En Silencio (77 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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Entonces todo sucedió a la velocidad del rayo.

A un ritmo vertiginoso, entraron algunos patrulleros con las luces azules encendidas, tres limusinas negras de nueve metros de largo y con cristales oscurecidos, así como otros coches del convoy; tomaron la curva a toda velocidad y doblaron a toda marcha la última esquina antes de la rampa de subida al hotel.

Esta vez fue un chasco.

Las limusinas desaparecieron sin detenerse en el garaje del Hyatt, y lo hicieron con tal rapidez que fue imposible decir en cuál de ellas viajaba el presidente. Los restantes coches se detuvieron delante de la entrada principal.

Cuando estuvo claro para todos que no verían al presidente, se hicieron algunas fotos poco entusiastas y se filmaron un par de secuencias insignificantes en las que podía verse a los agentes del Servicio Secreto y del FBI caminando de un lado a otro.

Clinton se les había escapado. Quizá el presidente tendría más piedad de ellos al día siguiente. En otro momento y en otro lugar, después de haber estado esperando y confiando de nuevo, confiando y esperando.

Ya en la entrada del garaje subterráneo, las limusinas aminoraron la marcha y avanzaron lentamente. Guterson se había pasado telefoneando todo el viaje desde el aeropuerto hasta allí. Mientras tanto, ya había averiguado muchas cosas más, y lo que sabía no lo llenaba precisamente de alegría.

Un atentado con láser.

¡Por Dios y todos los santos! Habían intentado matar a Clinton con un láser.

Los coches de la marca Lincoln aminoraron aún más la marcha y se detuvieron. Guterson bajó del vehículo y vio cómo algunos espíritus serviciales le abrían la puerta a Clinton. Habían desplegado una alfombra roja. Desde los ascensores que conducían al interior del hotel, se acercaba un puñado de personas. El presidente apareció, y era la cordialidad misma. Ni rastro ya de malhumor. Guterson confió en que el humor de Clinton hubiera mejorado realmente y no sólo fuera superficial. Recapituló en la mente quiénes eran las personas a las que el presidente estrechaba la mano en ese momento: en primer lugar, Nadja Horst, directora comercial del Hyatt; en segundo lugar, Jan Peter Van der Ree, gerente del hotel. Los demás estaban de adorno, no tenían la menor importancia alguna en ese momento, si bien todos, por supuesto, habían sido sometidos a una minuciosa verificación. Cualquiera que prestara servicios en este hotel y tuviera lo más mínimo que ver con la presencia del presidente, había sido investigado con lupa por el Servicio Secreto, bajo las instrucciones de Cari Seamus Drake, el jefe de sección del Equipo de Seguridad para el Alojamiento; y el examen había sido tan minucioso que, en comparación, un aparato de rayos X no era más que una cafetera con café turbio.

Desde la tercera limusina se les unieron el embajador Kornblum y su esposa. Clinton charlaba animadamente con sus anfitriones. Se sirvieron algunas bebidas. Juntos, caminaron hacia los ascensores. Van der Ree preguntó por Hillary y por Chelsea. Clinton respondió que llegarían desde Palermo dentro de tres días, tal y como estaba previsto, y que se alegraba de poder verlas de nuevo. Se intercambiaron algunas palabras bonitas sobre la esencia de la familia. Guterson les ordenó a tres hombres que se acercaran y luego subieron con el presidente hasta la sexta planta. Clinton le indicó que fuera con él a su suite, cerró la puerta a espaldas de Guterson y bebió un trago de su Coca-Cola Light.

—Y bien… —dijo el presidente.

Por el rabillo del ojo, Guterson vio el gigantesco ramo de rosas blancas que el Hyatt había colocado para su ilustre huésped. La suite tenía un aspecto fantástico. Nada hacía recordar que se había calcinado y que su rehabilitación les había deparado preocupaciones adicionales a sus hombres.

—Señor presidente —dijo lentamente el jefe de Seguridad—, por lo que sabemos en este instante, en el aeropuerto han intentado… ejem… atacarle con una… arma con láser.

Clinton lo miró fijamente.

—Eso sí que es nuevo —dijo.

En efecto, no era la primera vez que el Servicio Secreto había salvado a Clinton de un atentado, pero esas cosas, normalmente, no se filtraban a la prensa. Cualquiera que quisiera saber más, podía bajarse de la página de la CIA algunos datos: sólo en Estados Unidos, los órganos de seguridad conocían por su nombre a ocho mil agresores potenciales contra Clinton; ahora bien, el hecho de que algunos lo hubieran intentado y fracasado, o que otros, incluso, hubiesen perdido la vida, era algo que iba a parar a ciertos expedientes secretos. No se deseaba crear una atmósfera de inseguridad. Bill Clinton se había acostumbrado a manejar con naturalidad ese riesgo constante que lo amenazaba, sobre todo, desde las filas de los predicadores de la supremacía blanca y de las milicias fundamentalistas. Algunas páginas de internet de ultraderechas hacían llamamientos a asesinar al presidente, y siempre había algún exaltado que se sentía obligado a realizar atentados mal planeados. La mayoría de ellos eran descubiertos antes incluso de que echaran a andar.

