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Authors: Bertrand Russell
En el pasado, había una reducida clase ociosa y una más numerosa clase trabajadora. La clase ociosa disfrutaba de ventajas que no se fundaban en la justicia social; esto la hacía necesariamente opresiva, limitaba sus simpatías y la obligaba a inventar teorías que justificasen sus privilegios. Estos hechos disminuían grandemente su mérito, pero, a pesar de estos inconvenientes, contribuyó a casi todo lo que llamamos civilización. Cultivó las artes, descubrió las ciencias, escribió los libros, inventó las máquinas y refinó las relaciones sociales. Aun la liberación de los oprimidos ha sido, generalmente, iniciada desde arriba. Sin la clase ociosa, la humanidad nunca hubiese salido de la barbarie.
El sistema de una clase ociosa hereditaria sin obligaciones era, sin embargo, extraordinariamente ruinoso. No se había enseñado a ninguno de los miembros de esta clase a ser laborioso, y la clase, en conjunto, no era excepcionalmente inteligente. Esta clase podía producir un Darwin, pero contra él habrían de señalarse decenas de millares de hidalgos rurales que jamás pensaron en nada más inteligente que la caza del zorro y el castigo de los cazadores furtivos. Actualmente, se supone que las universidades proporcionan, de un modo más sistemático, lo que la clase ociosa proporcionaba accidentalmente y como un subproducto. Esto representa un gran adelanto, pero tiene ciertos inconvenientes. La vida de universidad es, en definitiva, tan diferente de la vida en el mundo, que las personas que viven en un ambiente académico tienden a desconocer las preocupaciones y los problemas de los hombres y las mujeres corrientes; por añadidura, sus medios de expresión suelen ser tales, que privan a sus opiniones de la influencia que debieran tener sobre el público en general. Otra desventaja es que en las universidades los estudios están organizados, y es probable que el hombre al que se le ocurre alguna línea de investigación original se sienta desanimado. Las instituciones académicas, por tanto, si bien son útiles, no son guardianes adecuados de los intereses de la civilización en un mundo donde todos los que quedan fuera de sus muros están demasiado ocupados para atender a propósitos no utilitarios.
En un mundo donde nadie sea obligado a trabajar más de cuatro horas al día, toda persona con curiosidad científica podrá satisfacerla, y todo pintor podrá pintar sin morirse de hambre, no importa lo maravillosos que puedan ser sus cuadros. Los escritores jóvenes no se verán forzados a llamar la atención por medio de sensacionales chapucerías, hechas con miras a obtener la independencia económica que se necesita para las obras monumentales, y para las cuales, cuando por fin llega la oportunidad, habrán perdido el gusto y la capacidad. Los hombres que en su trabajo profesional se interesen por algún aspecto de la economía o de la administración, serán capaces de desarrollar sus ideas sin el distanciamiento académico, que suele hacer aparecer carentes de realismo las obras de los economistas universitarios. Los médicos tendrán tiempo de aprender acerca de los progresos de la medicina; los maestros no lucharán desesperadamente para enseñar por métodos rutinarios cosas que aprendieron en su juventud, y cuya falsedad puede haber sido demostrada en el intervalo.
Sobre todo, habrá felicidad y alegría de vivir, en lugar de nervios gastados, cansancio y dispepsia. El trabajo exigido bastará para hacer del ocio algo delicioso, pero no para producir agotamiento. Puesto que los hombres no estarán cansados en su tiempo libre, no querrán solamente distracciones pasivas e insípidas. Es probable que al menos un uno por ciento dedique el tiempo que no le consuma su trabajo profesional a tareas de algún interés público, y, puesto que no dependerá de tales tareas para ganarse la vida, su originalidad no se verá estorbada y no habrá necesidad de conformarse a las normas establecidas por los viejos eruditos. Pero no solamente en estos casos excepcionales se manifestarán las ventajas del ocio. Los hombres y las mujeres corrientes, al tener la oportunidad de una vida feliz, llegarán a ser más bondadosos y menos inoportunos, y menos inclinados a mirar a los demás con suspicacia. La afición a la guerra desaparecerá, en parte por la razón que antecede y en parte porque supone un largo y duro trabajo para todos. El buen carácter es, de todas las cualidades morales, la que más necesita el mundo, y el buen carácter es la consecuencia de la tranquilidad y la seguridad, no de una vida de ardua lucha. Los métodos de producción modernos nos han dado la posibilidad de la paz y la seguridad para todos; hemos elegido, en vez de esto, el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros. Hasta aquí, hemos sido tan activos como lo éramos antes de que hubiese máquinas; en esto, hemos sido unos necios, pero no hay razón para seguir siendo necios para siempre.
