En Silencio (85 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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Rápidamente, se dejó caer al suelo y volvió a levantarse de un salto. Ese breve momento había bastado para mirar por debajo de la plataforma. Los pies de Jana tenían que estar en alguna parte, pero allí no había nada. En un instante comprendió lo que ella se traía entre manos. Sin dilación, disparó más allá del borde del YAG, mientras corría de espaldas a través de la nave. A medida que se fue alejando más del láser, pudo ver a Jana tumbada encima del aparato: un segundo más y ella lo hubiese pillado. Disparó con tal frecuencia que a ella no le quedó más remedio que ponerse a resguardo de un salto al otro lado del YAG; entonces Mirko abandonó la nave y salió al patio.

JANA

Oyó que Mirko huía y resistió el impulso de correr tras él. Le pegaría un tiro en cuanto saliera de la nave. Afuera tenía una posición mejor.

Jana no prestó mayor atención a la rozadura de bala en su brazo. Sin soltar la pistola, salió de detrás del YAG. La nave ofrecía un aspecto lamentable. En apenas un minuto, una tormenta de destrucción lo había barrido todo. Gruschkov estaba muerto. En la parte delantera estaban Mahder y los agentes muertos. Junto a la pared vio a O'Connor, que se incorporaba lentamente, así como al negro, situado un poco más atrás. Kuhn también intentaba levantarse, pero se desplomó de nuevo. A la mujer, sin embargo, no se la veía por ninguna parte.

Jana guardó de nuevo la Walther PP en el cinturón y metió un nuevo cargador en la Glock. Miró hacia la oficina, a través de la cual había entrado Mirko. Estaba abierta. Con pasos rápidos, llegó hasta allí y cerró la puerta. A Mirko podía ocurrírsele la idea de usar la ventana por segunda vez. En realidad, no contaba con eso, pero tampoco había contado con que él jugase un doble juego.

Tenía que bloquear la salida.

Abrió de una patada la puerta de la sala de ordenadores y se vio frente a frente con Kika Wagner.

—Fuera —le gritó a la mujer—. Ve a donde están los otros. —Pero entonces a Jana se le ocurrió una idea. Mientras intentaba mantenerlos a todos controlados al mismo tiempo, a Wagner, a O'Connor y la entrada dinamitada, le dio la orden a la mujer de que trajera una silla y bloqueara la entrada a la oficina.

Su mirada se posó en la larga mesa de madera.

—¡O'Connor!

Él miró hacia ella y se levantó de inmediato. Con sus blancas manos vendadas, parecía un mayordomo un poco extravagante. Jana se preguntaba si estaría en condiciones de agarrarla, pero luego recordó que había podido trepar la valla del polígono industrial. Sin perder de vista la abertura de la puerta, caminó hasta donde estaba el negro y lo levantó a la fuerza. El hombre dejó escapar un gemido de dolor. Jana notó que había sangre en su muslo y vio que había sido herido. En realidad, era un milagro que alguien hubiese sobrevivido en aquella nave después de los centenares de proyectiles que volaron silbando de un lado a otro.

—Vosotros dos —dijo Jana, bruscamente—, tú y O'Connor, id hacia donde está esa mesa.

El negro parpadeó sin comprender, con la cara retorcida de dolor. Jana repitió la orden en inglés. Esta vez, el corresponsal reaccionó, pero avanzó cojeando hacia donde estaba O'Connor.

—¡Detente!

El hombre se detuvo.

—A la mesa he dicho —gritó Jana—. Agarradla y bloquead la puerta con ella. Vamos, daos prisa.

—Él está herido —dijo O'Connor; su pecho subía y bajaba agitadamente. Miraba a Jana con ojos centelleantes de ira.

—¡Entonces hazlo tú solo!

Sin dejar de mirar a Jana, el físico trató de mover la mesa y comenzó a arrastrarla por todo el suelo de la nave. El ruido era enervante. Jana alternaba su mirada entre él y Wagner. La mujer había trabado la silla contra la puerta y se acercaba lentamente.

