Elogio de la Ociosidad y otros ensayos (11 page)

BOOK: Elogio de la Ociosidad y otros ensayos
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5º El comunismo restringe la libertad, particularmente la libertad intelectual, más que cualquier otro sistema, salvo el fascismo. La completa unificación de los poderes económico y político da lugar a un terrorífico mecanismo de opresión, en el que no hay escapatoria para excepciones. Bajo tal sistema, el progreso pronto se hace imposible, ya que está en la naturaleza de los burócratas oponerse a todo cambio, a menos que incremente su propio poder. Toda innovación seria sólo resulta posible por algún accidente que permita sobrevivir a personas impopulares. Kepler vivió de la astrología. Darwin, de los bienes heredados. Marx, de la «explotación» por Engels del proletariado de Manchester. Tales oportunidades de sobrevivir a pesar de la impopularidad serían imposibles bajo el comunismo.

6º Hay en Marx, y en el pensamiento comunista corriente, una indebida glorificación del trabajador manual en tanto opuesto al trabajador intelectual. Como resultado, se ha logrado el antagonismo de muchos trabajadores intelectuales que, de otro modo, podrían haber visto la necesidad del socialismo y sin cuya ayuda difícilmente sea posible la organización de un estado socialista. Los marxistas llevan la división de clases, en la práctica mucho más que en teoría, a un nivel demasiado bajo en la escala social.

7º La prédica de la lucha de clases hace probable que ésta estalle en un momento en que las fuerzas en oposición están más o menos equilibradas, o aun cuando la hegemonía esté del lado de los capitalistas. Si las fuerzas capitalistas predominan, el resultado es una época de reacción. Si las fuerzas de los dos lados son aproximadamente iguales, el resultado, dados los modernos métodos de guerra, probablemente sea la destrucción de la civilización, que llevaría aparejada la desaparición tanto del capitalismo como del comunismo. Yo creo que, donde hay democracia, los socialistas debieran confiar en la persuasión y emplear la fuerza solamente para repeler un uso ilegal de la fuerza por sus oponentes. Por este método sería posible a los socialistas adquirir una preponderancia tan grande que determinaría que la guerra final fuese breve y no lo bastante grave como para destruir la civilización.

8º Hay tanto odio en Marx y en el comunismo, que difícilmente podemos esperar que los comunistas, victoriosos, establezcan un régimen que no depare oportunidades para la malevolencia. En consecuencia, los argumentos en favor de la opresión seguramente habrán de parecer a los vencedores más fuertes de lo que son, especialmente si la victoria es resultado de una enconada y dudosa guerra. Después de una guerra tal, no es probable que el partido victorioso se encuentre de humor para una sana reconstrucción. Los marxistas tienden a olvidar con demasiada frecuencia que la guerra tiene su propia psicología, que resulta del miedo, y que es independiente de la causa original de la contienda.

El punto de vista de que la única elección prácticamente posible ha de hacerse entre el comunismo y el fascismo me parece definitivamente equivocado por lo que se refiere a los Estados Unidos, Inglaterra y Francia, y probablemente también a Italia y Alemania. Inglaterra tuvo un período de fascismo bajo Cromwell, y Francia bajo Napoleón; pero en ninguno de los dos casos fue aquél una barrera para la democracia que siguió. Las naciones políticamente inmaduras no son las mejores guías para el futuro político.

Mis objeciones al fascismo son más simples que mis objeciones al comunismo, y, en cierto sentido, más fundamentales. El propósito del comunismo es un propósito con el cual, en conjunto, estoy de acuerdo; mi desacuerdo se refiere a los medios más que a los fines. Pero en el caso del fascismo me disgustan los fines tanto como los medios.

El fascismo es un movimiento complejo; sus formas alemana e italiana difieren ampliamente, y en otros países, si se extiende, puede adoptar otras formas todavía. Tiene, sin embargo, ciertos elementos esenciales, sin los cuales dejaría de ser fascismo. Es antidemocrático, es nacionalista, es capitalista, y busca ganar a aquellos sectores de la clase media que sufren a consecuencia de la evolución moderna y esperan sufrir aún más si se establece el socialismo o el comunismo. El comunismo también es antidemocrático, pero sólo durante algún tiempo, al menos en cuanto sus fundamentos teóricos puedan ser aceptados como determinantes de su política real; por añadidura, su objetivo es servir los intereses de los asalariados, que son mayoría en los países adelantados, y que el comunismo se propone aumentar en número hasta que constituyan la población completa. El fascismo es antidemocrático en un sentido más fundamental. No acepta la mayor felicidad del mayor número como principio justo de gobierno, sino que elige ciertos individuos, ciertas naciones, ciertas clases, como «los mejores» y como únicos merecedores de consideración. Los demás están para que se les obligue por la fuerza a servir los intereses de los elegidos.

