—Jana —susurró Kuhn.
Todas las cabezas se volvieron hacia él.
El editor estaba apoyado sobre los codos. Su brazo encadenado estaba colocado en un ángulo poco natural. Parecía físicamente destrozado, pero su mirada era clara. Los ojos acuosos se posaban serenos sobre la terrorista. Sin perder la tensión de su cuerpo ni cambiar de posición, Jana le sostuvo la mirada.
—Te dije que ellos ya habían pactado tu precio —dijo Kuhn, que tosió y escupió. En la saliva que cayó delante de él, podían verse unos hilillos de sangre—. No quisiste escucharme. Siempre pasa lo mismo con vosotros, los nacionalistas, los patriotas y los soñadores. Has perdido, Jana. ¿Por qué no le preguntas a ese pobre chico por qué ha venido?
—Era lo que tenía en mente —dijo Jana, entre dientes—. El idiota de tu amigo se me ha atravesado en el camino.
—Deja a ese hombre, es un escritor —dijo Kuhn, exultante. Por lo visto, durante las horas de su cautiverio, había desarrollado una relación curiosamente distendida con la terrorista—. No sabe hacer otra cosa que exagerar. Lo siento, Liam, eso estuvo excelente, pero fue totalmente innecesario. Ella no tiene ninguna intención de asesinarnos. No forma parte de su… estilo. ¿No es así, Jana? Tú crees todavía en la moral del asesinato. Procesar, condenar, matar, la víctima condenada por la justicia. Cuan pasado de moda está todo eso. Terminarás igual que Robespierre, a manos de la justicia que tú misma has creado.
—Cierra la boca, Kuhn.
—Jana, escúchame, nada de esto tiene sentido, nosotros… —El editor hizo un gesto negativo con la cabeza—. No estás entendiendo lo que sucede. Si esos tipos quisieran liberarnos, todo estaría bien, pero si no es así… Quiero decir, que estamos todavía atrapados dentro de un pensamiento hermético, debemos dejar sitio a los hechos…
Wagner, que estaba observando a Kuhn, miró entonces a la terrorista. Jana se había distendido un poco. Tenía la vista clavada en el asesino mutilado.
—Habla de una vez —dijo Jana.
—No sé nada —masculló el hombre—. De verdad, yo…
Jana disparó.
Silberman se arrojó al suelo. O'Connor se apartó hacia atrás. El hombre gritó y se cubrió la cabeza con ambas manos para protegerse. Tenía un aspecto horrible con su muñón sangrante. Wagner sintió que el corazón se le ponía en la garganta; luego vio que Jana había disparado a un lado.
—Debíamos matarles a todos —dijo el asesino profesional, gimoteando—. A todos. Todos debíais morir, ésa era la misión: usted, Gruschkov, Mahder. Oh, Dios mío…
—A Mahder lo despaché yo misma —manifestó Jana—. ¿Qué más?
—¡No fue idea mía, no fue idea mía! Nosotros sólo debíamos matarles y luego… luego…
—A los rehenes —completó Silberman la frase, con voz sorda.
Kuhn lo miró y asintió con un gesto apagado.
—Pues sí, Aaron, mira tú por dónde —dijo—. Una magnífica operación para liberar rehenes.
—Debíamos hacerlo con sus armas, pues debía parecer que ustedes los habían matado antes de que nosotros llegáramos —soltó el hombre, casi sin aliento—. Ése era el plan, ¡Lo juro! ¡Estoy diciendo la verdad!
—¿Quiénes… sois vosotros? —preguntó Jana, con voz susurrante.
El hombre volvió a bajar los brazos lentamente. Le temblaba todo el cuerpo.
—Usted ya lo sabe.
—Dilo.
—El Caballo de Troya. Nosotros… nosotros somos el Caballo de Troya.
—¿Vosotros? —preguntó Jana, desconcertada—. Mirko es…
—No… bueno, sí. La gente que nos encargó la misión. Nosotros y Drake.
—¿Drake? ¿Quién es Drake?
—Drake. Drakovic. Mirko. Como… como quiera usted llamarlo.
