—Esto estuvo bien. Muy bien. Muchas gracias.
El presidente estaba radiante. Guterson también. Por lo menos, en su fuero interno, ya que la noche por fin había terminado. Por un pelo estuvieron a punto de organizar una cumbre improvisada, después de que la policía alemana llamase a la taberna y anunciara a Gerhard Schróder. Pero Schroder no vino. En su lugar, el tabernero le regaló a Clinton una ronda, y el presidente escribió en el libro de invitados lo excelente que había estado la comida, y firmó con el nombre de William J. Clinton. Podía notársele el entusiasmo. John Kornblum no parecía querer expresarse del mismo modo sobre los manjares que le habían servido, pero tampoco se lo pidieron.
Pagaron la cuenta. Clinton había bebido sobre todo Afri-Cola, la variante alemana de la vieja y buena Coca-Cola americana. Quizá fuera mejor así. Una
kölsch
había bastado para que le siguiera los pasos a Kennedy. Pudo oírse claramente en el ambiente, con esa sonrisa que sabe que está escribiendo la historia:
—Soy una
kölsch
[16]
.
Guterson sólo chapurreaba algo el alemán, pero ni siquiera a él se le había escapado dónde radicaba el error. ¡Que Kennedy, en su momento, se declarara como un berlinés, era historia! Que durante su visita a la ciudad de la catedral en 1963 hubiese gritado a los colonenses reunidos delante del ayuntamiento el «Kolle Alaaf» era algo ya legendario. Pero la confesión tardía de Clinton de que era en realidad una cerveza destacaba como un gesto patético y burdo.
Era el pequeño error que tantas cosas destruía. Guterson pensaba que Clinton podía ser un personaje magnífico, fuera de toda duda, sin la necesidad de estar imitando todo el tiempo al ídolo de su juventud. Estaba claro que el afecto que la ciudad de Colonia le dedicaba ahora al presidente tenía ciertos paralelos con JFK. Desde Kennedy, ningún otro político en Estados Unidos había luchado tan continuadamente por el cargo más alto del gobierno y había ganado. Al igual que Kennedy, el presidente era un hombre calculador que se movía por la delgada cuerda floja entre lo prohibido y lo justificable. Había liberado a Estados Unidos del aislamiento, era un portador de esperanza que arrojaba una larga sombra amoral y que, por tal razón, tenía que fascinar a cualquier pecador potencial. Como Kennedy, Clinton era también un optimista irremediable, por eso los dos habían sabido venderse tan bien. Clinton estaba convencido de que, en secreto, hasta los más recalcitrantes republicanos como Newt Gingrich o Pat Buchanan querían forjar una base común con él, por no hablar de gente como Yasser Arafat o Hafez al-Assad, y esa base sólo había que encontrarla. De manera impulsiva, tendía a la tolerancia y al equilibrio, algo que le proporcionaba votos, pero que, a la vez, le traía su mayor problema. Si había algo que Bill Clinton no sabía hacer —y en eso también se parecía mucho a Kennedy—, era valorar adecuadamente a sus enemigos. Ambos eran luchadores y, al mismo tiempo, jugadores, populistas que actuaban al límite y que lo apostaban todo a una carta, sin saber muy bien a quién tenían sentado delante.
El primero de ellos había perdido al final. Lo había perdido todo, hasta la vida. A cambio había entrado en el Olimpo de los intocables, algo que compartía con los más grandes de la historia. Si el ataque con el láser estaba verdaderamente destinado a Clinton, el pobre arribista de Arkansas hubiera seguido a su ídolo y entrado en una especie de antesala. A pesar del escándalo Lewinsky, la mayoría de los norteamericanos observaron la manera de proceder de Starr contra el presidente con escepticismo y aversión. A casi todos les parecía que era asunto del presidente lo que él hiciera con su puro. Los amoríos de JFK no le habían impedido al presidente manejar la crisis de Cuba, ¿por qué, entonces, las inofensivas aventuras de Clinton iban a impedirle sacar a Estados Unidos de ese negro agujero psicológico en el que esa potencia mundial había caído después del colapso de la Unión Soviética?
Como en el caso de Kennedy, fueron precisamente las mujeres —a pesar o gracias a sus instintos expuestos a la luz pública—, las que le sostuvieron a Clinton su cetro presidencial. A ellas les debía su reelección. Hubiesen sido ellas las que más habrían sufrido por él si hubiese llegado a ser víctima de ese atentado, ya que ellas, en esencia, aceptaban mucho mejor las aventuras amorosas de Clinton que la policía moral de Starr, que pretendía llevarlas de vuelta a los oscuros abismos del colonialismo, a las hogueras y el aislamiento puritano. En esencia, era lógico que Clinton debiera los aspavientos en torno a su persona en la taberna Malzmühle no a los colonenses, sino a un grupo de turistas estadounidenses del sexo femenino.
Tal vez si la catástrofe hubiera llegado a ocurrir ese día, Clinton, de manera postuma, hubiese recibido un poco de amor incluso de sus enemigos. Sólo que la honra quedaba reservada a Kennedy. Ahí terminaba el paralelismo. Clinton soñaba un sueño histórico. El de los acuerdos de paz bajo su patronato, el de la solución del conflicto de Oriente Próximo, el de la inmortalidad. Kennedy había encarnado ese sueño. La historia no se repetía, por mucho que uno se esforzara en que así fuese.
Eran las once cuando salieron a la calle. El presidente saludó a la multitud y desapareció en su limusina Lincoln; luego emprendieron el viaje de regreso, mientras que el puente de Deutz era cerrado una vez más y se suspendía la navegación. «Bueno, ¿y qué?», pensó Guterson.
