Elogio de la Ociosidad y otros ensayos (10 page)

BOOK: Elogio de la Ociosidad y otros ensayos
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Todo el movimiento, desde Fichte en adelante, es un método para reforzar la autoestima y el afán de poder por medio de creencias que nada tienen en su favor con excepción del ser halagadoras. Fichte necesitaba una doctrina que le hiciera sentirse superior a Napoleón; Carlyle y Nietzsche buscaron en el mundo de la imaginación algo que les compensase de los males que padecieron; el imperialismo británico de la época de Rudyard Kipling fue debido a la vergüenza de haber perdido la supremacía industrial; y la locura hitleriana de nuestro tiempo es un manto de mitos con el que el ego germánico quiere abrigarse de las ráfagas heladas de Versalles. Ningún hombre piensa cuerdamente cuando su autoestima ha sufrido una herida mortal, y los que humillan deliberadamente a una nación sólo deben agradecerse a sí mismos el que se convierta en una nación de locos.

Esto me lleva a las razones por las que se llegó a la amplia aceptación de la irracional y aun antirracional doctrina que hemos estado considerando. En casi todas las épocas, toda clase de profetas predican toda clase de doctrinas, pero las que llegan a ser populares han de tener un especial atractivo para el estado de ánimo propio de las circunstancias del período. Las doctrinas características de los modernos irracionalistas son ahora, como hemos visto: acento puesto sobre la
voluntad
, en oposición al pensamiento y al sentimiento; glorificación del poder; creencia en el intuitivo «postular» proposiciones, en oposición a la prueba inductiva y a la observación. Esta disposición mental es la natural reacción de aquellos que tienen la costumbre de manejar mecanismos modernos, como aeroplanos, y también la de aquellos que tienen menos poder que antes, pero son incapaces de hallar un terreno racional en el que restaurar su primitiva preponderancia. El industrialismo y la guerra, a la vez que crearon el hábito de la fuerza mecánica, causaron un profundo cambio en el poder político y económico, y dejaron, en consecuencia, a grandes grupos predispuestos a la autoafirmación pragmática. De aquí el desarrollo del fascismo.

Comparando el mundo de 1920 con el de 1820, vemos que ha habido un gran aumento del poder de: grandes industriales, asalariados, mujeres, herejes y judíos. (Por
herejes
entiendo aquellos cuya religión no es la del gobierno de su país.) Correlativamente, ha habido una disminución del poder de: monarcas, aristocracias, eclesiásticos, clases medias bajas y varones, en oposición a las mujeres. Los grandes industriales, si bien más fuertes que en ningún otro período anterior, se sintieron inseguros a causa de la amenaza del socialismo y, más particularmente, por miedo a Moscú. Los intereses belicistas —generales, almirantes, aviadores, fabricantes de armamento— se hallaban en el mismo caso: fuertes por el momento, pero amenazados por la horda pestilente de bolcheviques y pacifistas. Los grupos sociales ya vencidos —los reyes y nobles, los pequeños comerciantes, los hombres que por temperamento se oponían a la tolerancia religiosa, y los que añoraban los días de la dominación masculina sobre las mujeres— parecían estar definitivamente hundidos y acabados; los acontecimientos económicos y culturales, se pensaba, no habían dejado lugar para ellos en el mundo moderno. Naturalmente, estaban descontentos y, colectivamente, eran numerosos. La filosofía nietzscheana estaba psicológicamente adaptada a sus necesidades mentales, y, muy inteligentemente, los industriales y militaristas se valieron de ella para aglutinar a los grupos vencidos en un partido que sirviera de base a una reacción medieval en todos los terrenos, excepto en la industria y la guerra. En relación con la industria y la guerra, había de darse todo lo que fuera moderno en el campo de la técnica, pero no en el reparto de poder ni en los esfuerzos por la paz que hacían a los socialistas peligrosos para los magnates existentes.

Así, los elementos irracionales de la filosofía nazi se deben, políticamente hablando, a la necesidad de ganar el apoyo de sectores que ya no tenían
raison d’être
, mientras que los elementos comparativamente sanos se deben a los industrialistas y militaristas. Los primeros elementos son «irracionales» porque es escasamente posible que el pequeño comerciante, por ejemplo, pueda ver realizadas sus esperanzas, y las creencias fantásticas son su único refugio contra la desesperación;
per contra
, las esperanzas de los industrialistas y militaristas pueden ser realizadas por medio del fascismo, pero difícilmente de cualquier otro modo. El hecho de que sus esperanzas sólo puedan cumplirse con la ruina de la civilización no los hace irracionales, sino únicamente satánicos. Estos hombres constituyen, intelectualmente, el mejor elemento y, moralmente, el peor; el resto, deslumbrado por la visión de la gloria, del heroísmo y del autosacrificio, se ha quedado ciego para sus verdaderos intereses, y en una ráfaga de emoción ha consentido en ser utilizado para propósitos que no son los suyos propios. Ésta es la psicopatología del nazismo.