Guterson le explicó al presidente, a grandes rasgos, lo que le había informado Lex.

—Sospechoso —dijo Clinton finalmente—. Pero no existe ninguna prueba real de que el atentado estuviera dirigido contra mí.

—No podemos hacernos ilusiones —respondió Guterson—. Más bien podríamos preguntarnos si hay algo de cierto en toda esta historia. Esa gente encontró un par de espejos, muy bien. Lex cree que hay un hombre que les ha puesto sobre la pista. Por el momento, en lo esencial, confían en sus aseveraciones, y el hombre parece tener razón. Por otro lado, hay algunos indicios de la presencia de miembros del IRA involucrados en este asunto. Todo suena (si es que realmente existe ese láser) como si pretendieran atacar a Tony Blair.

—Hum. —Clinton comenzó a caminar de un lado a otro por la habitación.

—Podemos extremar las medidas de seguridad —dijo Guterson—. Y lo haremos. Si quiere usted escuchar mi recomendación, tome una cena en el hotel y vayase luego a la cama.

—Todos mis respetos para su recomendación —dijo Clinton—. Pero ¿cree usted en serio que si esta noche aparezco en una de esas cervecerías, esa gente estará esperándome allí con un cañón láser?

Guterson soltó un suspiro.

—No, claro que no.

Lo estúpido era que Clinton tenía razón. En el fondo, sitios como la Malzmühle o la Küppers Brauhaus eran más seguros que cualquier otro.

—Por cierto, el gerente del hotel me ha contado algo interesante —dijo Clinton, sonriendo con ironía—. Se supone que muy cerca de aquí hay una taberna en la que sirven chuletas tan gruesas como biblias. Se llama Lommetsman o algo parecido.

—Es la primera vez que la oigo mencionar —dijo Guterson, aterrado por un negro presentimiento—. Lo que sí puedo decir es que no la hemos revisado.

—¡Pues hágalo ahora! ¡Dios mío, Norman, no ponga esa cara! ¿Puede al menos preguntar, no es cierto?

—Eso no sería muy inteligente. No sabemos…

—Si el local está lleno, que se sienten en cajas y les pongan guías telefónicas encima —dijo Clinton, entre risitas—. A modo de cojines. Y la cerveza tiene que ser buena. Van der Ree dice que es la mejor.

—Nos ocuparemos de ello —prometió Guterson. En ese instante, Clinton volvió a poner cara seria. —Ocúpese sobre todo de esa historia del atentado, Norman. Nada de fallos.

—Le aseguro que no los habrá.

—Mi familia llega pasado mañana. No quiero correr riesgos.

—No pasará nada, señor presidente.

El teléfono sonó. Guterson hizo ademán de levantar el aparato a toda prisa, pero Clinton lo retuvo y respondió él mismo. —¡Ah, buenas noches! —dijo—. Sí, gracias, espero… Guterson se dio la vuelta y salió.

—Señor canciller —pudo oír—. Muchas gracias, he llegado bien. El hotel es fabuloso, la gente es muy amable. Ya adoro la ciudad. ¿Cómo? No, ningún problema, absolutamente nada… Salvo, quizá, por un…

HOTEL HYATT. CUARTEL GENERAL DEL SERVICIO SECRETO

—¿El señor Cari Seamus Drake?

—El que habla.

—Le llama el coronel Graham Lex, señor. Le comunico. ***

Drake estaba de pie, mirando hacia el Rin, junto a la ventana de la suite de la sexta planta, transformada provisionalmente en la central del operativo del alojamiento. Sabía que recibiría esa llamada. En realidad, la estaba deseando, sobre todo después de que Norman Guterson le informase hacía media hora por teléfono sobre los acontecimientos ocurridos en el aeropuerto. El jefe de Seguridad lo había llamado desde el convoy en marcha, justo en el momento en el que la caravana de coches de Clinton abandonara el aeropuerto de Colonia-Bonn; y fue entonces cuando Drake dio instrucciones de reforzar los efectivos de seguridad tanto dentro del hotel como en sus alrededores.

Como siempre sucedía en tales casos, el Servicio Secreto había viajado con un número bastante mayor de efectivos del que era necesario para el transcurso rutinario de una visita de Estado, de modo que los jefes de sección pudieran disponer de amplias reservas en caso de emergencia. Guterson no estaba seguro de que se tratara realmente de una emergencia. Pero sí que había dejado entrever que el presidente insistía en visitar esa taberna, la Malzmühle, por muy apetitosos que fueran los solomillos del Hyatt. De modo que Drake había cumplido con su deber y se había puesto de acuerdo con Pete Nesbit, que dirigía la sección de visitas al centro de la ciudad. Nesbit disponía del mismo grado de información sobre el asunto, y había incrementado de un modo drástico el número de sus hombres en todas las cervecerías, mientras Drake, por su parte, se ocuparía de que nada se torciera durante el recorrido desde el hotel hasta la taberna. Todavía no sabían con certeza a cuál de los locales acudiría Clinton.

