En Silencio (75 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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Lavallier pensó en lo que podía haber llegado a la prensa de todo el incidente. Los silenciadores se habían tragado el ruido de los disparos, los impactos en la nave antirruidos debieron quedar ahogados por el ruido general que los propios periodistas crearon cuando apareció el presidente. Posiblemente, alguno que otro habrá creído oír algo, pero los ruidos podían explicarse de algún modo a posteriori.

Fuera cual fuese ese «a posteriori».

Todavía tendría oportunidad, quizá, de estrecharle la mano a Clinton. Ante el trasfondo de estos acontecimientos recientes, ese apretón de manos cobraría un significado completamente nuevo. Existencial, por decirlo de algún modo. Una felicitación no expresada por haberle salvado la vida.

Lavallier vaciló.

Entonces decidió otra cosa. Tenía asuntos que resolver. Sus manos, además, estaban demasiado húmedas después de todo aquel teatro. Un apretón de manos con el presidente de Estados Unidos debía estar exento de las secreciones de los miedos soportados.

Mientras Clinton avanzaba a través de la alfombra roja, en medio de la formación de infantes tiesos como estacas, Lavallier se dio prisa en llegar a la carpa VIP.

CARAVANA PRESIDENCIAL

Norman Guterson se hacía una larga serie de preguntas; más larga incluso que la hilera de coches que había entrado en dos filas a la pista tras la llegada del
Air Force One.

Todo estaba lleno de gente. Los conductores y los demás tripulantes del convoy se habían bajado y miraban en dirección a ellos, entremezclados con los agentes del avión y las unidades ampliadas de personal de seguridad con sus chalecos antibalas y ametralladoras. Unos treinta diplomáticos rodeaban el final de la alfombra roja. Otra parte del personal de seguridad, vestidos de uniforme o de civil, se mantenía en la parte trasera del avión; otros policías flanqueaban las vallas detrás de las cuales se agolpaban los periodistas. No había muchas cosas que indicaran que hubiera sucedido algo imprevisto, salvo, quizá, por el hecho de que Clinton había bajado la escalerilla con cierto paso vacilante y sólo después de su segunda aparición.

La señal de Lex podía haber significado todo o nada. Lex sólo le había indicado que no dejara bajar al presidente todavía. Probablemente a causa de alguna bagatela, la ausencia de una confirmación de que todo estaba en orden. Al menos eso parecía.

No obstante, Guterson sospechaba que no podía haber otro motivo que el de un atentado. Había desarrollado cierto olfato para tales situaciones. El verdadero peligro no se revelaba a primera vista. Mientras avanzaba delante de Clinton, estaba en máximo estado de alerta. Su cerebro procesaba a alta velocidad las informaciones proporcionadas por sus sentidos. Estudió rostros, movimientos, vehículos, fachadas. Fuera lo que fuese lo que había provocado el retraso, Lex había respondido a una sospecha y apostado por la opción más segura.

Por lo visto, el asunto parecía haberse resuelto. Tres minutos después le había podido dar la señal definitiva al presidente, una dilación poco digna de mención teniendo en cuenta la circunstancia de que Clinton se había hecho esperar antes durante veinte minutos. Hasta su repentina aparición y desaparición posterior podrían explicarse. La cuestión era siempre qué se deseaba explicar y cómo explicarlo. Y también saber lo que había pasado.

Y, por supuesto, al final, saber si había pasado algo en realidad.

Guterson sabía que Clinton estaba bastante enfadado con él. El presidente detestaba las chapuzas en cuestiones de seguridad. Clinton no quería renunciar a sus incursiones en solitario y poco protocolarias, pero también era consciente de que sólo podía permitirse esos baños de multitudes si la seguridad funcionaba sin fallos de ninguna índole. Y hoy Guterson le había mandado entrar después de que casi estuviera fuera.

Habría tormenta.

El jefe de Seguridad se situó a un lado y esperó. Varios de sus hombres caminaban a corta distancia detrás del presidente; otros se habían apostado a ambos lados de la escalerilla. Clinton estrechó la mano al jefe del protocolo alemán, intercambió, sonriente, algunas palabras con él y se disculpó por el retraso; luego saludó, uno tras otro, a su embajador en Bonn y a su esposa, a los funcionarios presentes y otros diplomáticos. Para como era Clinton normalmente, sucedió bastante poco. Entonces se acabaron los saludos y la sonrisa del presidente se apagó de nuevo. Clinton miró hacia donde estaba Guterson y, con un breve gesto, le indicó que se acercara.

—¿Qué ha sido todo eso? —preguntó entre dientes, con enfado—. Todo ese entra y sale.

—Todavía no lo sé —respondió Guterson, cortado.

—Pues aclárelo. ¡Ahora mismo! Usted es el responsable de mi seguridad, Norman, haga su trabajo, maldita sea.

—¡Por supuesto!

—Éste ha sido su último fallo por hoy.

