado, de cabellos revueltos y ojos vivos.

Ahora, su frente llevaba marcadas frustraciones y quién sabía cuántas penas. Aquel rostro grave y contenido, afeitado meticulosamente, se iba abriendo y cerrando mientras leía, como si sus poros respiraran cada página haciendo caso omiso al control de su dueño. A veces se le escapaba un punto de ternura: dos hoyuelos de niño que se le insinuaban despistados cuando bebía un sorbo de su copa de vino. ¿Por qué le había parecido tan anodino, cuando en realidad no lo era?

Lo vio extraer del bolsillo de su americana una lupa que acercó al libro y, sin levantar los ojos, continuó la lectura.

¿Qué leía? Desde donde estaba no alcanzaba a detallar el libro. Tomó de su bolso las gafas y, tras calzárselas, volvió a mirar. El tomo correspondía a uno de los libros que ella había tenido entre sus manos. Se trataba de la primera edición de
Resurrección
de Tolstoi, y estaba en el idioma de su autor.

—Señora, su vodka sour —la interrumpió el maître, dejándole, además, unos tacos de mortadela—. ¿Quiere que le traiga la carta? Hoy, además, tenemos un
risotto ai funghi porcini e fiori di zucca e acciughe. Buonissimo!!

Ella se quitó sus gafas, revisó el menú y eligió a desgana una ensalada de
rucola e parmigiano.

—Muy poca cosa, señora. Anímese con el
risotto,
le garantizo que no se arrepentirá.

Se dejó convencer, esperando que la dejara tranquila. Una vez quedó sola, volvió sus ojos hacia el librero pero éste había desaparecido. Miró a lado y lado buscándolo y no lo vio; cuando estaba a punto de concluir que se había marchado, descubrió sobre la mesa el libro abierto, la lupa y el cuaderno y, sin saber por qué, se alegró.

57

Regresaba del baño cuando la descubrió en la mesa de la esquina. Estaba solemnemente sola y respiraba un extraño equilibrio. Parecía escapada de todo y de todos. A pesar de su altivez, su frágil cuerpo se doblaba sobre sí mismo, como si se protegiera de un peligro indefinido; como si guardara un secreto. Pero, ¿cuál secreto? ¿Qué era lo que la hacía tan atractiva? Era una canción sin voz, una nota de violín sostenida y templada, que se colaba por una rendija y se evaporaba en el aire marcando la tonalidad de su soledad. Emanaba fuerza y debilidad, dos contrarios. ¿Era esto posible? Parecía que se la podía destruir con un soplo o un simple gesto, y de la nada volvía a renacer grandiosa.

Lo único que no se ajustaba con su delicada belleza era aquel revólver que había visto surgir de su bolso.

¿De qué se defendía? ¿Cómo podían aquellas manos tan serenas sostener algo tan violento?

Se sentó y, mientras esperaba el primer plato, trató de concentrarse en la página que había dejado interrumpida al levantarse, pero no pudo. Los ojos se le iban hacia ella. ¿Lo habría visto? Le pareció que sí, sus miradas habían estado a punto de cruzarse.

Tomó la copa y se bebió lo que quedaba; el camarero se acercó con la botella de vino y volvió a llenarla.

Se obligó a continuar con su lectura; las letras cirílicas bailaban desordenadas.

En el párrafo que traducía, el príncipe Nejliúdov y la criada Katia Máslova, protagonistas de la historia, se observaban meticulosamente y a intervalos descompasados mientras el juicio contra ella continuaba.

Admiraba ese pasaje del libro porque mostraba con maestría la naturaleza del ser humano: dos personas diametralmente opuestas, unidas y desunidas por el destino, que en un instante de angustia y desesperación se convertían en almas idénticas.

A pesar de las diferencias, del traje impecable de Nejliúdov y del guardapolvo de presidiaría de Máslova, en aquel momento tan grave se igualaban.

Él y ella enfrentados a la vida: el reencuentro sin escapada. Un hombre y una mujer que muchos años antes se habían amado. Un hombre que había maltratado y desechado años atrás a la acusada y una mujer desvalida que nunca le había olvidado y que por su abandono había acabado perdida, se reencontraban. Él, para juzgarla. Ella, para ser sentenciada.