Hay otra razón por la que el moderno culto de lo irracional, en Alemania o en cualquier otra parte, es incompatible con cualquier forma tradicional de cristianismo. Inspirado por el judaísmo, el cristianismo adoptó la noción de verdad, con la virtud correlativa de la fe. La noción y la virtud sobrevivieron en la «duda sincera», del mismo modo en que se mantuvieron todas las virtudes cristianas entre los librepensadores victorianos. Pero, gradualmente, la influencia del escepticismo y de la propaganda hizo que el descubrimiento de la verdad pareciera imposible, afirmar la falsedad aparentaba ser algo muy provechoso. La probidad intelectual fue así destruida. Hitler, explicando el programa nazi, dice:

«El estado nacional considerará la ciencia como un medio para incrementar el orgullo nacional. No sólo la historia del mundo, sino también la historia de la civilización, deben ser enseñadas desde este punto de vista. El inventor ha de aparecer como un gran hombre, no solamente como inventor, sino, aún más, como un conciudadano. La admiración por cualquier gran hazaña debe combinarse con el orgullo de que el afortunado que la realice sea miembro de nuestra nación. Debemos elegir a los más grandes entre la masa de grandes nombres de la historia de Alemania y mostrarlos a la juventud de una manera tan impresionante que se conviertan en los pilares de un inquebrantable sentimiento nacionalista.»

El concepto de ciencia como búsqueda de la verdad ha desaparecido tan completamente del pensamiento de Hitler, que ni siquiera lo discute. Como sabemos, se ha llegado a considerar nociva la teoría de la relatividad por haber sido concebida por un judío. La Inquisición rechazó la doctrina de Galileo por considerarla falsa; pero Hitler acepta o rechaza doctrinas por motivos políticos, sin traer a colación la idea de verdad o falsedad. El pobre William James, que ideó esta concepción, quedaría horrorizado si viese el empleo que de ella se hace; pero una vez que se abandona el concepto de verdad objetiva, está claro que la pregunta «¿en qué creeré?» ha de quedar contestada, como escribí en 1907, por «el recurso a la fuerza y la puesta a punto de los grandes batallones», no por métodos teológicos ni científicos. Los estados cuya política se basa en la rebelión contra la razón han de verse, por tanto, en conflicto no solamente con el conocimiento científico, sino también con las iglesias, dondequiera que sobreviva un cristianismo verdadero.

Un elemento importante en el origen de la rebelión contra la razón es que muchos hombres capaces y enérgicos no hallan salida para su afán de poder, y en consecuencia se hacen subversivos. Los pequeños estados, antiguamente, daban poder político a mayor número de hombres, y los pequeños negocios daban poder económico a mayor número de hombres. Considerad la enorme población que duerme en los suburbios y trabaja en las grandes ciudades. Entrando a Londres por ferrocarril, se atraviesan extensas zonas ocupadas por pequeñas villas, habitadas por familias que no sienten ninguna solidaridad con la clase obrera; el hombre de la familia no toma parte en los asuntos locales, puesto que se encuentra ausente durante todo el día, sometido a las órdenes de sus patronos; la única salida para su iniciativa es el cultivo del jardín durante el fin de semana. Políticamente, se siente envidioso de todo lo que se hace por la clase trabajadora; pero, aunque se siente pobre, su servilismo le impide adoptar los métodos del socialismo y del tradeunionismo. El suburbio en que vive puede ser tan populoso como muchas famosas ciudades de la antigüedad, pero su vida colectiva languidece, y él no tiene tiempo para interesarse por ella. Para un hombre tal, si tiene bastante espíritu para sentirse descontento, un movimiento fascista puede parecerle una liberación.

La decadencia de la razón en política es un producto de dos factores: por una parte, hay clases y tipos de individuos para los que el mundo, tal como es, no ofrece perspectivas, pero que no ven esperanzas en el socialismo porque no son asalariados; por otra parte, hay hombres inteligentes y poderosos cuyos intereses se oponen a los de la comunidad en general, y que, por tanto, pueden conservar mejor su influencia promoviendo varios géneros de histeria. El anticomunismo, el miedo a los armamentos extranjeros y el odio a la competencia exterior son los fantasmas más importantes. No quiero decir que ningún hombre racional pueda tener estos sentimientos; digo que se los emplea para impedir la consideración inteligente de asuntos prácticos. Las dos cosas que más necesita el mundo son el socialismo y la paz, pero ambos son contrarios a los intereses de los hombres más poderosos de nuestro tiempo. No es difícil dar los pasos conducentes a hacer
aparecer
las dos cosas como contrarias a los intereses de grandes sectores de la población, y el modo más fácil de hacerlo es generando histeria en las masas. Cuanto mayor es el peligro de socialismo y paz, tanto más los gobiernos corrompen la vida mental de sus súbditos; y cuanto mayores son las dificultades económicas del presente, tanto más predispuestos están los que las padecen a dejarse seducir, abandonando la sobriedad intelectual en favor de algún engañoso fuego fatuo.

