Elogio de la Ociosidad y otros ensayos (19 page)

BOOK: Elogio de la Ociosidad y otros ensayos
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Quizá el mayor de todos los poderes unificadores en el mundo moderno sea el cine, ya que su influencia no queda limitada a Norteamérica, sino que penetra en todas las partes del mundo, excepto en la Unión Soviética, que tiene, no obstante, su propia aunque distinta uniformidad. El cine da cuerpo en un sentido amplio, a la opinión de Hollywood acerca de lo que gusta en el Medio Oeste. Nuestras emociones en relación con el amor y el matrimonio, el nacimiento y la muerte, se van estandarizando de acuerdo con esta receta. Para los jóvenes de todos los países, Hollywood representa la última palabra en modernidad, que exhibe tanto los placeres de los ricos como los métodos a adoptar para adquirir riquezas. Supongo que las películas habladas nos llevarán en poco tiempo a la adopción de un lenguaje universal, que será el de Hollywood.

La uniformidad no se da en los Estados Unidos solamente entre los relativamente ignorantes. Lo mismo ocurre, aunque en un grado ligeramente menor, con la cultura. Visité librerías en todos los lugares del país, y en todas partes hallé los mismos libros de más venta expuestos en sitios destacados. Por lo que puedo juzgar, las señoras cultas de los Estados Unidos compran cada año alrededor de una docena de libros, la misma docena en todas partes. Para un autor, éste es un estado de cosas muy satisfactorio, con tal de que sea uno de los doce. Pero, ciertamente, ello señala una diferencia con respecto a Europa, donde hay muchos libros que se venden poco, antes que unos pocos que se venden mucho.

No se debe suponer que la tendencia a la uniformidad sea completamente buena ni completamente mala. Tiene grandes ventajas, y también grandes desventajas; su ventaja principal es, por supuesto, que crea una población capaz de cooperación pacífica; su gran desventaja es que crea una población inclinada a la persecución de minorías. Probablemente, este último defecto sea temporal, ya que cabe imaginar que dentro de poco ya no haya minorías. Depende, en gran medida, desde luego, de cómo se alcance la uniformidad. Tomemos, por ejemplo, lo que se hace en las escuelas con los italianos del sur. Los italianos meridionales se han distinguido a través de la historia por sus crímenes, sus estafas y su sensibilidad estética. Las escuelas públicas los curan, efectivamente, de la última de las tres cosas, y en este aspecto los asimilan a la población nativa de los Estados Unidos; pero, con respecto a las otras dos cualidades distintivas, sospecho que el éxito de las escuelas es menos señalado. Esto ilustra los peligros de la uniformidad como objetivo: las buenas cualidades se destruyen más fácilmente que las malas, y, en consecuencia, es más fácil llegar a la uniformidad rebajando el nivel medio. Es claro que un país con una gran población extranjera debe tratar, por medio de sus escuelas, de asimilar a los hijos de los inmigrantes, y, por tanto, es inevitable un cierto grado de americanización. Es, sin embargo, de lamentar, el que una parte tan grande de este proceso haya de realizarse por medio de un nacionalismo algo agresivo. Los Estados Unidos son ya el país más poderoso del mundo, y su preponderancia crece constantemente. Este hecho inspira temor en Europa, naturalmente, y el temor se ve incrementado por todo lo que sugiere nacionalismo militante. Tal vez sea el destino de Norteamérica sea enseñar buen sentido político a Europa, pero mucho me temo que el alumno no deje de mostrarse refractario.

