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Authors: Bertrand Russell
Quedará en manos de los que hagan la planificación, y por tanto, en definitiva, sujeto al voto popular, el dar con un equilibrio entre comodidades y tiempo libre. Si todos trabajan cuatro horas diarias, habrá menos comodidades que si trabajan cinco. Cabe esperar que los progresos técnicos serán utilizados, en parte, para procurar más comodidad, y, en parte, para proporcionar más ocio.
La inseguridad económica ya no existirá (excepto en la medida en que persista el peligro de guerra), ya que todo el mundo recibirá un salario, a menos que sea un criminal, y el gasto de los niños será soportado por el estado. Las mujeres no dependerán de los maridos, ni se permitirá que los niños sufran gravemente a causa de los defectos de sus padres. No habrá dependencia económica entre unos individuos y otros, sino entre todos los individuos y el estado.
Mientras el socialismo exista en unos países civilizados pero no en otros, perdurará una posibilidad de guerra y no serán realizables todas las ventajas del sistema. Pero creo que se puede suponer con seguridad que todos los países que adopten el socialismo dejarán de ser agresivamente militaristas y se limitarán realmente a prevenir la agresión de los otros. Es probable que, cuando el socialismo se universalice en el mundo civilizado, los motivos que llevan a las guerras en gran escala ya no tengan fuerza suficiente para superar las muy obvias razones que existen para preferir la paz.
El socialismo, repito, no es una doctrina solamente para el proletariado. Al evitar la inseguridad económica, se estima que ha de incrementar la felicidad de todos, excepto la de un grupo de personas de las más ricas; y si, como yo creo firmemente, puede evitar las guerras de importancia, incrementará inconmensurablemente el bienestar de todo el mundo, porque la convicción de ciertos magnates de la industria de poder beneficiarse con otra guerra mundial, a pesar del argumento económico que puede hacer verosímil su punto de vista, no es sino una loca ilusión de megalómanos.
¿Es el caso, realmente, como sostienen los comunistas, que el socialismo, un sistema tan universalmente beneficioso y tan fácil de comprender; un sistema recomendado, además, por la quiebra evidente del actual régimen económico y por el peligro acuciante de un desastre universal producido por la guerra; es el caso, realmente, que este sistema no pueda ser presentado de un modo persuasivo sino a los proletarios y a un puñado de intelectuales, y que solamente pueda ser impuesto por medio de una guerra de clases, sangrienta, destructivo y de dudosos resultados? Por mi parte, me resulta imposible creerlo. El socialismo, en algunos aspectos, marcha en contra de antiguos hábitos y levanta, por tanto, una impulsiva oposición que sólo puede ser vencida de un modo gradual. En la mente de sus oponentes, ha quedado asociado al ateísmo y al reino del terror. Con la religión, el socialismo no tiene nada que ver. Es una doctrina económica, y un socialista puede ser cristiano o mahometano, budista o adorador de Brahma, sin inconsistencia lógica alguna. En cuanto al reino del terror, ha habido muchos reinos del terror en tiempos recientes, principalmente del lado de la reacción, y donde el socialismo llegue como rebelión contra alguno de ellos, es de temer que herede parte de la fiereza del régimen que lo antecedió. Pero en los países donde todavía se permite cierto grado de libertad de pensamiento y de palabra, creo que la causa del socialismo puede ser presentada, con una combinación de entusiasmo y paciencia, de modo de persuadir a mucho más de la mitad de la población. Si, cuando llegue la oportunidad, la minoría recurre a la fuerza ilegalmente, la mayoría habrá de emplear la fuerza, por supuesto, para neutralizar a los rebeldes. Pero si el trabajo previo de persuasión se ha llevado a cabo adecuadamente, la rebelión tendría que ser tan evidentemente desesperada, que ni siquiera los más reaccionarios la intentarían, o, si lo hicieran, serían vencidos tan fácil y rápidamente, que no habría ocasión para que se instalara un reinado del terror. Cuando la persuasión resulta posible y la mayoría aún no ha sido convencida, el recurso a la fuerza está fuera de lugar; cuando una mayoría ha sido persuadida, la cuestión puede dejarse a la función ordinaria del gobierno democrático, a menos que las personas fuera de la ley estimen oportuno provocar una insurrección. Impedir tal insurrección sería una medida semejante a la que cualquier gobierno puede adoptar, y los socialistas no tienen más motivo para recurrir a la fuerza que los que puedan tener otros partidos constitucionales en los países democráticos. Y si los socialistas han de tener alguna vez fuerzas bajo su mando, será solamente por persuasión previa que habrán podido adquirirlas.