Francis Bacon, hombre que llegó a ser eminente traicionando a sus amigos, afirmaba, sin duda como una de las maduras lecciones de la experiencia, que «el conocimiento es poder». Pero esto no es cierto respecto de
todo
conocimiento. Sir Thomas Browne quería saber qué canción cantaban las sirenas, pero si lo hubiera averiguado, ello no le hubiese bastado para ascender de magistrado a gobernador de su condado. La clase de conocimiento a que Bacon se refería es la que nosotros llamamos científica. Al subrayar la importancia de la ciencia, continuaba tardíamente la tradición de los árabes y de la Alta Edad Media, según la cual el conocimiento consistía principalmente en la astrología, la alquimia y la farmacología, todas ellas ramas de la ciencia. Era un sabio quien, tras dominar estos estudios, había adquirido poderes mágicos. A principios del siglo XI, y por la única razón de que leía libros, todo el mundo creía que el papa Silvestre II era un mago en tratos con el demonio. Próspero, que en los tiempos de Shakespeare era una mera fantasía, representaba lo que durante siglos había sido la concepción generalmente aceptada de un sabio, al menos por lo que se refiere a sus poderes de hechicería. Bacon creía —acertadamente, según ahora sabemos— que la ciencia podía proporcionar una varita mágica más poderosa que cualquier otra en que hubieran soñado los nigromantes de épocas anteriores.
El Renacimiento, que estaba en su apogeo en Inglaterra en tiempos de Bacon, implicaba una rebelión contra el concepto utilitarista del conocimiento. Los griegos habían adquirido gran familiaridad con Homero, como nosotros con las canciones de los cafés cantantes, porque les gustaba, y ello sin darse cuenta de que estaban comprometidos en la búsqueda del conocimiento. Pero los hombres del siglo XVI no podían empezar a entenderlo sin asimilar primero una considerable cantidad de erudición lingüística. Admiraban a los griegos y no querían verse excluidos de sus placeres; por ello los imitaban, tanto leyendo los clásicos como de otras formas menos confesables. El saber, durante el Renacimiento, era parte de la
joie de vivre
, tanto como beber o hacer el amor. Y esto es cierto no solamente en la literatura, sino también en otros estudios más ásperos. Todo el mundo conoce la historia del primer contacto de Hobbes con Euclides: al abrir el libro, casualmente, en el teorema de Pitágoras, exclamó: «¡Por Dios! ¡Esto es imposible!», y comenzó a leer las demostraciones en sentido inverso hasta que, llegado que hubo a los axiomas, quedó convencido. Nadie puede dudar de que éste fue para él un momento voluptuoso, no mancillado por la idea de la utilidad de la geometría en la medición de terrenos.
Cierto es que el Renacimiento dio con una utilidad práctica para las lenguas antiguas en relación con la teología. Uno de los primeros resultados de la nueva pasión por el latín clásico fue el descrédito de las decretales amañadas y de la donación de Constantino. Las inexactitudes descubiertas en la Vulgata y en la versión de los Setenta hicieron del griego y del hebreo una parte imprescindible del equipo de controversia de los teólogos protestantes. Las máximas republicanas de Grecia y Roma fueron invocadas para justificar la resistencia de los puritanos a los Estuardo y de los Jesuitas a los monarcas que habían negado obediencia al papa. Pero todo esto fue un efecto, más bien que una causa, del resurgimiento del saber clásico, que en Italia había sido plenamente cultivado durante casi un siglo antes de Lutero. El móvil principal del Renacimiento fue el goce intelectual, la restauración de cierta riqueza y libertad en el arte y en la especulación, que habían estado perdidas mientras la ignorancia y la superstición mantuvieron los ojos del espíritu entre anteojeras.
Se descubrió que los griegos habían dedicado parte de su atención a temas no puramente literarios o artísticos, como la filosofía, la geometría y la astronomía. Estos estudios, por tanto, se consideraron respetables, pero otras ciencias quedaron más abiertas a la crítica. La medicina, es cierto, se hallaba dignificada por los nombres de Hipócrates y Galeno, pero en el período intermedio había quedado casi estrictamente limitada a los árabes y a los judíos, e inextricablemente entremezclada con la magia. De aquí la dudosa reputación de hombres como Paracelso. La química todavía tenía peor reputación, y comenzó a alcanzar con dificultades alguna respetabilidad en el siglo XVIII.
Y de esta forma vino a resultar que el conocimiento del griego y del latín, con unas nociones superficiales de geometría y quizá de astronomía, fuera considerado como el equipo intelectual de un caballero. Los griegos desdeñaban las aplicaciones prácticas de la geometría, y solamente en su decadencia hallaron utilidad a la astronomía, a guisa de astrología. En los siglos XVI y XVII, principalmente, se estudiaron las matemáticas con desinterés helénico, y se tendió a ignorar las ciencias que habían sido degradadas por su conexión con la magia. Un cambio gradual hacia una concepción más amplia y práctica del conocimiento, que había ido produciéndose a lo largo de todo el XVIII, experimentó de pronto una aceleración al final de aquel período a causa de la Revolución francesa y del desarrollo del maquinismo: la primera dio un golpe a la cultura señorial, mientras el segundo ofrecía un nuevo y asombroso campo de acción para el ejercicio de las técnicas no señoriales. Durante los últimos ciento cincuenta años, los hombres se han venido cuestionando, cada vez más vigorosamente, el valor del conocimiento, y han llegado a creer, cada vez con más firmeza, que el único conocimiento que merece la pena adquirir es aquel que resulta aplicable en algún aspecto a la vida económica de la comunidad.