Ella lo miró fijamente, sin poder creerlo.
—Pero… ¡vosotros sois estadounidenses!
—Sí. —El hombre dejó escuchar una risa breve y atormentada—. Se ha dado cuenta…
Desde el techo de la nave tenía una buena visibilidad de todo el patio interior.
Si Jana se atrevía a salir, no tendría tiempo ni de lamentarlo.
Pero Mirko sabía que no saldría.
Ya era hora de que pensara en algo. Llegar al interior de la nave no constituía ningún problema; pero sobrevivir sí. Podía volar el bloqueo provisional de la entrada como había hecho ya con la puerta, pero en esta ocasión Jana estaría preparada.
Mirko sonrió sarcásticamente pero sin regocijo. En el fondo, tenía que sentirse orgulloso de sí mismo. Había escogido a la mujer adecuada.
Por enésima vez reflexionó sobre lo que había salido mal. ¡Había sido un error suyo! Era quizá el único y a la vez el más estúpido error que había cometido en su vida. Fiarse de que Jana sólo se hubiese referido a O'Connor cuando le anunció a Gruschkov que traía visita.
Nunca se podía estar seguro.
Había enviado a sus hombres a una muerte segura. Eran buenos hombres, pero había otros que no eran peores. El problema consistía en que bastaría una sola llamada para convocar, gracias a su autoridad, a otra docena de agentes, que llegarían allí en pocos minutos. Él era el jefe de sección del Servicio Secreto para el Alojamiento. Sólo que todos ellos responderían al honroso llamamiento de proteger al presidente de Estados Unidos, no al de asesinarlo. Nadie más, aparte de aquellos tres hombres, sabía que Karel Zeman Drakovic, alias Cari Seamus Drake —nombre que él había elegido hacía mucho tiempo en un arranque de sentimentalismo, cuando los americanos le recomendaron la utilidad de usar un nombre que pareciera anglosajón—, era idéntico a un
terminator
de aspecto fantasmal que respondía al nombre de Mirko, un hombre que estaba en las listas negras de la CIA y que servía a otros intereses estadounidenses.
Mirko se colocó de espaldas y miró hacia arriba, hacia el cielo que comenzaba a cobrar una tonalidad crepuscular. Aquello era un polígono industrial. Para los que estaban atrapados dentro de la nave, la explosión debió de sonar como un rayo, pero aquí fuera, los movimientos del aire debieron de dispersar rápidamente el eco; por otra parte, los edificios de viviendas más próximos estaban situados a una distancia considerable. Lo mismo valía para el tiroteo. No obstante, no podía fiarse de estar allí solo durante mucho tiempo más. Eso seguía siendo un dilema. Él solo podía hacer poco contra Jana, mientras ella no asomara la cabeza, y cualquier tipo de refuerzo les salvaría la vida a los rehenes, lo cual también sería algo negativo.
En cualquier caso, ése sería el fin de Cari Seamus Drake y de todos sus sinónimos. Algo lamentable, teniendo en cuenta la riqueza que el Caballo de Troya le ofrecía. Aun después de que el atentado hubiese fracasado, existía una buena oportunidad de hacer realidad los planes de los conjurados, por lo menos en parte. Si Jana no salía pronto, él tendría que atraerla de alguna forma.
O tendría que entrar. Al final, así sería.
—¿Cómo que norteamericanos?
Jana miraba al agente como si él tuviera una explicación para su fracaso personal. Ella no podía creer que hubiese estado trabajando para los estadounidenses. Había considerado la posibilidad de que Mirko trabajara a las órdenes de Belgrado siguiendo los dictados de otro. Moscú parecía estar implicado, y quizá también Oriente Próximo. Eran muchos los regímenes que odiaban a los norteamericanos y a su presidente. Había pensado incluso, por un breve instante, en Cuba. En todos los países que estaban en la lista negra de Estados Unidos. Y aunque no se tratase de quienes ostentaban oficialmente el poder, sí podían ser inversionistas influyentes que alentaban una economía del terror que sacaba provecho de las tormentas que ellos mismos desataban sobre el mundo.