La expresión de Clinton permaneció inmóvil mientras fulminaba a Guterson. Puede que, durante esos segundos, no fuera la encarnación del buen humor, pero mientras el ojo de un ser humano o de una cámara estuviera enfocándolo, jamás perdía la compostura ni mostraba ningún asomo de inseguridad. Ya en 1978, en Arkansas, cuando Clinton se convirtió en el gobernador más joven de Estados Unidos en más de cuatro décadas, a la edad de treinta y dos años, el actual presidente había aprendido a la perfección la lección. A la vista del fin del mundo, era capaz de transmitirle a la gente la sensación de que todo estaba en orden, exceptuando, quizá, su infierno personal ante ciertos comités de investigación. Hasta el propio Kenneth Starr había recibido su buena bofetada simbólica cuando Clinton se reveló frente a él como un rival bastante superior. El reverso de esa enorme capacidad de autodominio era lo bien que sabía escamotear la verdad mirando de frente a los demás. Pillar a Clinton en una mentira era una labor agotadora. Por lo menos en la cara no se le notaba.

Guterson hizo un gesto afirmativo. Luego vio a Graham Lex, que había salido de la parte trasera del avión, y caminó hasta él. Habló muy bajito durante unos segundos con él. A continuación, siguió su camino en dirección al convoy. Las puertas se abrieron y se cerraron de golpe cuando un centenar de agentes y la tripulación se metieron en sus vehículos. Clinton también subió a su limusina. Desde el día anterior, un avión Galaxy estadounidense había traído los tres Lincoln blindados y de nueve metros de largo. Cada vez que salían de viaje, lo traían todo por duplicado o por triplicado. En ese mismo momento acababa de aterrizar también, como bien sabía Guterson, el avión de repuesto, un 707 casi tan bien equipado como el
Air Force One
y que haría las veces de avión sustituto de Clinton si surgía cualquier imprevisto. De todos modos, ellos no dejarían que se llegara a ese punto. Las casualidades pueden ser muy agradables cuando uno se tropieza de repente con un antiguo compañero de colegio o con una mujer para toda la vida. En política, sin embargo, no eran bienvenidas.

Probablemente hubieran ofendido una vez más a los alemanes con aquellas tres limusinas, pero a Guterson le daba igual. El ministerio alemán de Exteriores había ofrecido un Audi A8 blindado, pero el Servicio Secreto lo rechazó. La historia enseñaba que los americanos no podían fiarse ni siquiera de los propios americanos. ¿Cómo iban a hacerlo en un país extranjero?

Malhumorado, vio cómo el presidente subía a su limusina, y él mismo se dejó caer en el asiento trasero del coche sustituto. Los cuarenta y seis vehículos del convoy USA 1 se pusieron en movimiento, salieron de la pista de estacionamiento, pasaron por el lado de la carpa en la que habían esperado los diplomáticos y atravesaron un breve tramo de brezal con bosquecillos a ambos lados. Al parecer, tenían hasta un campo de golf allí. Transcurrido un minuto, dieron un giro, retrocedieron a través de una ancha carretera, pasaron junto a la torre de control y por el fondo de la carpa y luego por debajo de un puente. A trescientos sesenta metros de altura los acompañaba un helicóptero de la policía que emitía imágenes en tiempo real a la central de la plaza del Weidmarkt a través de una cámara de alta resolución. Allí, de todos modos, tenían en sus monitores a los vehículos de la delegación, ya que todos estaban equipados con GPS y un mapa electrónico de la ciudad. Sucediera lo que sucediese en los próximos días, lo único que no iba a pasar era que Clinton se perdiese.

Guterson levantó el auricular del teléfono del coche y marcó el número del vehículo presidencial.

—Señor presidente —dijo—, aún no tenemos informaciones definitivas. La iniciativa partió de la policía alemana, Lex sólo sabía que existía la sospecha de un atentado.

—¡Un atentado! —Clinton guardó silencio durante un segundo—. ¿De qué tipo?

—Ni idea. Nos mantendrán al corriente. Ya no existe ningún peligro, así me lo han asegurado. No obstante, deberíamos tener un poco más de cautela. No sé si es buena idea que vaya usted esta noche a esa cervecería.

—Una cosa no tiene nada que ver con la otra —dijo Clinton—. Yo tampoco sé si es una buena idea ser presidente, sin embargo, lo soy.

—En el Hyatt le han preparado algo —dijo Guterson—. Una cena.

—Venga ya, Norman; es aburrido eso de comer siempre en cuarentena —dijo Clinton, resoplando; en realidad, el presidente no parecía muy impresionado con la noticia—. Vayamos a ese sitio. Nada de dilaciones con la prensa en el hotel, quiero subir de inmediato a la habitación y asearme. En media hora espero su informe detallado. —El presidente hizo una pausa, y añadió—: Ocúpese de que me comuniquen con el canciller alemán en cuanto sepamos más del asunto.

