Elogio de la Ociosidad y otros ensayos (6 page)

BOOK: Elogio de la Ociosidad y otros ensayos
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Para las mujeres, las ventajas serían igualmente grandes. Tan pronto como sus hijos fuesen destetados, podrían entregarlos, durante todo el día, a mujeres especialmente preparadas para el cuidado de niños pequeños. No tendrían que preocuparse por comprar comida, guisarla y fregar. Podrían salir a trabajar por las mañanas y regresar por la tarde, como sus maridos; como sus maridos, podrían tener horas de trabajo y horas de ocio, en lugar de estar siempre ocupadas. Podrían ver a sus hijos por la mañana y por la tarde, durante el tiempo suficiente para el cultivo de los afectos, pero no para alterar sus nervios. Las mujeres que pasan todo el día con sus hijos, rara vez disponen de las reservas de energía necesarias para jugar con ellos; en general, los padres juegan con sus hijos mucho más que las madres. Aun el adulto más afectuoso tiene que encontrar cargantes a los niños si no encuentra un momento para descansar de sus clamorosas demandas de atención. Pero al final de una jornada que se ha pasado lejos de ellos, tanto la madre como los niños se sentirían más cariñosos de lo que es posible cuando han estado todo el día encerrados juntos. Los niños, físicamente cansados pero mentalmente en paz, gozarían de las atenciones personales de la madre después de la imparcialidad de las mujeres de la guardería. Sobreviviría lo bueno de la vida en familia, sin factores irritantes y destructores del cariño.

Tanto el hombre como la mujer evitarían el confinamiento en pequeñas habitaciones y la sordidez, asistiendo a grandes salas públicas, que podrían ser tan espléndidas arquitectónicamente como los paraninfos de las, universidades. La belleza y el espacio no tienen por qué continuar siendo prerrogativa de los ricos. Se pondría fin a la irritación que ocasiona el hacinamiento, y que tan a menudo hace imposible la vida de familia.

Y todo esto sería la consecuencia de una reforma arquitectónica.

Robert Owen, hace más de cien años, fue grandemente ridiculizado por sus «paralelogramos cooperativos», que eran un intento de asegurar a los asalariados las ventajas de la vida en comunidad. Aunque la propuesta haya sido prematura en aquellos tiempos de agobiante pobreza, en muchos aspectos se acerca a lo que hoy resulta practicable y deseable. Él mismo llegó a establecer, en New Lanark, una guardería sobre principios muy sabios. Pero las especiales condiciones de New Lanark lo condujeron erróneamente a considerar sus «paralelogramos» como unidades productoras, no simplemente como lugares de residencia. El industrialismo tendió, desde el principio, a cargar excesivamente el acento sobre la producción y demasiado poco sobre el consumo y la vida diaria; ello ha sido el resultado de la prioridad otorgada a los beneficios, que se asocian únicamente con la producción. La consecuencia es que la fábrica se ha hecho científica y ha llevado hasta el final la división del trabajo, mientras que el hogar ha permanecido acientífico y todavía acumula las más diversas labores sobre las espaldas de la sobrecargada madre. Es un resultado lógico del predominio del beneficio como meta, el que los más azarosos, desorganizados y por completo insatisfactorios aspectos de la actividad humana sean aquellos de los que no se espera ningún beneficio pecuniario.

Debe admitirse, sin embargo, que los más poderosos obstáculos a una reforma arquitectónica como la que he venido proponiendo se hallarán en la psicología de los mismos asalariados. Aunque puedan pelearse en él, la gente quiere el aislamiento del «hogar», y encuentra en él la satisfacción de su orgullo y de su sentido de la propiedad. Una vida comunitaria en el celibato, como la de los monasterios, no suscita el mismo problema; son el matrimonio y la familia los que introducen el instinto de lo íntimo. No creo que el cocinar en privado, más allá de lo que ocasionalmente pueda hacerse en un hornillo de gas, sea realmente necesario para satisfacer este instinto; creo que un apartamento privado con muebles propios sería suficiente para personas acostumbradas a él. Pero siempre es difícil cambiar hábitos íntimos. El deseo de independencia de las mujeres, sin embargo, puede conducir gradualmente a que se ganen la vida fuera del hogar cada vez en mayor número, y esto, a su vez, puede llevar a que un sistema como el que he venido considerando les resulte apetecible. Al presente, el feminismo está todavía en un estadio temprano de su desarrollo entre las mujeres de la clase trabajadora, pero es probable que se incrementare, a menos que haya una reacción fascista. Quizá a su tiempo este motivo llegue a determinar la preferencia de las mujeres por la preparación comunitaria de alimentos y la guardería. No será de los hombres que surja un deseo de cambio. Los asalariados, aun cuando sean socialistas o comunistas, rara vez ven la necesidad de un cambio en la situación de sus mujeres.

