Read Elogio de la Ociosidad y otros ensayos Online
Authors: Bertrand Russell
Dondequiera que los menos han adquirido poder sobre los más, se han apoyado en alguna superstición que ha dominado a los más. Los antiguos sacerdotes egipcios descubrieron la forma de predecir los eclipses, que todavía eran considerados con terror por el populacho; del tal modo, fueron capaces de arrancarle donativos y poderes que no hubieran podido obtener de otra manera. Se suponía que los reyes eran seres divinos, y se tuvo a Cromwell por sacrílego cuando cortó la cabeza de Carlos l. En nuestros días, los financieros dependen de la supersticiosa reverencia hacia el oro. El ciudadano ordinario se queda mudo de espanto cuando le hablan de reservas en oro, emisión de billetes, inflación, deflación, reflación y todo el resto de la jerga. Siente que cualquiera que pueda hablar con sospechosa facilidad de tales materias debe de ser muy sabio, y no se atreve a preguntar qué dice. No comprende lo poco que representa verdaderamente el oro en las modernas transacciones, aunque quedaría sin saber qué decir si hubiera de explicar cuáles son sus funciones. Siente vagamente que es probable que su país sea más seguro cuando guarda gran cantidad de oro, y así se alegra cuando las reservas aumentan y se entristece cuando disminuyen.
Esta situación de incomprensivo respeto por parte del público en general es exactamente lo que necesita el financiero para que la democracia no le ate las manos. Tiene, por supuesto, muchas otras ventajas en sus relaciones con la opinión. Siendo inmensamente rico, puede fundar universidades y asegurarse de que la parte más influyente de la opinión académica le esté sometida. A la cabeza de la plutocracia, es el jefe natural de todos aquellos cuyo pensamiento político esté dominado por el miedo al comunismo. Poseedor del poder económico, puede distribuir la prosperidad o la ruina a naciones enteras, según se le antoje. Pero dudo que alguna de esas armas resulte eficaz sin ayuda de la superstición. Es un hecho notable que, a pesar de la importancia de la economía para cualquier hombre, mujer o niño, la materia casi nunca se enseña en las escuelas, y aún en las universidades la estudia solamente una minoría. Además, esta minoría no aprende estas cuestiones como las aprendería si no hubiese intereses políticos en juego. Hay unas pocas instituciones en que se enseña sin finalidad plutocrática, pero son muy pocas; en general, el tema se enseña siempre para mayor gloria del
statu quo
económico. Todo esto, imagino, está relacionado con el hecho de que la superstición y el misterio son eficaces para los que detentan el poder financiero.
En las finanzas, como en la guerra, se da el hecho de que casi todos aquellos que tienen capacidad técnica, tienen también propensiones contrarias a los intereses de la comunidad. Cuando tienen lugar conferencias de desarme, los expertos navales y militares son el obstáculo principal para su buen éxito. No es que tales hombres sean deshonestos, sino que sus preocupaciones habituales les impiden ver cuestiones relativas a armamentos en su perspectiva justa. Exactamente lo mismo ocurre con las finanzas. Casi nadie sabe nada acerca de ellas, excepto quienes se dedican a obtener dinero del actual sistema, y que, naturalmente, no pueden adoptar puntos de vista completamente imparciales. Sería necesario, para resolver esta situación, que las democracias del mundo tomaran conciencia de la importancia de las finanzas y buscaran la manera de simplificar sus principios para que fueran ampliamente comprendidos. Hay que admitir que ello no es fácil, pero no creo que sea imposible. Uno de los impedimentos para el éxito de la democracia en nuestra época es la complejidad del mundo moderno, que hace cada vez más difícil para el hombre y la mujer ordinarios formarse una opinión inteligente sobre cuestiones políticas, y aun decidir quién es la persona cuyo juicio experto merece el mayor respeto. El remedio de este mal está en mejorar la educación y en dar con modos de explicar la estructura de la sociedad más fáciles de entender que los empleados actualmente. Todo creyente en la democracia efectiva debe estar a favor de esta reforma. Pero quizá no queden creyentes en la democracia, como no sea en Siam y en las regiones más remotas de Mongolia.
Cuando comparamos nuestra época con la de Jorge I, por ejemplo, adquirimos conciencia de un cambio profundo en el tono intelectual, que ha sido seguido de un cambio correspondiente en el tono de la política. En cierto sentido, la actitud de hace doscientos años podía llamarse
racional
, y lo que resulta más característico de nuestro tiempo podría llamarse
antirracional
. Pero quiero emplear estas palabras sin que se infiera la aceptación completa de una actitud ni el rechazo absoluto de otra. Además, es importante recordar que los acontecimientos políticos toman su color muy frecuentemente de las teorizaciones de tiempos anteriores: suele haber un intervalo considerable entre la promulgación de una teoría y su repercusión práctica. La política inglesa en 1860 estaba dominada por las ideas expresadas en 1776 por Adam Smith; la política alemana de hoy es la realización de las teorías establecidas por Fichte en 1807; la política rusa desde 1917 ha dado cuerpo a las doctrinas del
Manifiesto Comunista
, que data de 1848. Para comprender la época presente, por tanto, es necesario retroceder hasta un tiempo considerablemente anterior.