Luego, sin embargo, volvió a convencerse de que Mirko había provocado en ella esos pensamientos porque el encargo venía directamente de Belgrado. Porque ¿qué otra nación que buscara terroristas por encargo iba a escenificar ese llamamiento a su patriotismo? ¿Sería, tal vez, porque temían no poder reclutar a nadie que asesinara a Bill Clinton?
¿Y por esa razón iban a buscar a una patriota?
¡Era ridículo! ¡Inconcebible! Había un montón de personas a quienes les hubiese encantado meter bajo tierra al señor de la guerra preventiva. Los fundamentalistas religiosos en todo el mundo, por ejemplo; ellos, solamente, eran un potencial casi inabarcable de terroristas que habrían visto en un propósito así casi un acto sacramental. No había entre los terroristas mucha gente como Jana, pero Mirko hubiese podido encontrar a otros parecidos a ella en los campamentos del GIA, en Argelia, entre los hombres de Hezbolá, o incluso en los asentamientos de judíos ultraortodoxos.
Jana había estado moviéndose dentro de un círculo. Ningún rastro que no condujera a Serbia tenía sentido alguno. Por último, ella se había mostrado demasiado dispuesta a dar prioridad a la pista serbia.
Ningún rastro que no condujera a Serbia…
¿Y qué sentido tenían esos rastros que conducían a Serbia? ¿O a Moscú, de donde había salido el láser?
Mirko lo sabía todo sobre la cumbre. Información interna de los americanos. Era lo que se esperaba de un maestro del espionaje. Pero ahora aquellos conocimientos aparecían bajo una nueva luz.
Una sospecha comenzó a aflorar en Jana. Una idea monstruosa.
—¿Y por qué no los americanos? —dijo Kuhn, en tono quejumbroso—. El mundo está en manos de empresas. ¿No ha oído usted decir que la Organización para la Liberación de Palestina ha sido comprada por el Mossad? El IRA pertenece ahora al grupo Disney. Despierte, Jana.
Ella no lo escuchaba. Sus pensamientos se le agolpaban en la mente.
—¿Quiénes son los hombres que están detrás de Mirko? —le preguntó al agente—. ¿Qué se esconde detrás del Caballo de Troya?
—Dentro del Caballo de Troya, Jana —la corrigió Kuhn, alegremente—. El caballo es hueco. Ellos no te acogieron dentro. Tú sólo debías abrirles las puertas al jamelgo.
El agente hizo un gesto negativo con la cabeza. Parecía perder fuerzas lentamente. El color de su cara había pasado del blanco al gris.
—No lo sé —respondió con tono apagado—. De verdad, no lo sé… Lo juro. Drake lo sabe… Mirko.
—Mirko fue el que me encargó a mí el trabajo —le gritó Jana—. Y ahora intenta matarnos a todos. ¿Qué crees que debo hacer? ¿Salir ahí fuera y preguntarle?
—Mirko… Él…
—¿Quién es Mirko, maldita sea? ¿Quién es ese hijo de puta en el que confié?
—Dra… Drakovic. —La pronunciación del agente se hacía cada vez más incomprensible. Hacía pausas más largas cuando hablaba—. Su nombre correcto… Nació en Serbia… Creció en Estados Unidos. No sé… nada más. Se llama… Él era… un agente doble. Espió para los rusos. Cambió de bando. En algún momento, hace mucho tiempo. Él… Dicen que reveló algunos secretos a la CIA… Su carrera… La CIA, luego… el Servicio Secreto…
—Eh, Jana, ¿qué estoy oyendo? —dijo Kuhn, gimoteando—. ¿Trabajas para el Servicio Secreto? ¡Diablos!
—Cállate de una vez —lo increpó Jana.