Mientras el paro sea un mal grave y mientras la falta de comprensión de los problemas económicos sea casi universal, se condenará, naturalmente, el empleo de mujeres casadas como probable causa de que queden sin trabajo aquellos cuyos puestos garantizan las esposas que permanecen en su casa. Por esta razón, el problema de las mujeres casadas está estrechamente relacionado con el problema del paro, que probablemente sea insoluble sin un considerable avance en el camino al socialismo. En cualquier caso, no obstante, la construcción de «paralelogramos cooperativos» como los que he defendido, solamente será practicable en gran escala como parte de un gran movimiento socialista, ya que el beneficio como única finalidad nunca les dará lugar. La salud y el carácter de los niños, y los nervios de las esposas, deben continuar, por tanto sufriendo mientras el deseo de beneficio regule las actividades económicas. Algunas cosas pueden alcanzarse en la búsqueda de este objetivo, y otras no pueden alcanzarse; entre las que no se pueden alcanzar está el bienestar de las mujeres y los niños de la clase asalariada y —lo que puede parecer todavía más utópico— la belleza de los suburbios. Pero aunque demos la fealdad de los suburbios por supuesta, como los vientos de marzo y las nieblas de noviembre, no es, en realidad, igualmente inevitable. Si fuesen construidos por los municipios en lugar de serlo por empresas privadas, con calles planificadas y casas como salones de residencias, no hay razón para que no resulten un placer para los ojos. La fealdad, como la inquietud y la pobreza, es parte del precio que pagamos por ser esclavos de la meta del beneficio privado.

El Midas moderno

(Escrito en 1932)

La historia del rey Midas y del Toque de Oro es familiar a todos aquellos que se educaron con los
Tanglewood Tales
de Hawthorne. Aquel digno monarca, anormalmente aficionado al oro, obtuvo de un dios el privilegio de trocar en oro cuanto tocaran sus manos. Al principio se sintió encantado, pero cuando comprobó que la comida que deseaba tomar se convertía en sólido metal antes de que pudiera tragarla, comenzó a sentirse inquieto; y cuando su hija quedó petrificada por un beso de él, se sintió horrorizado y pidió al dios que lo librara de su don. Desde aquel momento supo que el oro no es la única cosa de valor.

Esto es un simple cuento, pero para el mundo resulta muy difícil aprenderse la moraleja. Cuando los españoles, en el siglo XVI, se hicieron con el oro del Perú, consideraron deseable conservarlo en sus propias manos y pusieron toda clase de obstáculos para la exportación de los metales preciosos. La consecuencia fue que el oro dio lugar a la elevación de precios en todos los dominios españoles, sin que por ello España fuese más rica que antes en verdaderos bienes. Podría satisfacer el orgullo de un hombre el saber que tiene dos veces más dinero que antes; pero si con cada doblón sólo comprase la mitad de lo que solía comprar, la ventaja sería puramente metafísica y no le permitiría tener más alimentos y bebidas, ni una casa mejor, ni ninguna otra ventaja tangible. Los ingleses y los holandeses, menos poderosos que los españoles, se vieron obligados a contentarse con lo que hoy es el Este de los Estados Unidos, una región despreciada porque no tenía oro. Pero, como fuente de riqueza, esta región ha demostrado ser inconmensurablemente más productiva que las zonas auríferas del Nuevo Mundo, que todas las naciones envidiaban en los tiempos de Isabel.

Aunque, como asunto histórico, éste ha llegado a ser un lugar común, su aplicación a los problemas actuales parece estar más allá de la capacidad mental de los gobiernos. Los temas económicos siempre han sido considerados de un modo enrevesado, y esto es más cierto ahora que en cualquier época anterior. Lo que ocurrió al terminar la guerra, en este terreno, es tan absurdo que cuesta creer que los gobiernos estuviesen formados por hombres adultos que no vivían en manicomios. Querían castigar a Alemania, y el modo de hacerlo, sancionado por la experiencia, era imponer una indemnización. De modo que impusieron una indemnización. Hasta aquí todo fue bien. Pero la suma que quisieron que Alemania pagara superaba con mucho el valor de todo el oro de Alemania, y aun el de todo el mundo. Era, por tanto, matemáticamente imposible para los alemanes pagar, excepto en mercancías: los alemanes debían pagar en productos o no pagar en absoluto.

En este punto, los gobiernos recordaron de pronto que tenían la costumbre de medir la prosperidad de una nación por el excedente de sus exportaciones sobre sus importaciones. Cuando un país exporta más de lo que importa, se dice que tiene una balanza comercial favorable; en el caso contrario, se dice que su balanza es desfavorable. Pero al imponer a Alemania una indemnización mayor de la que podía pagar en oro, habían decretado que, en el comercio con los aliados, Alemania iba a tener una balanza favorable y los aliados una balanza desfavorable. Para su horror descubrieron que, sin proponérselo, habían estado haciendo a Alemania lo que consideraban un beneficio, al estimular su comercio de exportación. A este argumento general fueron añadidos otros más específicos. Alemania no produce nada que no puedan producir los aliados, y la amenaza de la competencia alemana se sintió en todas partes. Los ingleses no querían carbón alemán cuando su propia industria extractiva del carbón estaba en crisis. Los franceses no querían manufacturas de hierro y acero alemanas cuando se habían propuesto incrementar la propia producción de hierro y acero con la ayuda de los recién adquiridos yacimientos loreneses. Y así sucesivamente. Los aliados, por tanto, a la vez que seguían decididos a castigar a Alemania haciéndola pagar, estaban igualmente decididos a no consentir que pagara en ninguna forma particular.