En países como Francia e Inglaterra, que tienen un sistema educacional tradicional, el aspecto utilitario del conocimiento ha prevalecido sólo parcialmente. Hay todavía, por ejemplo, en las universidades profesores de chino que leen los clásicos chinos, pero que no conocen las obras de Sun Yat-sén, que crearon la China moderna. Hay todavía personas que conocen la historia antigua en tanto fue relatada por autores de estilo depurado, es decir, hasta Alejandro en Grecia y Nerón en Roma, pero que se niegan a conocer la mucho más importante historia posterior en razón de la inferioridad literaria de los historiadores que la escribieron. Aun en Francia e Inglaterra, sin embargo, la vieja tradición está desapareciendo, y en países más actualizados, como Rusia y los Estados Unidos, se ha extinguido totalmente. En los Estados Unidos, por ejemplo, las comisiones de educación señalan que mil quinientas palabras son todas las que la mayor parte de la gente utiliza en la correspondencia comercial, y proponen, en consecuencia, que todas las demás se eviten en el programa escolar. El inglés básico, una invención británica, va todavía más allá y reduce el vocabulario necesario a ochocientas palabras. La concepción del lenguaje como algo capaz de valor estético está muriendo, y se está llegando a pensar que el único propósito de las palabras es proporcionar información práctica. En Rusia, la persecución de finalidades prácticas es todavía más intensa que en Norteamérica: todo lo que se enseña en las instituciones de educación tiende a servir a algún propósito evidente de carácter educacional o gubernamental. La única escapada la permite la teología: alguien tiene que estudiar las Sagradas Escrituras en el original alemán, y unos cuantos profesores tienen que aprender filosofía para defender el materialismo dialéctico contra la crítica de los metafísicos burgueses. Pero cuando la ortodoxia se establezca más firmemente, aun esta estrecha rendija se cerrará.
El saber está comenzando a ser considerado en todas partes, no como un bien en si mismo, sino como un medio.
No crear una visión amplia y humana de la vida en general, sino tan sólo como un ingrediente de la preparación, esto es parte de la mayor integración de la sociedad, aportada por la técnica científica y las necesidades militares. Hay más interdependencia económica y política que en el pasado y, por tanto, hay una mayor presión social, que obliga al hombre a vivir de una manera que sus convecinos estimen útil. Los establecimientos docentes, excepto los destinados a los muy ricos o (en Inglaterra) los que la antigüedad ha hecho invulnerables, no pueden gastar su dinero como quieren, sino que han de satisfacer los propósitos útiles del estado al que sirven, proporcionando preparación práctica e inculcando lealtad. Esto es parte sustancial del mismo movimiento que ha conducido al servicio militar obligatorio, a los exploradores, a la organización de partidos políticos y a la difusión de la pasión política por la prensa. Todos somos más conscientes de nuestros conciudadanos de lo que solíamos, estamos más deseosos, si somos virtuosos, de hacerles bien y, en todo caso, de obligarles a que nos hagan bien. No nos gusta pensar que alguien esté disfrutando de la vida pertinente, por muy refinada que pueda ser la calidad de su disfrute. Sentimos que todo el mundo debería estar haciendo algo para ayudar a la gran causa (cualquiera que ésta sea), tanto más por cuanto tantos malvados están trabajando en contra de ella y tienen que ser detenidos. No gozamos de descanso mental, por lo tanto, para adquirir ningún conocimiento, excepto los que puedan ayudarnos en la lucha por lo que quiera que sea que juzguemos importante.
Hay mucho que decir en cuanto al estrecho criterio utilitarista de la educación. No hay tiempo de aprenderlo todo antes de empezar a crearse un medio de vida, y no hay duda de que el conocimiento «útil» es
muy útil
. Él ha hecho el mundo moderno. Sin él no tendríamos máquinas, ni automóviles, ni ferrocarriles, ni aeroplanos; debemos añadir que no tendríamos publicidad ni propaganda modernas. El conocimiento moderno ha dado lugar a un inmenso mejoramiento en el promedio de salud y, al mismo tiempo, ha revelado cómo exterminar grandes ciudades con gases venenosos. Todo lo que distingue nuestro mundo al compararlo con el de otros tiempos, tiene su origen en el conocimiento «útil». Ninguna comunidad se ha saciado todavía de él, y es indudable que la educación debe continuar promoviéndolo.