—No se preocupe demasiado por eso —dijo Silberman, era la primera vez que se le oía desde el tiroteo. Con paso torpe, se acercó cojeando y miró al agente—. La gente como Mirko engaña a muchas otras personas. Hay algunas decisiones sorprendentes sobre ciertas personas en la historia de la CIA, y también en la del Servicio Secreto, ¿no es así? Expertos en terrorismo, antiguos agentes del otro bando, extranjeros. Gente valiosa. A menudo eran americanos de pura cepa. No podemos confiar ni en nosotros mismos. A principios de los años noventa, el agente de mayor rango en la CIA fue desenmascarado como agente doble, y el tipo era oriundo, creo, de Chicago. Pasó años diciéndoles a Reagan y a Bush padre que la Unión Soviética era mucho más poderosa de lo que era, y todos cayeron en la trampa. Llegamos a invertir miles de millones de dólares en la protección contra un imperio que un buen día se desmoronó como un castillo de naipes.
El agente intentó incorporarse, pero se desplomó en el suelo como un saco de patatas.
—Si quiere obtener una respuesta, Jana —dijo Silberman mientras observaba cómo el cuerpo del hombre se deslizaba por la pared—, mire hacia mi país. Tenemos una larga tradición en lo relativo al asesinato de nuestros presidentes. ¿Qué le sorprende entonces? —El corresponsal de la Casa Blanca se dio la vuelta y extendió los brazos—. De todos modos tengo que admitir que preferimos cometer esos magnicidios rituales nosotros mismos, en lugar de encargárselos a extranjeros. Ustedes ocasionan demasiados gastos y, al final, fracasan.
—¿Y qué pasa con este hombre de aquí? —preguntó Wagner mirando al agente inconsciente—. ¿Por qué esta gente quiere asesinar a su presidente?
—¿A quién se refiere? ¿A ese pobre rastrojo humano que todavía no ha comprendido que ya no podrá rascarse más con la mano derecha? Es difícil decirlo. Creo que forma parte de una red. Los organismos oficiales están infiltrados por esas redes. De extremistas, nacionalistas, racistas. O quizá sea, sencillamente, un asesino a sueldo que quiere mejorar el magro salario que le ofrece el gobierno. La cuestión es quién está al final de la red. Esta de aquí es la tropa de Mirko, pero Mirko sólo se ha dejado instrumentalizar. Si usted conociera mejor las condiciones políticas en Estados Unidos, podría encontrar miles de respuestas posibles.
—Pero yo quiero saber —dijo Jana con vehemencia—. ¡Quiero saber a quién debo esta traición!
—No entenderías nada —dijo Kuhn, lentamente.
—¿Qué?
—Aun cuando lo supieras, no podrías hacer nada. —Kuhn jadeó y bombeó aire a sus pulmones, presa de fuertes dolores—. Estados Unidos es un país tan desconocido para ti como Serbia para el presidente norteamericano. Vosotros no os diferenciáis en nada. ¿Cómo pretendes encontrar a los malos si ni siquiera conoces a los buenos? Anda, ve y prepáranos un café. El café de hoy estuvo bueno, pero, por favor, deja en paz la política, ¿de acuerdo?
—No sé de qué hablas —dijo Jana, haciendo un esfuerzo para dominarse. Kuhn, sin proponérselo, le estaba haciendo daño; ella no había querido que Gruschkov lo golpeara de ese modo, casi hasta matarlo, pero el editor ya empezaba a sacarla de quicio.
—No, él tiene razón en lo que dice —dijo Silberman. Su voz era firme, y sólo el temblor ocasional de los músculos de su rostro revelaba que sentía dolor—. Y eso es lo triste. Estamos todos sentados en esta nave por culpa de ciertos errores trágicos. Su error, Jana, comenzó hace cientos de años y ahora encuentra su final provisional en el fracaso de un nacionalista despótico que ha violado a su propio pueblo continuamente con su propia historia. Nuestro error consiste en que confundimos la sociedad mundial con la sociedad de los medios de comunicación. Creemos seriamente que podemos recetar a la gente nuestros valores sin informarnos antes sobre su vida, sus particularidades, su cultura y su historia; y si observa usted más detenidamente, comprobará que ni nosotros mismos tenemos valores muy bien definidos. Estados Unidos está ante una profunda discrepancia, y los propios norteamericanos son su peor enemigo. Tiene que entender eso si desea buscar a los traidores.