La fiebre del nacionalismo, que ha venido elevándose desde 1848, es una forma del culto a lo irracional. La idea de una verdad universal ha sido abandonada: hay verdad inglesa, verdad francesa, verdad alemana, verdad montenegrina y verdad del principado de Mónaco. Igualmente, hay una verdad para el asalariado y una verdad para el capitalista. Entre esas «verdades» diferentes, si se desespera de la persuasión racional, la única alternativa posible es la guerra y la rivalidad en la locura propagandística. Hasta que los profundos conflictos entre naciones y clases que infectan nuestro mundo hayan sido resueltos, difícilmente podamos esperar que la humanidad retorne al hábito mental racional. La dificultad radica en que, mientras prevalezca lo irracional, sólo por casualidad podrá alcanzarse una solución de nuestras calamidades; porque así como la razón, por ser impersonal, hace posible la cooperación universal, lo irracional, al representar las pasiones privadas, hace inevitable la pelea. Es por esto que el racionalismo, en tanto búsqueda de un nivel de verdad universal e impersonal, es de importancia suprema para el bienestar de la especie humana, no solamente en las épocas en que prevalece fácilmente, sino también, y aún más, en los tiempos menos afortunados en los que es despreciado y rechazado como el vano sueño de hombres carentes de la virilidad necesaria para matar cuando no pueden ponerse de acuerdo.

Scila y Caribdis, o comunismo y fascismo

En nuestros días, muchos dicen que el comunismo y el fascismo son las únicas alternativas prácticas en política, y que quienquiera que no apoya al uno, apoya, de hecho, al otro. Yo me siento opuesto a ambos, y no puedo aceptar una de las dos alternativas con más facilidad de la que, de haber vivido en el siglo XVI, hubiese encontrado en ser protestante o católico. Voy a exponer, tan brevemente como pueda, mis objeciones, primero al comunismo, después al fascismo, y más tarde a lo que tienen en común.

Cuando hablo de un
comunista
pienso en una persona que acepta las doctrinas de la Tercera Internacional. En cierto sentido, los primeros cristianos fueron comunistas, y también lo fueron algunas sectas medievales; pero tal sentido está hoy anticuado. Voy a exponer mis razones para no ser comunista
punto por punto
:

1º No puedo aceptar la filosofía de Marx, y menos aún la de
Materialismo y empiriocriticismo
, de Lenin. No soy materialista, aunque me haya alejado del idealismo mucho más que algunos materialistas. No creo que haya ninguna necesidad dialéctica en el cambio histórico; esta noción fue tomada por Marx de Hegel, sin su única base lógica, a saber: la primacía de la idea. Marx creía que el próximo estadio del desarrollo humano
debe
ser en cierto sentido un progreso; yo no veo razón para esta creencia.

2º No puedo aceptar la teoría del valor de Marx ni tampoco, en su forma, la teoría de la plusvalía. La teoría de que el valor de cambio de un producto es proporcional al trabajo requerido en su producción, tomada por Marx de Ricardo, se demuestra falsa por la teoría de la renta del propio Ricardo, y hace ya tiempo que ha sido abandonada por todos los economistas no marxistas. La teoría de la plusvalía descansa sobre la teoría de la población de Malthus, que Marx rechaza en otro lugar. La economía de Marx no forma un todo lógicamente coherente, sino que está construida con la aceptación y el rechazo alternados de doctrinas más antiguas, según acomoda a su conveniencia al formular el proceso contra los capitalistas.

3º Es peligroso tener a cualquier hombre por infalible; la consecuencia es, necesariamente, una excesiva simplificación. La tradición de la inspiración verbal de la Biblia ha hecho a los hombres demasiado predispuestos a buscar un libro sagrado. Pero esta adoración a la autoridad es contraria al espíritu científico.

4º El comunismo no es democrático. Lo que llama «dictadura del proletariado» es, en realidad, la dictadura de una pequeña minoría, que se convierte en una clase gobernante oligárquica. La historia toda demuestra que el gobierno siempre es manejado en interés de la clase gobernante, excepto en la medida en que ésta pueda verse influida por el temor a perder el poder. Ésta es la enseñanza, no solamente de la historia, sino de Marx. La clase gobernante en un estado comunista tiene todavía más poder que la clase capitalista en un estado «democrático». En tanto conserve la lealtad de las fuerzas armadas, puede usar del poder en conseguir para sí ventajas tan perjudiciales como las de los capitalistas. Suponer que ha de actuar siempre para el bien general es mero idealismo estúpido, contrario a la psicología política marxista.

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