Mientras el fascismo está empeñado en la lucha para hacerse con el poder, tiene que acudir a un considerable sector de la población. Tanto en Alemania como en Italia surgió del socialismo, rechazando todo aquello que el programa ortodoxo tenía de antinacionalista. Tomó del socialismo la idea de planificación económica y de incremento del poder del estado; pero la planificación, en lugar de hacerse en beneficio de todo el mundo, se haría en interés de las clases altas y medias de un solo país. Y trata de asegurar tales intereses, no tanto mediante el aumento de la eficiencia, como mediante el aumento de la opresión, tanto de los asalariados como de los sectores antipopulares de la misma clase media. En relación con las clases que quedan fuera del horizonte de su benevolencia, puede, en el mejor de los casos, alcanzar la clase de éxito que puede hallarse en una prisión bien dirigida; algo más que eso, ni siquiera se lo propone.

La objeción radical al fascismo es su selección de una porción del género humano como única importante. Los poseedores del poder han hecho, sin duda, tal selección en la práctica desde que el gobernar fue instituido; pero el cristianismo, en teoría, siempre ha reconocido a cada alma humana como un fin en sí misma, y no como un simple medio para la gloria de otros. La fuerza de la democracia moderna tiene su origen en los ideales morales del cristianismo y ha hecho mucho para apartar a los gobiernos de la preocupación exclusiva por los intereses de los ricos y los poderosos. El fascismo es, a este respecto, un retorno a lo que de peor tenía el antiguo paganismo.

Si el fascismo pudiese triunfar, no haría nada por remediar los males del capitalismo; por el contrario, los haría peores. Los trabajos manuales habrían de realizarse por trabajadores forzados mantenidos al nivel de la mera subsistencia; los hombres que llevaran a cabo tales trabajos no tendrían derechos políticos, ni libertad de residencia, ni elección de lugar de trabajo, y probablemente ni siquiera una permanente vida de familia; serían, de hecho, esclavos. Todo esto puede verse ya en sus inicios en el sistema alemán de tratar la cuestión del paro; ciertamente, es el resultado inevitable del capitalismo falto de la fiscalización de la democracia, y las condiciones similares del trabajo forzado en Rusia sugieren que es el resultado inevitable de cualquier dictadura. En el pasado, el absolutismo ha sido acompañado siempre por alguna forma de esclavitud o servidumbre.

Todo esto ocurriría si el fascismo hubiese de triunfar, pero difícilmente pueda triunfar y estabilizarse, porque no puede resolver el problema del nacionalismo económico. La fuerza más poderosa del lado de los nazis ha sido la industria pesada, especialmente la del acero y la de productos químicos. La industria pesada, organizada nacionalmente, es, hoy, el mayor inductor de la guerra. Si todo país civilizado tuviese un gobierno al servicio de los intereses de la industria pesada —como ya es el caso en una medida considerable—, la guerra, antes de mucho, sería inevitable. Cada nueva victoria del fascismo aproxima la guerra; y la guerra, cuando viene, tiene muchas probabilidades de barrer con el fascismo junto con la mayor parte de las cosas existentes en el momento de su estallido.

El fascismo no es una serie ordenada de opiniones como
el laissez-faire
, o el socialismo, o el comunismo; es, esencialmente, una protesta emocional, en parte de los miembros de la clase media (como los pequeños comerciantes) que sufren las consecuencias del moderno desarrollo económico, en parte de los anárquicos magnates industriales, cuyo amor al poder se ha convertido en megalomanía. Es irracional en el sentido de que no puede conseguir lo que sus defensores desean; no hay filosofía del fascismo, sino solamente un psicoanálisis. Si triunfara, el resultado sería una extendida miseria; pero su incapacidad para hallar una solución al problema de la guerra hace imposible su éxito, más allá de un breve momento.

No creo que Inglaterra y Estados Unidos estén dispuestas a adoptar el fascismo, porque la tradición de gobierno representativo es demasiado fuerte en ambos países para permitir tal evolución. El ciudadano ordinario tiene el sentimiento de que los asuntos públicos le conciernen, y no querría perder el derecho a expresar sus opiniones políticas. Las elecciones generales y las elecciones presidenciales son acontecimientos deportivos, como el Derby, y la vida parecería más insípida sin ellos. Con respecto a Francia, es imposible sentir idéntica confianza. Pero yo me sorprendería si Francia adoptara el fascismo, excepto quizá temporalmente, durante una guerra.