La tendencia norteamericana a la uniformidad va unida, a mi parecer, a una concepción equivocada de la democracia. Parece ser que en los Estados Unidos se sostiene, en general, que la democracia exige la igualdad de todos los hombres, y que si un hombre es distinto de otro en algún aspecto, se «exalta» como superior a aquel otro. Francia es tan completamente democrática como Estados Unidos, y, sin embargo, esta idea no existe en Francia. El médico, el abogado, el sacerdote, el funcionario público, son en Francia tipos distintos; cada profesión tiene sus tradiciones propias y sus propias características, y no por ello se estima superior a otras profesiones. En los Estados Unidos, todos los profesionales están asimilados al tipo del hombre de negocios. Es como si tuviésemos que decretar que una orquesta debe estar formada solamente por violines. No parece haber una comprensión justa del hecho de que la sociedad tiene que ser un sistema o un organismo en el que los distintos órganos desempeñen papeles diferentes. Imaginaos al ojo y al oído discutiendo si es mejor ver u oír y decidiendo ambos no hacer una cosa ni otra, ya que ninguno puede hacer las dos. Esto, me parece, sería la democracia tal como se la entiende en los Estados Unidos. Existe una extraña envidia por cualquier clase de excelencia que no pueda ser universal, excepto, por supuesto, en la esfera del atletismo y del deporte, donde la aristocracia es aclamada con entusiasmo. Parece que el norteamericano medio fuese más capaz de humildad en relación con sus músculos que en relación con su cerebro; quizá esto se deba a que su admiración por los músculos es más profunda y auténtica que su admiración por el cerebro. El diluvio de libros de divulgación científica en los Estados Unidos está inspirado, en parte, aunque, por supuesto, no en su totalidad, en la falta de predisposición a admitir que hay algo en la ciencia que sólo los expertos pueden entender. La idea de que pueda ser necesaria una preparación especial para comprender, digamos, la teoría de la relatividad, causa una especie de irritación, en tanto que a nadie irrita el hecho de que se requiera un entrenamiento especial para llegar a ser un jugador de fútbol de primera categoría.

La preeminencia lograda es quizá más admirada en los Estados Unidos que en ningún otro país, y, sin embargo, el camino que conduce a cierta clase de preeminencia se hace muy penoso para los jóvenes, porque la gente es intolerante con cualquier excentricidad o con cualquier cosa que pueda ser considerada como «autoexaltación», a menos que la persona afectada lleve ya la etiqueta de «eminente». Como consecuencia de ello, muchos de los triunfadores que más se admiran son difíciles de producir y deben ser importados de Europa. Este hecho está estrechamente relacionado con la normalización y la uniformidad. El mérito excepcional, especialmente en el terreno artístico, está sentenciado a tropezar con grandes obstáculos en la juventud, puesto que se espera que todos sepan conformarse exteriormente a un modelo establecido por el ejecutivo con éxito.

La estandarización, aunque pueda tener desventajas para el individuo excepcional, probablemente aumente la felicidad del hombre medio, puesto que puede emitir sus opiniones con la certeza de que serán semejantes a las de su oyente. Por otra parte, facilita la cohesión nacional y hace a los políticos menos amargos y violentos que donde existen diferencias más señaladas. No creo posible formular un balance de pérdidas y ganancias, pero creo probable que la estandarización que hoy existe en los Estados Unidos exista en toda Europa cuando el mundo se mecanice más. Por tanto, los europeos que juzguen un defecto norteamericano tal uniformidad deberían darse cuenta de que están juzgando un defecto del futuro de sus propios países y de que se están oponiendo a una tendencia inevitable y universal de la civilización. Sin duda alguna, el internacionalismo se hará más fácil si las diferencias entre naciones se reducen, y si alguna vez se estableciera el internacionalismo, la cohesión social adquiriría una enorme importancia para la preservación de la paz interna. Hay cierto riesgo, que no se puede negar, de una inmovilidad análoga a la del Bajo Imperio romano. Pero, como contra ésta, podemos contar con las fuerzas revolucionarias de la ciencia y de la técnica modernas. A menos que se produzca una decadencia intelectual universal, estas fuerzas, que constituyen una nueva característica del mundo moderno, harán imposible la inmovilidad e impedirán ese estancamiento que hizo presa de los grandes imperios del pasado. Es peligroso aplicar al presente y al futuro los ejemplos históricos, habida cuenta del cambio total introducido por la ciencia. No veo, por tanto, razón alguna para un improcedente pesimismo, a pesar de que la estandarización pueda ofender los gustos de aquellos que no están acostumbrados a ella.