«Es su cena favorita», le hubiese gustado gritarle Guterson, pero era obvio que había perdido. Y por si fuera poco, era cierto que se trataba de su cena favorita: solomillo con patatas de Idaho. En el Hyatt habían previsto platos más selectos para el paladar del presidente, en los días siguientes tendría menús de gourmet en grandes cantidades. En el fondo, daba igual. Clinton no era ni un sibarita ni una persona que despreciara las buenas comidas: sencillamente, respondía a sus instintos, lo mismo que con el sexo. Cuando el asunto era comer, el presidente no tenía límites. Se tragaba todo lo que pudiera agarrar, de un modo indisciplinado y a veces pasando por alto ciertos modales en la mesa. Era previsible que le alegrara la perspectiva de tener una velada con cervezas y algún plato típico alemán que fuera servido en grandes raciones.

Mientras el convoy salía del área del aeropuerto y ponía rumbo a la carretera de acceso a la autovía, Guterson hizo otras llamadas a fin de preparar a un puñado de colonenses para que recibieran, posiblemente en una hora, al presidente de Estados Unidos.

Aunque la visita fuera espontánea, por lo menos que estuviera planificada.

BARRACÓN DE LOS BOMBEROS

A pesar de que la puerta estaba abierta, en el interior del barracón se estaba apretado y olía mal. Lavallier había propuesto usar la central de operaciones de la carpa VIP, pero el hombre llamado Lex insistió en tener más intimidad. De modo que los cinco hombres se apretujaron en el barracón de los bomberos. A continuación, hubo una brevísima presentación de la que O'Connor, en esencia, dedujo que estaba tratando con el jefe de la sección Aeropuerto para el Servicio Secreto, con el jefe y el subjefe de Tráfico, así como con el director de la seguridad de la terminal aérea. Trajeron a un sanitario que le vendó las manos a O'Connor como era debido, le dieron de beber un vaso de agua y comenzaron a bombardearlo con preguntas.

—¿Dónde está Martin Mahder? ¿Qué ha…?

—¿Dónde está ese láser?

—¿Cómo conoció usted la posición del espejo? ¿Cómo pudo determinar con tanta exactitud…?

—¿Conocía usted a Mahder de antes?

—¿Cómo supo usted…?

O'Connor no escuchaba. Después de haber visto a Clinton subir sano y salvo a su limusina y marcharse a toda velocidad, había recuperado su serenidad. Hubiese preferido beber ahora un Macallan, bien servido con un chorro de agua mineral, a temperatura ambiente, y hubiese deseado, además, que Kika estuviera allí con él. Alzó las manos vendadas y lanzó a Lavallier una mirada en la que le pedía ayuda.


Monsieur le commissaire,
esta conversación es un lío de mil pares de narices. Propongo, sencillamente, que me dejen hablar.

—Eso es lo que le estamos pidiendo —dijo Lavallier.

—Sí, pero ustedes lo hacen todos a la vez, y cada uno de ustedes tiene su propia idea de cómo «pedir» algo. Antes de que pasemos a hablar de cualquier otra cosa, fíjense en que…

—Nos interesa saber, en esencia, si todavía existe algún peligro para el presidente —dijo Lex, interrumpiéndolo.

—… le hemos salvado la vida a ese presidente —concluyó O'Connor y miró a los presentes.

Durante un momento reinó el silencio. Lavallier alzó ambas manos.

—Está bien, todos le estamos muy agradecidos. Es usted un héroe. Hemos destrozado un par de espejos sin saber si existe en realidad ese láser del que nos habla. Ahora bien, ¿qué le hace estar tan seguro?

O'Connor bebió un sorbo de agua. Curiosamente, apenas sentía dolor en las manos.

—El hecho de que hasta ahora haya tenido razón en todos los aspectos.

—¿Cómo debemos imaginarnos ese láser?

—Un neodimio-YAG es un láser de estado sólido —dijo O'Connor—. Estado sólido quiere decir el medio en el que las ondas de luz se activan, es decir… Bah, da igual. Pasemos mejor a…

—Vidrio o cristal con una aleación de otros átomos —completó Lex, impasible—. Ese tipo de láser los hay en todos los tamaños. ¿De qué tamaño estima usted que es el nuestro?

—Los láseres de estado sólido se activan mediante fuentes de luz —explicó O'Connor, para poner en su lugar al hombre de la seguridad—. En el proceso se desprende calor. Apenas pueden convertir en luz un cinco por ciento de la energía incidente. Si hablamos de dos kilovatios de potencia de salida, necesitan una potencia de conexión eléctrica de ochenta kilovatios, y en este caso debemos estar hablando por lo menos de entre cuatro y cinco kilovatios de potencia de salida. Solamente los generadores deben de pesar toneladas. A eso sumémosle la planta de enfriamiento, la bomba de circulación y el aparato de mandos… pues, aunque hayan bombeado el YAG con láseres con diodos de inyección, debe de tener un tamaño considerable para que el haz de luz esté en condiciones de matar a una persona.

—No entiendo nada —dijo el jefe de Tranco al tiempo que miraba a Lex—. ¿Ha respondido a la pregunta o no?

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