Se acostumbra argüir en ciertos círculos que, si bien quizá en un tiempo el socialismo pudo haberse afirmado por los medios ordinarios de la propaganda política, el desarrollo del fascismo ha hecho imposible tal cosa. Por lo que se refiere a los países que tienen gobiernos fascistas, esto es cierto, desde luego, puesto que no es posible oposición constitucional alguna. Pero en Francia, en Gran Bretaña y en los Estados Unidos las cosas son de otro modo. En Francia y en Gran Bretaña hay poderosos partidos socialistas; en Gran Bretaña y en los Estados Unidos, los comunistas son numéricamente desdeñables, y no hay síntomas de que estén ganando terreno. Han alcanzado exactamente para proporcionar a los reaccionarios una excusa para tomar medidas represivas suaves, pero éstas no han sido lo bastante terroríficas para impedir el resurgimiento del partido laborista o el avance del radicalismo en los Estados Unidos. Está lejos de ser improbable que los socialistas sean pronto mayoría en Gran Bretaña. Entonces, sin duda, encontrarán dificultades para llevar a efecto su política, y los más tímidos pueden tratar de hacer de tales dificultades una excusa para posponer las cosas; equivocadamente, porque mientras la persuasión es inevitablemente gradual, la transición final al socialismo debe ser rápida y súbita. Hasta ahora, sin embargo, no hay fundamento para suponer que los métodos constitucionales vayan a fracasar, y mucho menos para suponer que cualesquiera otros tengan más probabilidades de éxito. Por el contrario, cada llamamiento a la violencia inconstitucional favorece el desarrollo del fascismo. Cualesquiera que sean las flaquezas de la democracia, solamente por medio de ella y con la ayuda de la fe popular en él, podrá el socialismo tener alguna esperanza de triunfo en Gran Bretaña o en los Estados Unidos. Quienquiera que debilite el respeto a los gobiernos democráticos, está incrementando, intencionada o involunariamente, las probabilidades del fascismo, y no las del socialismo o el comunismo.
No es en modo alguno fácil ver la propia civilización en una perspectiva justa. Hay tres medios evidentes para alcanzar este fin: el viaje, la historia y la antropología, y lo que habré de decir es sugerido por cada uno de ellos; pero ninguno de los tres es ayuda tan grande para la objetividad como parecen ser. El viajero ve solamente lo que le interesa; por ejemplo, Marco Polo jamás reparó en los pequeños pies de las mujeres chinas. El historiador ordena los sucesos con arreglo a esquemas derivados de sus propias preocupaciones: la decadencia de Roma ha sido atribuida, en ocasiones diversas, al imperialismo, al cristianismo, a la malaria, al divorcio y a la inmigración —siendo estas dos últimas causas las favoritas en los Estados Unidos entre los clérigos y los políticos, respectivamente. El antropólogo selecciona e interpreta hechos de acuerdo con los prejuicios que prevalecen en su tiempo. ¿Qué sabemos de los salvajes, nosotros, que nos quedamos en casa? Los rousseaunianos dicen que son nobles, los imperialistas dicen que son crueles; los antropólogos de mentalidad eclesiástica dicen que son unos virtuosos padres de familia, mientras que los defensores de la ley del divorcio dicen que practican el amor libre; Sir James Fraser dice que siempre están matando a su dios, mientras otros dicen que siempre están ocupados en ritos de iniciación. En una palabra: el salvaje es un chico servicial que hace todo lo necesario por las teorías de los antropólogos. Pero, a pesar de estas desventajas, el viaje, la historia y la antropología son los mejores medios, y debemos sacarles todo el partido posible.
Ante todo, ¿qué es civilización? Su primer carácter esencial, diría yo, es la
previsión
. Es ésta, ciertamente, la fundamental diferencia entre el hombre y las bestias, y entre el adulto y el niño. Pero la previsión, por ser una cuestión de grado, nos permite distinguir a las naciones o las épocas más o menos civilizadas, de acuerdo con la cantidad de ella que demuestran. Y la previsión es susceptible de ser medida casi con precisión. No diré que la capacidad media de previsión de una comunidad sea inversamente proporcional a la tasa de interés, aunque ésta sea una opinión defendible. Pero podemos decir que el grado de previsión implícita en cada acto se mide por tres factores: el dolor presente, el placer futuro y la extensión del intervalo entre ellos. Es decir, la previsión se obtiene dividiendo el dolor actual por el placer futuro y multiplicando después por el lapso comprendido entre ambos. Existe una diferencia entre la previsión colectiva y la individual. En una comunidad aristocrática o plutocrática, un hombre puede soportar el dolor actual mientras otro disfruta el futuro placer. Esto hace más fácil la previsión colectiva. Todos los trabajos característicos del industrialismo presentan un alto grado de previsión colectiva en este sentido: los que construyen ferrocarriles, o puertos, o barcos, hacen algo cuyos beneficios no se recogen hasta años más tarde.
Es cierto que en el mundo moderno nadie demuestra tanta previsión como los antiguos egipcios demostraban al embalsamar a sus muertos, lo que hacían con miras a su resurrección al cabo de unos diez mil años. Esto me recuerda otro elemento esencial a la civilización, que es
el conocimiento
. La previsión basada en la superstición no puede ser tenida por completamente civilizada, aunque puede aportar hábitos mentales esenciales para el desarrollo de la verdadera civilización. Por ejemplo, la costumbre puritana de posponer el placer para la otra vida facilitó, sin duda, la acumulación de capital requerida por el industrialismo. Podemos, pues, definir la civilización como
el modo de vida que resulta de la combinación de conocimiento y previsión
.