Hay algunas objeciones —y son las más concluyentes, a mi entender— que convienen igualmente al comunismo y al fascismo. Los dos son intentos de una minoría para moldear un pueblo por la violencia de acuerdo con una pauta preconcebida. Ambos consideran al pueblo del modo en que un hombre considera los materiales con que intenta construir una máquina: los materiales son sometidos a grandes alteraciones, pero según los propósitos del hombre en cuestión, no según ley alguna de desarrollo a ellos inherente. Cuando se trata de seres vivos, y sobre todo en el caso de seres humanos, el crecimiento espontáneo tiende a producir ciertos resultados, en tanto que otros pueden producirse tan sólo por medio de cierta compulsión y esfuerzo. Los embriólogos pueden producir animales de dos cabezas, o con una nariz donde habría de haber un pie; pero tales monstruosidades no encuentran la vida muy agradable. Del mismo modo, los fascistas y los comunistas, con una imagen en su mente de la sociedad en conjunto, deforman a los individuos hasta que se ajusten a un modelo; a aquellos que no pueden ser deformados adecuadamente, se les mata o se les encierra en campos de concentración. No creo que tal actitud, que ignora totalmente los impulsos espontáneos del individuo, sea justificable éticamente, ni que llegue a ser, a la larga, políticamente fructuosa. Es posible recortar arbustos dándoles forma de pavo real, y por medio de una violencia semejante puede infligirse una deformación semejante a los seres humanos. Pero el arbusto pemanece pasivo, en tanto que el hombre, sea lo que fuere lo que el dictador desee, permanece activo, si no en una esfera, en otra. El arbusto no puede transmitir la lección que el jardinero ha estado explicando acerca del empleo de la podadera, pero el ser humano deformado siempre puede encontrar seres humanos más humildes contra los cuales esgrimir tijeras más pequeñas. Los inevitables efectos de un moldeo artificial sobre el individuo son la crueldad o la indiferencia, quizá las dos cosas alternativamente. Y de un pueblo con estas características, nada bueno cabe esperar.

El efecto moral sobre el dictador es otro asunto al que ni el comunismo ni el fascismo prestan la necesaria atención. Si el dictador es, para empezar, un hombre con escasa simpatía humana, será, desde el principio, indebidamente despiadado, y en la persecución de sus fines impersonales no se detendrá ante ninguna crueldad. Si, inicialmente, padece, por simpatía, con los sufrimientos que la teoría le obliga a infligir, o bien tendrá que dejar paso a un sucesor de materia más rígida, o tendrá que sofocar sus sentimientos humanitarios, en cuyo caso es probable que llegue a ser aún más sádico que el hombre que no ha pasado por tal conflicto interior. En cualquiera de los dos casos, el gobierno estará en manos de hombres implacables, en los que el afán de poder podrá ser disfrazado de anhelo de un determinado tipo de sociedad. Pero, por la inevitable lógica del despotismo, aquello que de bueno haya podido haber en los propósitos originales de la dictadura, desaparecerá gradualmente de la vista, y la preservación del poder del dictador emergerá cada vez más como el escueto propósito de la máquina del estado.

La preocupación por las máquinas ha producido lo que podríamos llamar la falacia del manipulador, que consiste en tratar a los individuos y a las sociedades como si fueran inanimados y como si los manipuladores fuesen seres divinos. Los seres humanos cambian según el tratamiento a que se les somete, y los mismos operadores cambian como resultado del efecto que las operaciones tienen sobre ellos. La dinámica social es, pues, una ciencia muy difícil, acerca de la cual se sabe mucho menos de lo que sería necesario para garantizar una dictadura. En el manipulador típico está atrofiado todo sentimiento respecto del desarrollo natural de su paciente; el resultado no es, como él espera, una adaptación pasiva al lugar preconcebido en el esquema, sino un desarrollo enfermizo y deformado, conducente a otro esquema grotesco y macabro. El argumento psicológico último en pro de la democracia y de la paciencia es que es esencial un elemento de libre desarrollo, de «haz-como-quieras» y de indisciplinado y natural vivir, si los hombres no han de convertirse en monstruos deformes. En todo caso, creyendo, como yo creo, que las dictaduras comunistas y fascistas son igualmente indeseables, deploro la tendencia a considerarlas como únicas alternativas y a tratar la democracia como algo obsoleto. Si los hombres las tienen por únicas alternativas, se convertirán en lo que corresponda; si los hombres piensan de otro modo, no será así.

La coyuntura del socialismo

La inmensa mayoría de los socialistas de nuestros días son discípulos de Carlos Marx, con quien comparten la idea de que la única fuerza política capaz de instaurar el socialismo es la indignación que siente el proletariado desposeído contra los propietarios de los medios de producción. Por una reacción inevitable, aquellos que no son proletarios han decidido, con comparativamente pocas excepciones, que el socialismo es algo a lo que hay que resistirse; y cuando oyen a los que se proclaman a sí mismos sus enemigos predicar la guerra de clases, se sienten naturalmente inclinados a empezar ellos la guerra mientras todavía tienen el poder. El fascismo es una réplica al comunismo, y una réplica formidable. En tanto el socialismo se predica en términos marxistas, provoca tan poderoso antagonismo que su éxito en los países occidentales desarrollados se hace cada día más improbable. Por supuesto que, en cualquier caso, hubiese provocado la oposición de los ricos; pero tal oposición hubiese sido menos feroz y menos extendida.

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