—Ayúdalo —dijo Jana.

Wagner obedeció. Entre los dos, consiguieron moverla con mayor rapidez. Por alguna razón, Jana creía que Mirko no dispararía a la mujer ni al doctor O'Connor. Todavía no. Estaba más que claro que él tenía la vista puesta en el comando, pero era evidente también que no le importaba lo más mínimo liberar a los rehenes. Fueran cuales fuesen los planes que perseguía, traicionaría a todos lo que estaban en aquel recinto.

Llena de amargura, comprendió que el Caballo de Troya no había tenido en ningún momento la intención de dejar escapar al comando. Con una rabia aumentada por la impotencia, apretó las mandíbulas. Nunca antes en su vida había sido engañada de un modo tan pérfido. ¡Nunca se había engañado a sí misma tan terriblemente! El futuro se había abierto ante ella como otra vida, una vida apacible, poco espectacular, posiblemente aburrida. ¡Cuánto hubiese dado por un poco de aburrimiento en el lugar adecuado! Sin embargo, ahora todo se desvanecía ante ella como si jamás hubiese existido esa visión. Todo parecía perdido. Ahora, estando a punto de cumplir su objetivo, estaba más lejos de esa paz que nunca antes, atrapada en esa nave, rodeada por los vapores de la sangre y el miedo. Uno podía sentir vértigo. Detestaba las masacres. Una masacre no tenía nada que ver con un asesinato limpiamente realizado, con una muerte a manos de un profesional. Había detestado la carnicería sufrida por los serbios de la región de Krajina, por los bosnios, los kosovares, el desprecio por la vida humana de un Karadzic, las arbitrarias orgías de ejecuciones de un Arkan, los asaltos a las granjas de los campesinos durante la noche, las personas sacadas a la fuerza de sus casas, los sordos alaridos de júbilo de las hordas cuando lanzaban a las fosas colectivas a decenas de mujeres y niños, y luego les arrojaban granadas de mano, los ruidos del sufrimiento humano. Ninguna de las personas que ella había matado había tenido que sufrir. Hasta el propio presidente de Estados Unidos, cuya arrogancia había roído el corazón de los Balcanes; el hombre que había conseguido en pocas semanas lo que no había logrado en medio siglo el monstruoso aparato de propaganda comunista, desatar el odio de los serbios por Estados Unidos; incluso ese hombre habría tenido una muerte rápida y piadosa; sencillamente, hubiese dejado de existir, como símbolo del poder en un instante y otro símbolo del fracaso en el instante siguiente.

Impaciente, vio cómo Wagner y O'Connor plantaban la mesa delante de la abertura ennegrecida y regresaban a la nave. Silberman se había arrastrado sobre sus pies y sus manos hasta donde estaba Kuhn y hablaba en voz baja con el editor.

¿Cómo sería todo si el atentado hubiese tenido éxito? ¿Habrían irrumpido los hombres de Mirko en la empresa de transportes, a pesar de todo? ¿Era ésa la manera del Caballo de Troya de borrar todas las huellas? En ese caso, sin embargo, lo estaban haciendo todo al revés, ya que de ese modo estaban precisamente colocando todos los rastros que conducían inevitablemente a Belgrado o a Moscú. Identificarían los cadáveres y averiguarían quiénes eran. Ella y Gruschkov. Una nacionalista serbia y un criminal ruso.

iNo tenía ningún sentido!

A menos que… ¡fuera eso precisamente lo que se propusieran!

Jana no podía creerlo. ¿Por qué Mirko y sus clientes harían una cosa así?

Tenía que averiguar qué se traía entre manos. No le quedaba mucho tiempo, y mientras Mirko ocupara la nave ella no podría huir. Reflexionó sobre lo que haría en su lugar. No cabía duda de que Mirko se había equivocado. ¿Pediría refuerzos? Si lo que se proponía era hacer tabula rasa, él también se encontraría con la presión del tiempo. Era cierto que no había edificios de viviendas en un radio de algunos centenares de metros, pero la explosión y el tiroteo podían haber puesto a alguien sobre aviso. En algún momento la policía encontraría la empresa de transportes. Todos estarían contra todos.