Una doctrina política ampliamente difundida tiene, por regla general, dos clases de causas muy diferentes. De un lado, hay antecedentes intelectuales: hombres que tienen teorías avanzadas elaboradas, por desarrollo o por reacción, a partir de teorías previas. De otro lado, hay circunstancias políticas y económicas que predisponen a la gente a aceptar opiniones que contribuyen a ciertos estados de ánimo. Estas circunstancias por sí solas no dan una explicación completa cuando, como sucede muy a menudo, no se tienen en cuenta los antecedentes intelectuales. En el caso particular que nos ocupa, diversos sectores de opinión del mundo de posguerra han tenido determinados motivos de descontento que les han hecho simpatizar con una cierta filosofía general creada en una fecha muy anterior. Me propongo considerar primero esta filosofía y tocar después las razones de su actual popularidad.
La rebelión contra la razón comenzó como una rebelión contra el
razonamiento
. En la primera mitad del siglo XVIII, mientras Newton imperaba en la mente de los hombres, estaba extendida la idea de que el camino al conocimiento consistía en el descubrimiento de leyes generales simples, de las que pudieran sacarse conclusiones por razonamiento deductivo. Mucha gente olvidó que la ley de la gravitación de Newton era producto de un siglo de cuidadosa observación, y supuso que las leyes generales podían ser descubiertas a la luz de la naturaleza. Había religión natural, ley natural, moral natural, y así sucesivamente. Se presumía que estos temas consistían en ingerencias demostrativas elaboradas a partir de axiomas evidentes, al estilo de Euclides. La consecuencia política de este punto de vista fue la doctrina de los derechos del hombre, según se predicó durante las revoluciones americana y francesa.
Pero en el mismo momento en que la construcción del Templo de la Razón parecía estar a punto de terminarse, fue colocada una bomba que, al fin, hizo volar hasta el cielo todo el edificio. El hombre que colocó la bomba fue David Hume. Su
Tratado de la naturaleza humana
, publicado en 1739, lleva por subtítulo «Intento de introducir el método experimental de razonamiento en los temas morales». Ello expresa por entero su intención, pero sólo la mitad de sus logros. Su intención era sustituir la observación y la inducción por la deducción a partir de axiomas nominalmente evidentes. Por su naturaleza intelectual, fue un racionalista completo, aunque más de la variedad baconiana que de la aristotélica. Pero su combinación, casi sin par, de agudeza y honestidad intelectual lo condujo a ciertas conclusiones devastadoras: la de que la inducción es un hábito sin justificación lógica y la de que la fe en la causalidad es poco más que superstición. Se seguía de ello que la ciencia, así como la teología, habían de ser relegadas al limbo de las esperanzas ilusorias y de las convicciones irracionales.
En Hume, el racionalismo y el escepticismo convivían pacíficamente. El escepticismo era solamente para el estudio y había de ser olvidado en los asuntos de la vida práctica. Además, la vida práctica había de ser gobernada, en lo posible, por los mismos métodos científicos que su escepticismo impugnaba. Tal compromiso sólo era posible para un individuo que era, a partes iguales, filósofo y hombre de mundo; hay también un aroma de aristocrático conservadurismo en la reserva de una incredulidad esotérica para los iniciados. El mundo, en general, se negó a aceptar en su integridad las doctrinas de Hume. Sus sucesores rechazaban su escepticismo, mientras que sus adversarios alemanes ponían el acento sobre él, como inevitable consecuencia de una postura meramente científica y racional. Así, debido a sus enseñanzas, la filosofía inglesa se hizo superficial, mientras la filosofía alemana se hacía antirracional —en ambos casos por temor a un agnosticismo intolerable. El pensamiento europeo jamás recobró su entusiasmo anterior; entre los sucesores de Hume, sin excepción, cordura ha significado superficialidad, y profundidad ha significado cierto grado de locura. En las discusiones más recientes acerca de la filosofía más adecuada a la física cuántica, siguen su curso los viejos debates provocados por Hume.
La filosofía que ha sido distintiva de Alemania comienza con Kant, y comienza como reacción contra Hume. Kant estaba decidido a creer en la causalidad, en Dios, en la inmortalidad, en la ley moral, y así sucesivamente; pero comprendió que la filosofía de Hume hacía todo esto muy difícil. Inventó, por tanto, una distinción entre razón pura y razón
práctica
. La razón pura correspondía a lo que se podía probar, que no era mucho; la razón práctica se ocupaba de lo necesario para la virtud, que era una buena cosa. Desde luego, resulta obvio que la razón pura era simplemente la razón, mientras que la razón
práctica
era el prejuicio. Así, Kant reintrodujo en la filosofía el recurso a algo reconocido como exterior a la esfera de la racionalidad teórica, que se había proscrito de las escuelas desde el auge del escolasticismo.
