Ella, que todo lo tuvo (15 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
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—Un río… y ¡tantas cosas! Esta zona la conozco muy bien. Cerca de aquí transcurrió mi niñez.

—¿Tiene alguna casa por aquí?

—¿Ve aquélla? —el profesor señaló la imponente edificación abandonada que sobresalía de la arboleda—. Perteneció a mi familia; tras la muerte de mi abuelo, hubo un litigio que duró muchos años; quienes se la peleaban envejecieron y murieron sin ponerse de acuerdo. La vivienda entró en un coma profundo; ahora es territorio de nadie.

—¿Suele venir a menudo?

—En realidad… —al profesor le dio vergüenza confesar que estaba allí sólo porque la espiaba—, hacía años que no venía. Prefiero recordar este lugar como algo vivo; la casa está de pena. Los muros están siendo devorados por los árboles. Cuesta imaginar que aquí hubo risas y festejos.

Avanzaron entre la niebla hasta ver aparecer las ruinas de la que fuera una espléndida casa del Novecento.

—Aquí las tiene —le dijo el profesor, señalando las ropas que se amontonaban bajo un ciprés—. ¿Le parece bien que la espere arriba?

Ella asintió. Una vez comprobó que el profesor se iba, se quitó la camisa, se puso el jersey y acabó de vestirse. Volvió a mirar la cinta azul, todavía en su mano, se la ató a su muñeca y pensó en Chiara.

41

Abrió la puerta del ático y la punta de su zapato tropezó con una nueva carta de L. Su corazón se estremeció. ¿Cómo era posible que ese desconocido provocara en ella tal reacción?

Recogió el sobre y lo acercó a su nariz; era de él. Identificaba su perfume: nieve fresca. Agua comprimida en estrellas, a la espera del deshielo; primavera detenida a punto de convertirse en río o cascada, en sinfonía de espumas.

Lo rasgó con urgencia y desdobló la carta. Dentro encontró el pétalo disecado de una rosa. Era el segundo que recibía. Lo miró al trasluz y descubrió otra letra, tramada en puntos finísimos, como si la hubiese dibujado con la punta de un alfiler. Ahora, ya tenía dos.

V I

La tipografía era idéntica a la que empleaba para su firma. ¿Qué querría decir «vi…»? ¿Vida, vienes, viento, virtud, vicio…?

Estaba claro que iría formando una palabra, o dos, o muchas, y que la haría esperar.

Antes de sentarse a leerla, se sirvió un vodka, encendió velas e incensarios y, como siempre hacía, abrió las puertas de las jaulas, pero los pájaros, como de costumbre, se quedaron dentro. «Qué tontos sois. Os doy la libertad y no la queréis», les dijo. Una algarabía de cantos y el loco revoloteo sin salida le dieron la bienvenida. En un acto instintivo, miró el reloj del salón buscando comprobar la hora, pero se encontró con su reloj destiempado, un círculo de números sin hora alguna.

Quería saborear cada palabra, beberse sorbo a sorbo la extraña sensación que le producía adivinar aquellos párrafos anónimos; irlos hilvanando uno a uno hasta convertirlos en una historia continua; buscar en su interior lo que L. trataba de decirle. Bebió el primer trago, leyendo lo enmarcado entre comillas. Aquella voz literaria tan particular sólo podía pertenecer al autor del que no tenía ni la más mínima pista, pero que le fascinaba.

De pronto, el texto se cortaba con una cita de Porchia que ella adoraba:

Quien no llena su mundo de fantasmas se queda solo.

Era verdad. Los hombres que la visitaban eran sólo eso, meros fantasmas que cubrían sus agujeros. Oyendo sus dolores espantaba los propios. Aparecían, hablaban, acariciaban y se iban, dejándole el salón repleto de historias, ecos de frustraciones y sueños ajenos. Sí,
La Donna di Lacrima
era más lista que ella: no sufría.

Se puso la máscara.