Ella tenía que salir de aquí y acorralar a Mirko antes de que fuera demasiado tarde.

Su mirada se posó en el agresor herido, que intentaba levantarse del suelo con la ayuda de su mano ilesa. Durante un momento sopesó la idea de matarlo.

Pero luego se le ocurrió una idea mejor.

O'CONNOR

—Podríamos huir —susurró Wagner, mientras bloqueaban con la mesa la abertura destruida—. Tú podrías huir, yo me quedo aquí con Kuhn. Tal vez haya otros hombres más ahí fuera.

—¿Crees tú que ellos van a sacarnos de aquí? —preguntó él en voz baja.

—¿Acaso tú no lo crees?

—No lo sé. ¿De dónde salieron esos hombres tan rápidamente? Quizá su misión era acabar con los terroristas, pero parecía más bien como si nosotros nos interpusiéramos en su camino. Le han dado un tiro a Silberman.

—¿Y por qué otra razón iban a irrumpir en la nave?

—Buena pregunta. Yo no lo sé, pero no puede haber sido por nosotros. ¿Por qué no ha venido luego la policía? Creo que, si salimos, estaríamos más inseguros que aquí dentro.

Los ruidos de unos pasos se apagaron directamente detrás de ellos. Se dieron la vuelta y vieron a uno de los atacantes caminar tambaleándose hacia ellos. Su aspecto era horrible. Su rostro entero era una única mueca de dolor.

Jana se levantó de un salto y levantó el arma.

—¡Apártate de la puerta!

El hombre se detuvo. Levantó los brazos. Allí donde debía de estar la mano derecha, sólo había un muñón sanguinolento que él apretaba con su mano izquierda. Un gemido salió de sus labios. Dio un par de torpes pasos hacia atrás, puso los ojos en blanco y cayó de rodillas.

—Dios mío —dijo Wagner y corrió hacia donde estaba el hombre.

—O'Connor —gritó Jana—. ¿Puede parar la hemorragia?

El hombre se había hundido contra Wagner, que lo sostenía por los hombros. O'Connor miró al herido en el suelo. Con rápidos movimientos, se desanudó la corbata. El hombre se esforzaba desesperadamente por bloquear la arteria con la mano sana, pero eso no bastaría para evitar que muriera desangrado.

—Por favor —gimoteaba en inglés—. Ayúdeme.

Wagner seguía sosteniendo al hombre para que se mantuviera erguido, mientras O'Connor comenzaba a ponerle un torniquete en el brazo. Sintió una temblé desazón cuando miró al otro a los ojos.

Esto no era un juego.

«Fin del juego», pensó. También la corbata se había ido a la mierda. Armani, pieza única.

Game over.

WAGNER

Llevaron al herido hasta donde estaban Kuhn y Silberman, donde el agente se dejó caer al suelo, deslizándose con la espalda pegada a la pared. Su pecho se movía agitadamente a causa de su respiración. Era evidente que estaba bajo los efectos de un shock; no obstante, parecía esforzarse por recuperar el control. Les pidió agua. La terrorista le indicó a Wagner que trajera una botella de la sala de ordenadores, y el hombre bebió como alguien que está a punto de morir de sed. Poco a poco, el aspecto vidrioso de sus ojos fue disminuyendo. La conmoción atenuaba los dolores del cuerpo, y posiblemente lo hiciera también el conocimiento de lo que le había sucedido.