Levantó la mirada y la vio sumergida en otro libro. ¿Por qué le era tan difícil acercarse a ella? Podrían haber cenado juntos y tal vez compartir sus lecturas. En cambio, cada uno se acompañaba en solitario de aquella obsesión que parecía unirlos. ¡Qué paradoja!

¿Y si ambos fueran el resultado de una historia ficticia? ¿Y si en realidad no existieran? ¿Y si fueran dos personajes esbozados de una novela sin escribirse, una mentira que continuaba vagando entre los sueños y paranoias de algún escritor cansado?

Se pellizcó y le dolió.

«¡Me duele, luego existo!»,
pensó. Si podía sentir el dolor, también podría sentir la alegría.

Volvió a mirarla y esta vez sus ojos rozaron la punta de sus pestañas.

¿Se quedaría el resto de los días observándola de lejos, sin atreverse a más? ¿Era eso lo que quería?

58

Miró el plato: se acababa su
risotto,
y desde su mesa vio cómo el camarero retiraba el de él.

De pronto quiso que aquel momento no terminara. Acercarse al librero, quedarse a su lado, pedirle que la abrazara; suplicarle que la ayudara.

Beber su rostro despacio, todos sus gestos, la comisura de su boca, tan fácil como se bebía su vodka sour.

Distraerse, hablar de cualquier cosa; preguntarle por Katia Máslova, o por Komako, o por Emma Bovary, por las protagonistas de cualquiera de los libros que dormían en las estanterías de su tienda.

Saber más sobre él. Cuál era su escritor favorito, qué música prefería, qué comidas le gustaban; si dormía poco, si tenía manías; qué pensaba de la vida y de la muerte; si amaba a alguien, mujer, hijos o parientes. Preguntarle por qué siempre vestía de azul.

No tener que regresar sola, envuelta en el repugnante espesor de la noche, para aguardar la maldita visita de la siguiente pesadilla. No podía blindar las puertas de su sueño e impedir que aquellas imágenes entraran y la obligaran a ser espectadora y actriz. No sabía.

Tenía miedo de volver al hotel y encontrarse con La Otra, que la acechaba noche y día y no la dejaba en paz.

Aquel hombre la hacía distraerse de sí misma y estaba al alcance de su mirada. Quería comprobar si sus ojos hablaban, si prometían; descifrar en ellos algo bello. ¿Hacía cuánto que nadie se fijaba en ella…, que ella no se fijaba en nadie? ¿Marco la había seducido de verdad alguna vez?

Estaba harta de tanto mirar sin ver.

No tenía ganas de leer, pero necesitaba distraerse para no observarlo, porque tal vez haciéndolo lo alejaba. Sabía que era arisco y que, a pesar de dejarle orquídeas y libros y haberle preparado aquel rincón, la rehuía.

Quienquiera que seas, pongo sobre ti mis manos para que seas mi poema…

Una frase de la página que él le había dejado marcada en el libro de Whitman se repetía…

Ser poema… ¡Qué bello sonaba!

¿Qué le estaba pasando con ese hombre incógnito? ¿Era posible que después de todo lo vivido tuviera derecho a olvidar y a vivir de otra manera?…, ¿que alguien pudiera resucitar en ella algún tipo de sentimiento?

No podía concentrarse en la lectura. ¿Le pasaría igual a él? Levantó los párpados.

Entonces, sucedió. Aquellos ojos negros se cruzaron con los suyos… y se quedaron.

Entraban despacio, casi de puntillas. Podía sentirlos. Caminaban sus sueños, diciendo una sola palabra:

«EXISTIMOS.»

59

Llegaba tarde.

Ese día celebraban en la academia el cumpleaños del profesor Sabatini y los alumnos iban a darle una sorpresa.

Subió las escaleras arrastrando el insomnio de la noche anterior; cruzó la recepción y al final del pasillo descubrió al catedrático. No lo veía desde el fatídico sábado en que la había rescatado del río. Al notar su presencia, el hombre interrumpió la conversación que mantenía con otro profesor.

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