Hombres
versus
insectos

(Escrito en 1928)

En medio de guerras y rumores de guerra, mientras las propuestas de «desarme» y los pactos de no agresión amenazan a la raza humana con un desastre sin precedentes, otro conflicto, quizá más importante aún, recibe mucha menos atención de la que merece: me refiero al conflicto entre los hombres y los insectos.

Estamos acostumbrados a ser los amos de la creación; ya no tenemos oportunidad de sentir miedo, como los hombres de las cavernas, de leones y tigres, de mamuts y jabalíes. Pero, mientras los grandes animales han dejado de amenazar nuestra existencia, otra cosa sucede con los pequeños. Ya una vez en la historia de la vida sobre este planeta, los grandes animales cedieron el terreno a los pequeños. Durante varias edades, los dinosaurios vagaron, indiferentes, por bosques y pantanos, sin temer más que a sus congéneres, y sin poner en duda lo absoluto de su imperio. Pero desaparecieron, para dar paso a minúsculos mamíferos —ratones, pequeños erizos, caballos diminutos, no mayores que ratas, y otros por el estilo. No se sabe por qué desaparecieron los dinosaurios, pero se supone que tenían cerebros muy pequeños y se dedicaban a desarrollar armas ofensivas en forma de numerosos cuernos. Como quiera que fuese, no fue a través de su línea que se desarrolló la vida.

Los mamíferos, al alcanzar la supremacía, comenzaron a aumentar de tamaño. Pero el más grande de la tierra, el mamut, se extinguió, y los demás animales grandes se han hecho escasos, excepto el hombre y los que el hombre ha domesticado. El hombre, con su inteligencia, ha conseguido hallar alimento para una numerosa población, a pesar de su tamaño. Está a salvo, excepto por lo que se refiere a las pequeñas criaturas —los insectos y los microorganismos.

Los insectos tienen una ventaja inicial en su número. Un bosque pequeño puede contener tantas hormigas como seres humanos hay en todo el mundo. Tienen otra ventaja en el hecho de que se comen nuestros alimentos antes de que estén maduros para nosotros. Muchos insectos nocivos, que solían vivir sólo en algunas zonas relativamente reducidas, han sido transportados involuntariamente por el hombre a nuevos ambientes, donde han causado inmensos daños. Los viajes y el comercio son útiles a los insectos, así como a los microorganismos. La fiebre amarilla sólo existía en el África occidental al principio, pero se extendió a todo el hemisferio occidental con la trata de esclavos. Actualmente, a causa de las exploraciones en África, va avanzando gradualmente hacia el este a través del continente. Cuando alcance la costa oriental, se hará casi imposible evitar que invada la India y la China, donde cabe esperar que reduzca la población a la mitad. La enfermedad del sueño es un mal africano todavía más mortífero, que se va expandiendo por momentos.

Afortunadamente, la ciencia ha descubierto medios para mantener a raya las plagas de insectos. En su mayor parte, son propensos a tener parásitos que producen tal mortalidad entre ellos, que los supervivientes dejan de ser un problema serio, y los entomólogos se ocupan de estudiar y criar tales parásitos. Los informes oficiales de sus actividades son fascinantes; están llenos de frases como ésta: «Salió para Brasil, a requerimiento de los plantadores de Trinidad, en busca de los enemigos naturales de la cochinilla harinosa de la caña de azúcar». Cabría pensar que la cochinilla harinosa de la caña de azúcar tiene pocas oportunidades en esta contienda. Desgraciadamente, en tanto la guerra continúe, todo conocimiento científico es un arma de dos filos. Por ejemplo, el profesor Fritz Haber, que acaba de fallecer, inventó un proceso para la fijación del nitrógeno. Él pensaba incrementar con ello la fertilidad del suelo, pero el gobierno alemán utilizó el descubrimiento para la fabricación de altos explosivos, y no hace mucho desterró al inventor porque prefería el abono a las bombas. En la próxima gran guerra, los científicos de cada lado fomentarán las pestes en las cosechas del otro, y puede que resulte difícilmente posible destruir las plagas cuando llegue la paz. Cuanto más sabemos, más daño podemos hacernos los unos a los otros. Si los seres humanos, en su furia contra sus semejantes, invocan la ayuda de los insectos y de los microorganismos, como harán, sin duda, si hay otra gran guerra, no es en modo alguno improbable que los insectos sean al cabo los únicos vencedores. Quizá, desde un punto de vista cósmico, no sea cosa de lamentar; pero, como ser humano, no puedo contener un suspiro por mi propia especie.