Wagner intentó sentir compasión de él. Pero sus reservas de emociones no estaban preparadas para las exigencias del momento o, simplemente, eran un caos. Si le hubieran descrito esa situación a priori, hubiera llegado al convencimiento de que no la resistiría ni un solo minuto; sin embargo, ahora, curiosamente, la terrible herida de aquel hombre la dejaba del todo indiferente. Fue cobrando una idea bastante vaga de lo que podía sentir un soldado que está expuesto durante mucho tiempo a ciertas imágenes de horror y sufrimiento. Los mecanismos de defensa naturales eran buenos mientras no se acumularan y convirtieran en traumas insuperables, ésos que el alma no es capaz de superar.

Kika se arrodilló junto a Kuhn y le acarició el pelo. El editor parecía haber entrado en un estado catatónico. Mientras la herida de Silberman se había revelado como una rozadura superficial, el estado de Kuhn, por lo visto, era mucho peor. Tomaba aire trabajosamente y mantenía los ojos semicerrados, de modo que sólo se le veían los blancos globos oculares. Wagner levantó la vista hacia O'Connor.

—Tiene que ir a un hospital —le dijo. O'Connor, furioso, negó con la cabeza. —Lo primero que hay que hacer es salir de aquí —dijo mirando a la terrorista—. Y eso no será tan fácil, ¿tengo razón? La mujer no le prestó atención y miró fijamente al atacante herido.

—Eso nos lo revelará él —dijo; entonces se acercó al hombre y le oprimió el cañón de la pistola contra la sien. El agente se estremeció. Sus labios se movieron.

—No, por favor. —Su voz no era más que un jadeo—. No me mate, por favor.

La mujer reaccionó como si la hubiesen abofeteado. Se echó hacia atrás y miró al hombre, incrédula.

—Tú eres norteamericano —le gritó.

El hombre guardó silencio y su rostro se deformó aún más.

—Eres norteamericano —repitió ella en voz baja y con tono apremiante. Con una furia repentina, Jana lo cogió por el cuello y lo apretó contra la pared. El hombre gimió e intentó defenderse. La mujer parecía consumida por la rabia. El arma en su mano se alzó sobre su cabeza, como si quisiera partirle el cráneo al hombre. Por un momento se dejó llevar por esa furia, no les prestó atención a los demás y perdió el control.

O'Connor saltó sobre ella y la empujó.

La terrorista trastabilló hacia atrás; el físico levantó el brazo y la golpeó en pleno rostro. Ella se tambaleó, tropezó con los pies de Kuhn y cayó de espaldas contra el suelo.

—¡Liam! —gritó Wagner.

De un salto, Kika se levantó y se arrojó sobre él. O'Connor hizo ademán de arrojarse sobre la terrorista tumbada en el suelo. Wagner lo agarró por el brazo y tiró de él hacia atrás.

—¡Te va a matar! —le dijo en tono suplicante—. ¡Basta ya! No tienes ninguna oportunidad, te va a matar, va a matarnos a todos.

A O'Connor le temblaba todo el cuerpo. Respirando trabajosamente, estaba de pie al lado de la mujer, que le apuntaba con su arma. Las vendas alrededor del puño crispado con el que le había pegado se tiñeron de rojo en dos puntos.

—Venga —dijo, jadeante—. Hazlo de una vez. ¿Por qué no nos matas de una vez a todos, tú, pedazo de mierda? Todo sería mucho más fácil. ¡Bum! ¡Y todo acabaría!

—Le prevengo… —dijo entre dientes la terrorista.

—¿Que tú me previenes? ¿De qué? ¿De que puedo morir? ¡De eso no tiene que prevenirme nadie, lo sé hace muchísimo tiempo! ¡El problema es que vas a morir tú!

—Vuelve con los otros.

—¡Si sales por esa puerta —le gritó O'Connor—, morirás! ¿No es así? Se te ha acabado la cuerda. ¡Vas a diñarla!

—¡Te he dicho que vuelvas a la pared! —La mujer se arrastró por el suelo hacia atrás, con la pistola extendida delante de ella. Luego, repentinamente, se puso de pie de un salto. Un movimiento de sus omóplatos había bastado para catapultarla hacia arriba y colocarla de nuevo en posición vertical.

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