42

Diez minutos más tarde, acompañado por las campanadas del ángelus, el banquero atravesaba el dintel de la puerta cubriendo su lacónico rostro con una peculiar máscara de pierrot. Era la primera vez que la visitaba, y aquel silencio imponente lo incomodó.

Por más que le hubiesen hablado del excéntrico lugar, estar allí respirando aquel aire oscuro y húmedo, entre un verde exudando misterio y pájaros revoloteando mudos a la espera de que apareciera la desconocida, le produjo una extraña sensación. Oía los latidos de su sangre zumbando en sus sienes. Un pitido monocorde que subía, subía y subía hasta ensordecerlo.

Cuarenta años; cuarenta años despilfarrando elocuencia y buenas maneras, y frente a esta situación de repente se sentía… ¿indefenso? Ni siquiera cuando se vio envuelto en aquel tenebroso caso de fraude que le llevó a la cárcel y que hasta ahora había logrado mantener en absoluto secreto sintió tal desasosiego.

Jamás había escondido su cara tras ninguna máscara, o eso había creído antes de hablar con la mujer sin voz. Después se daría cuenta de lo contrario.

Toda su vida había ido disimulando su verdadera identidad tras los trajes y camisas confeccionados a medida y en exclusiva por el sastre más renombrado de Firenze. Aquel impecable uniforme reforzaba su apariencia de brillante banquero y se acoplaba a la perfección con su pelo engominado, sus gemelos, su sonrisa de diseño, su mano firme, su puro y su whisky. Hasta los más recelosos caían como moscas en las fauces del inteligente y audaz Decimo Testasecca.

La vio surgir de la nada, irradiando un magnetismo y una fuerza sobrenatural; arrastraba con parsimonia su capa de seda mientras los pájaros cantaban para ella una extraña melodía. La lágrima azul iluminaba la mitad visible de su rostro sombrío. Al verla, sus manos se empaparon de sudor. Frente a su aparición se sintió desnudo.

Con un ademán,
La Donna di Lacrima
lo invitó a sentarse.

Esperó a que le dijese algo pero, tal como le había indicado en la carta recibida, ella se limitó a observarlo a través de su máscara. Tuvo que ser él quien diera inicio al monólogo.

—Hola… —se aclaró la voz—. No sé de qué manera saludarla. Quienes vienen, ¿la saludan? ¿Suelen decirle algo especial? ¿O simplemente se sientan a observarla? ¿Cómo le gusta que la traten? Porque yo soy especialista en el trato personalizado.

La Donna di Lacrima
no se inmutó.

—¡Ah! Ya veo, le complace intimidarme. Le seduce desarmar a los hombres, ¿no es así? ¿Es eso lo que suelen decirle quienes se sientan delante?

La mujer abrió la boca y por un momento pareció que musitaría algo, pero sus labios volvieron a cerrarse.

—Si le soy sincero, no sé qué diablos hago delante de usted hablando sandeces cuando debería estar convenciendo a la gente de que inviertan su dinero en algo seguro. En realidad, no tenía necesidad alguna de venir. Estoy aquí porque quería comprobar qué es lo que hace que hablen tanto de usted. La popularidad siempre ha sido mi curiosidad, ¿sabe? Quien es popular avanza. La gente busca ser famosa por algo; ser reconocida por algún tipo de acción, buena o mala, ya me entiende, el fin siempre justifica los medios, pero usted señora que obviamente no da absolutamente nada, porque el silencio no deja de ser un espacio muerto, ¿cómo ha logrado ser tan especial para muchos? Perdóneme tanta franqueza, pero le repito que sólo me mueve la curiosidad.

Por un momento el banquero se quedó en silencio, como esperando alguna reacción, pero
La Donna di Lacrima
ni siquiera parpadeó. Las palabras de él resbalaron despacio sobre su piel desnuda.