Aún más importante que Kant, desde nuestro punto de vista, fue su sucesor inmediato, Fichte, quien, al pasar de la filosofía a la política, inauguró el movimiento que dio origen a lo que hoy es el nacionalsocialismo. Pero antes de hablar de él, hay algo más que decir acerca del concepto de razón.
En vista del fracaso en la búsqueda de una respuesta a Hume, ya no es posible considerar la razón como algo absoluto, todas cuyas desviaciones deban ser condenadas en el terreno teórico. Sin embargo, hay una diferencia evidente, e importante, entre la disposición mental de los radicales filosóficos, digamos, y la de gentes tales como los fanáticos mahometanos primitivos. Si llamamos racional a la primera tendencia e irracional a la segunda, está claro que en los tiempos recientes ha habido un incremento de la irracionalidad.
Creo que lo que en la práctica entendemos por razón puede ser definido por tres características. En primer lugar, confía más en la persuasión que en la fuerza; en segundo lugar, trata de persuadir por medio de argumentos en cuya completa validez cree el hombre que los emplea; y en tercer lugar, en la formación de opiniones, utiliza la observación y la inducción en todo lo posible, y la intuición lo menos posible. La primera de tales características excluye la Inquisición; la segunda excluye métodos tales como los empleados en la propaganda británica de guerra, que Hitler elogia fundándose en que la propaganda «debe reducir su nivel intelectual en proporción a las dimensiones de la masa a la que tiene que atrapar»; la tercera prohibe el uso de grandes afirmaciones, tales como la del presidente Andrew Jackson a propósito del Mississippi: «El Dios del universo trazó este gran valle para que perteneciera a una sola nación», lo cual era evidente para él y para sus oyentes, pero nada fácil de demostrar a quien lo hubiese puesto en duda.
La confianza en la razón, tal y como la hemos definido, supone una cierta comunidad de intereses y de perspectiva entre uno y su auditorio. Es cierto que la señora Bond la puso a prueba con sus patos al gritar: «Venid a que os mate, pues habéis de ser guisados, y mis clientes han de hartarse»; pero, en general, el recurso a la razón se tiene por ineficaz con aquellos a quienes tratamos de devorar. Los que creen en la alimentación carnívora no tratan de encontrar argumentos que puedan parecer válidos al cordero, y Nietzsche no trata de persuadir a las masas, a las que califica de conjunto de «contrahechos y remendados». Ni trata Marx de obtener el apoyo de los capitalistas. Como demuestran estos ejemplos, el recurso a la razón es más fácil cuando el poder está incuestionablemente limitado a una oligarquía. En la Inglaterra del siglo XVIII solamente las opiniones de los aristócratas y las de sus amigos eran importantes y siempre podían ser expuestas en forma racional a otros aristócratas. A medida que la parroquia política se hace más grande y más heterogénea, el recurso a la razón se hace más difícil, ya que existen pocos supuestos universalmente aceptados a partir de los cuales pueda buscarse acuerdo. Cuando no se encuentran tales supuestos, los hombres tienden a confiar en sus propias intuiciones; y puesto que las intuiciones de los distintos grupos difieren, la confianza en ellas conduce a la lucha y al poder políticos.
Las rebeliones contra la razón, en este sentido, son un fenómeno recurrente en la historia. El budismo primitivo fue racional; sus formas posteriores, y el hinduismo, que lo reemplazó en la India, no lo fueron. En la antigua Grecia, los órficos estaban en rebelión contra la racionalidad homérica. De Sócrates a Marco Aurelio, los hombres prominentes del mundo antiguo fueron, en lo fundamental, racionales; después de Marco Aurelio, aun los conservadores neoplatónicos estuvieron llenos de supersticiones. Excepto en el mundo mahometano, los derechos de la razón estuvieron suspendidos hasta el siglo XI; después, con el escolasticismo el Renacimiento y la ciencia, fueron ganando terreno. Tuvo lugar una reacción con Rousseau y Wesley, pero fue contenida por los triunfos de la ciencia y la técnica del siglo XIX. La fe en la razón alcanzó su punto más alto en la década de 1860 a 1870; desde entonces ha disminuido gradualmente y continúa disminuyendo. Racionalismo y antirracionalismo han existido desde el comienzo de la civilización griega; y, cada vez que pareció probable que una de las dos posturas llegara a ser completamente dominante, se produjo, por reacción, un resurgimiento de la opuesta.