Educación y disciplina

Toda teoría pedagógica seria debe constar de dos partes: un concepto de los fines de la vida y una ciencia de la dinámica psicológica; esto es, de las leyes que rigen los cambios mentales. Dos personas que disientan en cuanto a los fines de la vida no pueden esperar llegar a un acuerdo en cuanto a la educación. La maquinaria educacional, en toda la civilización occidental, está dominada por dos teorías éticas: la del cristianismo y la del nacionalismo. Y estas dos, cuando se consideran seriamente, son incompatibles, como se está haciendo evidente en Alemania. Por mi parte, sostengo que, donde difieren, es preferible el cristianismo, pero, donde coinciden, las dos están equivocadas. El concepto que yo sugeriría como propósito de la educación es el de civilización, un término que, como yo lo concibo, tiene una definición en parte individual y en parte social. Consiste, en el individuo, en cualidades tanto intelectuales como morales: intelectualmente, un cierto mínimo de conocimientos generales, capacidad técnica en la propia profesión y el hábito de opinar fundándose en la evidencia; moralmente, imparcialidad, amabilidad y algún dominio de sí mismo. Añadiría una cualidad que no es moral ni intelectual, sino quizá fisiológica: el entusiasmo y la alegría de vivir. En las comunidades, la civilización exige respeto por la ley, justicia entre los hombres, propósitos que no supongan un daño permanente para cualquier porción de la especie humana y adaptación inteligente de los medios a los fines.

Si éstos han de ser los propósitos de la educación, corresponde a la ciencia psicológica considerar la cuestión de lo que se puede hacer para alcanzarlos, y, en particular, qué grado de libertad es el más indicado para hacerlos efectivos.

Sobre el problema de la libertad en la educación existen actualmente tres principales escuelas, que se derivan en parte de las diferencias en cuanto a los fines y en parte de las diferencias en cuanto a las teorías psicológicas. Hay quienes dicen que los niños deberían ser completamente libres, por muy malos que pudieran ser; hay quienes dicen que deberían estar sometidos por completo a la autoridad, por muy buenos que sean; y hay quienes dicen que deberían ser libres, pero que, a pesar de la libertad, habrían de ser siempre buenos. Esta última escuela es mayor de lo que, en buena lógica, tendría derecho a ser; como los adultos, no todos los niños serán buenos si todos son libres. La convicción de que la libertad asegurará la perfección moral es una reliquia del rousseaunianismo, y no sobreviviría a un estudio de los animales y de los bebés. Quienes sostienen esta creencia piensan que la educación no debería tener propósito positivo alguno, sino limitarse a ofrecer un ambiente adecuado para el desarrollo espontáneo. No puedo estar de acuerdo con esta escuela, que me parece excesivamente individualista e indebidamente indiferente con respecto a la importancia del conocimiento. Vivimos en comunidades que exigen la cooperación, y sería utópico esperar que toda la cooperación necesaria resultara de impulsos espontáneos. La existencia de una gran población en un área limitada sólo es posible merced a la ciencia y a la técnica; la educación debe, por tanto, transmitir el mínimo necesario de éstas. Los educadores que conceden más libertad son hombres cuyo éxito depende de un grado de benevolencia, dominio de sí mismo e inteligencia entrenada que difícilmente puede generarse donde todos los impulsos se liberen sin restricción; no es probable, por tanto, que sus méritos perduren, si sus métodos no pierden pureza. La educación, considerada desde un punto de vista social, debe ser algo más positivo que una mera oportunidad de desarrollo. Desde luego, ha de proporcionarla, pero ha de proporcionar, además, un bagaje mental y moral que los niños no pueden adquirir enteramente por sí mismos.

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