—¿No dice nada? Me lo temía, por eso vine preparado. Le tengo un discurso que a lo mejor le agradará. No se cambia nunca de vida, señora mía. Estamos programados a vivir hora a hora nuestra agenda, sin saltarnos ni una cita ni un día. ¿Cree que es usted quien ha manipulado nuestro encuentro? —Décimo Testasecca hizo un chasquido con su lengua—. No sea ingenua. Siento decirle que el que estemos aquí no es porque usted lo decidió. ¿La desilusiono? Pues lo siento. Sospecho que nos manipula. Sí, no he conocido a nadie que tras una acción altruista no busque su satisfacción personal. Tal vez quiera parecer buena, rara, extravagante ante los demás, pero a mí no me engaña. Seguro que tiene pensado beneficiarse de todo esto. Mire, le propongo un negocio: si usted me cuenta quiénes vienen aquí y lo que le dicen, yo le regalo unas acciones que pueden darle hasta el treinta por ciento de beneficio a corto plazo. ¿Mi proposición no la tienta? No importa; tengo otros productos que se adaptan a su momento o necesidad.

La Donna di Lacrima
bostezó.

—¿La aburro? No puedo permitirme el lujo de aburrirla. Está con Decimo Testasecca.

La mujer le dio la espalda y en aquel gesto él interpretó que su tiempo de hablar terminaba.

Durante veinte segundos permaneció callado sin saber cómo actuar; de dominador pasaba a dominado. De repente, su mundo se vino abajo. De nada le valía haber cultivado un nombre en el mundo de las finanzas, tener una lujosa casa en Firenze y dos fuera para los fines de semana, una en Portofino y otra en el valle de Aosta, como mandaban los cánones sociales; una familia modelo, mujer y cuatro hijos, por si las malas lenguas hablaban de impotencia o eventualmente de sus malas costumbres religiosas; varios coches de lujo, un Ferrari, un Bentley y un Aston Martin de coleccionista. En el fondo más hondo de su ser se sentía vacío, una calabaza hueca.

Finalmente, al darse cuenta de que no tenía nada que perder y a lo mejor mucho que ganar, reanudó la conversación, ésta vez modificando el discurso.

—Permítame decirle una última cosa…

Al oírlo,
La Donna di Lacrima
se giró.

—Mientras la observo, tengo la impresión de ser mirado a través de usted por mí mismo… ¿Es así?

Un silencio elocuente le contestó.

—Siento haberle hecho perder su tiempo. En realidad —el banquero bajó la mirada—, no tengo por qué engañarla; soy un charlatán que no para de decir sandeces y embaucar a cuantos se me acercan. Me siento solo. Sí, solo, aunque me rodeen los hombres más influyentes y las fortunas más pomposas. Pocas personas superan la prueba más grande que se le impone al ser humano: la soledad de la existencia. No conozco ningún tipo de medicamento para ello. Nos amparamos en los demás para paliarla, en falsas alegrías y festejos para acallarla, porque no hay peor ruido que un gran silencio… —Tras una larga pausa, continuó—. Señora, he venido aquí porque necesitaba conocerla. Ahora, después de verla y sentir su silencio, ese magnetismo que adivino comprensivo, me muero por…, no se ofenda si le digo que la naturaleza del hombre es diferente a la de la mujer; ustedes son felices con un verso, una rosa y alguna palabra que lleve ternura, pero nosotros… Señora mía: necesito tocarla; saber que no es un cuadro, que su piel está caliente. ¡Hace tantos años que no acaricio a ninguna mujer a pesar de convivir con la mía!… No sé hacerlo, no me nace, ¿comprende? Puedo llegar a ser incluso muy desagradable y no es que quiera serlo; digamos que no me enseñaron a ser diferente. Aunque, no sé por qué, presiento que con usted hasta podría ser tierno. ¿Me deja intentarlo?

El banquero abrió su maletín y extrajo varios fajos de billetes de quinientos, doscientos, cien y cincuenta euros.