Para esta loca situación hallóse un loco remedio. Se decidió prestar a Alemania todo lo que Alemania tenía que pagar. Los aliados dijeron, en efecto: «No podemos dispensaros la indemnización, porque ella es un justo castigo a vuestra maldad; por otra parte, no podemos dejar que nos paguéis, porque ello arruinaría nuestras industrias; entonces, os prestaremos el dinero y vosotros nos pagaréis lo que os prestemos. De este modo, la cuestión de principio quedará salvada sin daño para nosotros. En cuanto al daño que hemos de haceros, esperamos que solamente quede pospuesto».

Pero esta solución, evidentemente, sólo podía ser temporal. Los suscriptores de los préstamos a Alemania querían sus intereses, y se planteaba con respecto al pago de los intereses el mismo dilema que se había planteado en relación con el pago de la indemnización. Los alemanes no podían pagar los intereses en oro, y las naciones aliadas no querían que se les pagase en productos. De modo que se hizo necesario prestarles el dinero con que pagar los intereses. Es obvio que, más tarde o más temprano, la gente llegaría a cansarse de este juego. Cuando la gente se cansa de prestar a una nación sin obtener nada a cambio, se dice que el crédito de tal país ya no es bueno. Cuando esto sucede, la gente comienza a exigir que se le pague realmente lo que se le debe. Pero, como hemos visto, esto era imposible para los alemanes. De aquí que se produjeran numerosas quiebras, primero en Alemania, después entre aquellos a quienes los alemanes en quiebra debían dinero, más tarde entre aquellos a quienes estos últimos debían dinero, y así sucesivamente. Resultado: depresión universal, miseria, hambre, ruina y toda la cadena de desastres que el mundo ha estado sufriendo.

No quiero insinuar que la indemnización de los alemanes haya sido la única causa de nuestras calamidades. Las deudas de los aliados a Norteamérica contribuyeron, así como también, en grado menor, todas las deudas, públicas o privadas, en las que el deudor y el acreedor estaban separados por un alto muro arancelario, que hiciera difícil el pago en productos. La indemnización alemana, si bien de ningún modo es el origen exclusivo de las dificultades, es, sin embargo, uno de los más claros ejemplos de la confusión de ideas que ha hecho tan difícil remediar el estropicio.

La confusión de ideas que ha dado lugar a nuestras desgracias es la confusión entre el punto de vista del consumidor y el del productor, o, más exactamente, del productor en un sistema de competencia. Cuando fueron impuestas las indemnizaciones, los aliados se consideraron consumidores; creyeron que sería agradable tener a los alemanes para que trabajaran por ellos como esclavos temporales, y poder consumir, sin trabajar, lo que prudujeran aquéllos. Entonces, después de concluido el tratado de Versalles, recordaron súbitamente que ellos también eran productores y que el influjo de los productos alemanes que habían estado pidiendo arruinaría sus industrias. Quedaron tan perplejos que comenzaron a rascarse la cabeza, pero ello no sirvió de nada, aunque lo hicieron en una reunión y la calificaron de Conferencia Internacional. El hecho simple es que las clases gobernantes del mundo son demasiado ignorantes y estúpidas para resolver un problema así, y demasiado engreídas para pedir consejo a quienes podrían ayudarlas.

Para simplificar nuestro problema, supongamos que una de las naciones aliadas estuviese formada por un solo individuo, un Robinson Crusoe que viviera en una isla desierta. Los alemanes estarían obligados, según el tratado de Versalles, a ofrecerle todos los artículos de primera necesidad a cambio de nada. Pero si él actuara como actuaron las potencias, diría: «No; no me traigáis carbón, que ello arruinaría mi industria de leñador; no me traigáis pan, que ello arruinaría mi agricultura y mi ingenioso aunque primitivo aparato de moler; no me traigáis ropas, porque tengo una naciente industria de confección de vestidos con pieles de animales. No me importa que me traigáis oro, porque ello no puede hacerme daño; lo pondré en una cueva y no volveré a hacer uso de él. Pero de ningún modo estoy dispuesto a aceptar el pago en especies que puedan servirme de algo». Si nuestro imaginario Robinson Crusoe dijera esto, pensaríamos que la soledad ha alterado sus facultades mentales. Sin embargo, esto es exactamente lo que las naciones rectoras han dicho a los alemanes. Cuando una nación, en lugar de un individuo, es atacada de locura, se piensa de ella que está exhibiendo una notable sabiduría industrial.

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