La civilización, en este sentido, comienza con la agricultura y la domesticación de rumiantes. Hubo, hasta tiempos bastante recientes, una acusada separación entre pueblos agrícolas y pueblos pastores. Leemos en el
Génesis
, 46, 31-34, cómo los israelitas tuvieron que establecerse en la tierra de Gosen, más que en el mismo Egipto, porque los egipcios se oponían a la ocupación de los pastores: «José dijo a sus hermanos y a la familia de su padre: “Voy a subir a avisar a Faraón y a decirle: ‘Han venido a mí mis hermanos y la casa de mi padre que estaban en Canaán. Son pastores de ovejas, pues siempre fueron ganaderos, y han traído ovejas, vacadas y todo lo suyo’. Así, cuando os llame Faraón y os diga: ‘¿Cuál es vuestro oficio?’, le decís: ‘Ganaderos hemos sido tus siervos desde la mocedad hasta ahora, lo mismo que nuestros padres’. De esta suerte os quedaréis en el país de Gosen. Porque los egipcios detestan a todos los pastores de ovejas”». En los viajes de M. Huc hallamos una actitud similar de los chinos hacia los pastores mogoles. En conjunto, el tipo agricultor ha representado siempre la más avanzada civilización, y ha tenido más que ver con la religión. Pero los rebaños y los ganados de los patriarcas tuvieron una considerable influencia en la religión judía y, en consecuencia, sobre el cristianismo. La historia de Caín y Abel es un instrumento de propaganda dirigida a hacer ver que los pastores son más virtuosos que los labradores. Sin embargo, la civilización ha descansado principalmente sobre la agricultura hasta tiempos recientísimos.
Hasta ahora, no hemos considerado nada que distinga la civilización occidental de la de otras regiones, tales como la India, China, Japón y Méjico. De hecho, antes de que la ciencia comenzara a desarrollarse, la diferencia entre ellas fue mucho menor de lo que ha sido después. La ciencia y el industrialismo son actualmente las señales distintivas de la civilización occidental; pero antes quiero considerar lo que fue nuestra civilización antes de la revolución industrial.
Si nos remontamos a los orígenes de la civilización occidental, vemos que los elementos que heredó de Egipto y Babilonia son, en lo principal, característicos de todas las civilizaciones, y no especialmente distintivos de Occidente. El carácter distintivo occidental comienza con los griegos, que descubrieron el hábito de razonar deductivamente y la ciencia de la geometría. Sus méritos restantes no fueron distintivos o se perdieron en las Edades Oscuras. En arte y literatura habrán podido ser insuperables, pero no se distinguieron muy profundamente de otras varias naciones antiguas. En la ciencia experimental produjeron algunos hombres, especialmente Arquímedes, que anticiparon los métodos modernos; pero tales figuras no lograron establecer una escuela o tradición. Las únicas contribuciones distintivas sobresalientes de los griegos a la civilización fueron el razonamiento deductivo y las matemáticas puras.
Los griegos fueron, sin embargo, políticamente incompetentes, y probablemente su contribución a la civilización se hubiera perdido, a no ser por la capacidad de gobierno de los romanos. Los romanos dieron con un modo de llevar adelante el gobierno de un gran imperio por medio de la administración civil y un cuerpo legal. En los imperios anteriores todo había dependido de la energía del monarca, pero en el Imperio romano el emperador podía ser asesinado por la guardia pretoriana y el Imperio puesto en subasta con muy escaso entorpecimiento en la máquina gubernamental —tan escaso, en realidad, como el que producen ahora unas elecciones generales. Parece ser que los romanos inventaron la virtud de la devoción al estado impersonal como opuesta a la lealtad personal al jefe. Los griegos, es cierto, hablaban de patriotismo, pero sus políticos estaban corrompidos, y casi todos ellos, en algún momento de su carrera, aceptaron el soborno de Persia. El concepto romano de la devoción al estado ha sido un elemento esencial en la producción de gobiernos estables en Occidente.
Algo más faltaba para completar la civilización occidental tal y como existía antes de los tiempos modernos, y ello es la peculiar relación entre el gobierno y la religión que vino con el cristianismo. Originalmente, el cristianismo era absolutamente apolítico, puesto que se extendió por el Imperio romano como un consuelo para los que habían perdido la libertad nacional y personal, y tomó del judaísmo una actitud de condena moral de los gobernantes del mundo. En los días anteriores a Constantino, el cristianismo desarrolló una organización a la que los cristianos debían una lealtad todavía mayor que la debida al estado. Cuando Roma cayó, la Iglesia conservó en una síntesis singular lo que se había demostrado más vital en las civilizaciones de los judíos, de los griegos y de los romanos. Del fervor moral de los judíos surgieron los preceptos éticos del cristianismo; del amor griego al razonamiento deductivo, la teología; del ejemplo del imperialismo y la jurisprudencia romanos, el gobierno centralizado de la Iglesia y el cuerpo de leyes canónicas.