—¿La han acariciado alguna vez con el único dios verdadero? Están recién salidos de la máquina. Todavía huelen a tinta fresca. —Acercó un fajo de 500 a la nariz de la mujer y lo abanicó—. Nadie los ha tocado. Cuando el dinero es manoseado se convierte en algo sucio, y para mí la limpieza es muy importante. ¿Me permite?

Decimo Testasecca quitó la banda que los unía, tomó un billete, lo enrolló hasta convertirlo en un lápiz de punta fina y sin decir ni una sola palabra lo acercó hasta los pies desnudos que descansaban sobre el diván de terciopelo rojo. Antes de acariciarla, buscó sus ojos entre la máscara y los encontró cerrados. Entonces murmuró para sí: «Duerma, señora mía. Deje por un momento que sus pies sean míos.»

43

Cuando
La Donna di Lacrima
sintió la punta del billete entre sus dedos, imaginó que se transformaba por obra y gracia de su deseo en una vestal a la que le hacían una ofrenda. Que aquel desconocido, inmerso en una nube perfumada de vacío y estupidez, a pesar de su presuntuosa apariencia y del almidonado pañuelo que asomaba de su bolsillo, era capaz de ser un sencillo mortal simplemente porque sentía. (Los sentidos igualaban a todo el mundo. No existía una clasificación especial ni para el pobre, ni para el rico; ni para el triste o el alegre; ni para el sucio o el limpio; ni para el joven o el viejo. Los sentidos, cuando alcanzaban sus máximos, simplemente eran.) Ese hombre anónimo, no importaba su origen, estado civil, clase social, religión u ocupación, mientras la acariciaba también había puesto en marcha un íntimo mecanismo de supervivencia. Dándole cuerda a ese impulso, se regalaba a sí mismo el placer de dar placer. Mantener la esperanza de ser valioso e importar para alguien.

Él, como otros, como ella misma, se agarraba a esta caricatura del amor para sentirse vivo.

Los billetes caían sobre su piel en un baño de colores y cifras. Morados, verdes, amarillos, naranjas y azules, todos con sus estrellas y sus mapas europeos, la cubrían de placer. Eran los mismos trozos de papel que por las leyes mercantiles y el desenfrenado deseo de poseerlos habían desencadenado intrigas, ruinas, separaciones, divorcios, odios, pero que en su cuerpo se convertían en delicadas libélulas; meros instrumentos de goce.

Se dejo ir en un
lascia andare
en el que no importaba quién era el generador del placer ni cómo se lo provocaba. Aunque había soñado con momentos más sublimes, al final estaba su cuerpo, y éste, a pesar de su escondido romanticismo, reaccionaba a las caricias de aquel ser tan ajeno a su mundo interior.

Detrás de aquel personaje frívolo estaba ella, perdida y sin caminos; el horror de la solitud de su piel que de verdad nadie tocaba, que se negaba a amar, que se moría de pena y frustración.

Su soledad era su marca, una dolencia grave y sin ningún tipo de cura que se le manifestó desde su nacimiento y fue creciendo hasta adueñarse de ella.

Aprendió a convivir a su lado y hasta a hacerla su amiga. Podía llevarla a un estadio superior o inferior, dependiendo del prisma con que la observara. La convertía en víctima y verdugo. Le daba y le quitaba. La sometía y sodomizaba, pero también la hacía dueña y señora de un mundo etéreo y ficticio que le regalaba lo que nadie más le daba: un universo infinito.

En el instante mismo en que decidió crear ese personaje novelesco y asumirlo durante algunas horas como una realidad, su mundo cambió. Representando el papel de
La Donna di Lacrima
tenía la posibilidad de entrar en el alma de esos hombres cautivos y observar, desde el diván rojo, sus dolores y frustraciones. En aquel ático su identidad se esfumaba al igual que el incienso que quemaba. No era y era, y de eso se trataba ahora su vida; de ser y no ser hasta que la muerte le llegara.

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