Drake creía que la policía alemana también había aumentado sus contingentes. Se habían reunido unidades de policía de todas las regiones de Alemania. Drake sabía que la catedral, situada al otro lado del Rin, estaba tomada por los francotiradores. Estaban por decenas entre los rincones del edificio, en los arcos y los pretiles, en los andamios y las torrecillas. A esa hora, ya debían de haber incrementado su número. Lo mismo valía para el puente del ferrocarril. Habían calculado incluso la posibilidad de que alguien disparara sobre la suite de Clinton con un lanzacohetes desde un tren en marcha.

En el fondo, no había nada con lo que el Servicio Secreto no hubiera contado. Mientras que a la CIA le correspondía la labor de velar por la seguridad del país, el Servicio Secreto, por su parte, tenía la responsabilidad de cuidar el bienestar de la familia presidencial y del círculo más íntimo del gobierno. Una evolución asombrosa para una institución que había sido fundada ciento treinta y cinco años atrás con el propósito real de contrarrestar la circulación de dinero falso. Sólo en 1901, después del asesinato del presidente William McKinley, el Congreso había ampliado las competencias del Servicio Secreto. Desde entonces, las responsabilidades de la institución habían crecido en la misma medida en que proliferaba la capacidad inventiva de los potenciales agresores. A finales del siglo XX, la labor de analizar en un plano hipotético el transcurso de una visita de Estado del presidente, situaba al Servicio Secreto ante una tarea ingente. Y, por esa razón, contrarrestaban cualquier imprevisto reduciendo al máximo los riesgos.

Por ese mismo motivo, esa noche no importaba tanto de dónde provinieran los indicios de un atentado. Ante todo estaba la seguridad de Clinton. Si Clinton se desplazaba hacia un lugar B, después de que un punto A hubiese sido evaluado como punto crítico, entonces, automáticamente, el punto B quedaba clasificado como zona crítica.

En Colonia había en total tres jefes de sección, Lex, Drake y Nesbit; todos estaban subordinados a un supervisor que era el responsable absoluto de la visita. Disfrutaban de todas las libertades imaginables y tenían potestad para sumar o restar personal de seguridad a su arbitrio; pero si uno de ellos notificaba una sospecha, esa misma sospecha valía automáticamente para los tres. Fuera quien fuese el que había intentado atacar a Clinton en el aeropuerto, lo intentaría posiblemente de nuevo en el centro de la ciudad o en el hotel. Daba igual que las cosas fueran o no realmente de esa manera. A partir de ese momento, la estancia de Clinton en Colonia estaría supeditada a medidas de seguridad reforzadas.

Drake se apartó de la ventana y se sentó en el borde de un escritorio. El espacio estaba impregnado por el tenue zumbido de los ordenadores. Varios agentes especiales telefoneaban por otras tantas líneas. A través de un avión de reconocimiento que sobrevolaba constantemente la ciudad de Colonia desde una altura de diez mil metros, estaban en contacto permanente con Washington.

—¿Qué está pasando ahí fuera, donde estáis vosotros? —le preguntó Drake a Lex.

—Si lo supiéramos con exactitud —fueron las palabras de Lex, oídas a través del auricular—. Suena un poco ridículo, pero ya sabes lo que se puede esperar de las cosas ridiculas. Sea como sea, lo cierto es que unos irlandeses han intentado atacar a Clinton con un rayo láser.

—¿Con un láser? —repitió Drake como en un eco. Lex comenzó a narrarle en detalle lo que sabía, que era muchísimo, como pudo comprobar Drake con satisfacción. Más que suficiente para darle la oportunidad de actuar.

—¿Y ese chisme, el YAG —insistió el otro—, está aquí, en Colonia?

—Eso parece —dijo Lex—. O en los alrededores. Ese doctor irlandés mencionó un radio de entre cinco y seis kilómetros. En este momento se encuentra con Lavallier, en el aire…

—¿Quién es Lavallier?

—No es de tu jurisdicción. Policía aeroportuaria.

—Eso es bastante sospechoso —dijo Drake—. Mientras no encontremos ese láser, la seguridad del presidente sigue estando en juego.

—La búsqueda está en marcha.

—¿Cómo piensas encontrar ese YAG en una gran ciudad?

—Bueno, han movilizado a una gran cantidad de policías. Esa bestia debe de medir unos diez metros de largo. Puede que se encuentre muy próximo a un edificio muy alto o en una elevación de altura.

—¿Y eso por qué?

—Porque el haz de luz del láser tiene que ser conducido por todo el terreno sin chocar con árboles o edificios.

—Entiendo —dijo Drake después de una pausa—. Pienso que, en ese caso, tendremos que inmiscuirnos un poco en las investigaciones. Tal vez nosotros mismos iniciemos una búsqueda de los puntos elevados.

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