De ese modo, por lo menos, los colonenses se acostumbrarían a lo que les esperaría los próximos días. Si querían tener a Clinton, tendrían que aceptar también al Servicio Secreto, a la CIA y al FBI. Aunque, tampoco podían sentirse felices con eso. Por muy relajada y amable que hubiese transcurrido en esencia la colaboración con la policía alemana, algunas de las conversaciones previas habían tenido rasgos menos amables. Las fricciones con el FBI, por ejemplo, al que le importaban poco —eso había que admitirlo—, los derechos jurisdiccionales. O cuando exigieron que evacuaran todo el centro de la ciudad para Clinton, o por lo menos que fijaran un trayecto exclusivo desde el ayuntamiento hasta el Museo Romano-Germano. La policía federal se había puesto furiosa. Todos recorrerían ese trayecto, el primer ministro francés, el italiano, el canciller, el japonés, ¿por qué no también Clinton? Habían intentado aclararles a los alemanes que Clinton era el presidente de Estados Unidos, que no era el francés o el japonés, pero la parte opuesta se mantuvo en sus trece. De vez en cuando habían sido como en un bazar. Regateos, acuerdos de toma y daca. El Servicio Secreto había insistido en que, durante la foto colectiva de la Cumbre del G-8 en la plaza Heinrich Boíl, pasaran vagones de trenes por el puente de los Hohenzollern, a modo de paneles que obstruyeran la visibilidad; que Clinton jamás viajara en vehículos accionados por cables ni pasara por debajo de ellos, lo cual cobró rasgos de pesadilla para los organizadores, teniendo en cuenta la presencia de ocho mil periodistas y otros miles de kilómetros de tendido eléctrico; que la limusina de Clinton sólo aparcara en el lado derecho de una calle o de una rampa de acceso, y que el Servicio Secreto, si así lo deseaba, pudiera echar por tierra todo esto en cuestión de segundos y establecer nuevas reglas.
Por tales razones, se les conocía como una institución que hacía demasiadas exigencias a sus anfitriones. Eran considerados arrogantes y sin sentimientos. Pero lo sabían y les daba igual. Otras naciones no querían entender que el Servicio Secreto hubiera sufrido un trauma, aunque aquellos hombres no hubieran podido hacer nada para impedir lo ocurrido en Dallas. Guterson tenía claro que se equivocaban en el tono con mucha frecuencia. Cada vez que esto había sucedido en las pasadas semanas, los de la policía federal habían reaccionado riendo fríamente y aludiendo a «Ingelheim». Como argumento, «Ingelheim» era como un porrazo. Allí se habían reunido hacía poco Clinton y Schróder. Schróder había estado de pie en el lugar donde tenía que estar para dar la bienvenida al presidente, cuando una funcionaría del protocolo estadounidense le ordenó que moviera inmediatamente su culo de allí y se apartara a un lado. No lo había dicho de un modo tan grosero, pero indicarle al canciller alemán que no podía estar allí de pie, había bastado para crear un montón de problemas.
Había sido una de las escasas ocasiones en las que el Servicio Secreto había tenido un disgusto.
Pero eso también les daba igual.
Guterson miró por la ventanilla. El convoy de coches estaba cruzando el Rin, y por un momento lo conmovieron, de una manera curiosa, la catedral iluminada y la iglesia más pequeña situada delante.
Sostuvo una breve charla con el presidente, mientras doblaban hacia la larga y sinuosa rampa de acceso al Hyatt.
No se había producido ningún atentado. Todos querían el absoluto esclarecimiento de los hechos con todos los recursos a mano, así como determinar quiénes lo habían encargado, pero al mismo tiempo sentían miedo de averiguarlo. Si se confirmaba la sospecha de una participación serbia o rusa, las consecuencias serían terribles. Al mismo tiempo, sin embargo, nadie quería que sucediera absolutamente nada. No en Colonia, la ciudad de la paz. Que no hubiera ninguna grieta en la estructura.
Como siempre, eso seguiría siendo un problema. Un problema suyo y de sus colegas alemanes.
Pero ellos lo resolverían.
—Sí. No. No. Sí.
Wagner tenía la sensación de estar respondiendo una y otra vez a las mismas preguntas, pero quizá todo se debiera simplemente a su incapacidad para explicar lo sucedido.
Sobre todo se sentía cansada, terriblemente cansada. Estaban sentados en la plataforma de un furgón abierto e intentaban ayudar a los policías a entender lo que habían encontrado en esa nave. Casi todo el tiempo hablaba O'Connor. Los hombres que lo interrogaban habían llegado finalmente a la conclusión de que él les proporcionaba las informaciones más precisas, y por eso importunaban a Wagner sólo de un modo esporádico. Uno de esos policías era Bar, el comisario principal del aeropuerto; a los otros no los conocía. Se mostraban corteses y considerados, pero, por lo visto, estaban firmemente decididos a alcanzar en pocos minutos un conocimiento amplio del tema.
Wagner no podía tomárselos a mal. Estaban buscando a Jana.
Y Jana había desaparecido.
El hecho de estar libre de nuevo y fuera de peligro, dejaba en Wagner algunos sentimientos encontrados. Por un lado, sentía un alivio casi indescriptible; por otro lado, en cambio, la embargaba una indiferencia plomiza. Era algo normal, pensaba Kika, probablemente sus nervios se hubiesen desenchufado o algo por el estilo. La mente y el cuerpo querían estar en paz. Autoprotección. Ésa era su interpretación. Recostada en O'Connor, escuchaba indiferente cómo el físico describía el plan que había concebido junto con la terrorista, cómo habían vestido con las ropas de ella al agente más pequeño y lo habían cubierto con una peluca, mientras Jana se embadurnaba de sangre y se ponía la ropa del muerto. Aquella mascarada era casi ridicula en su torpeza, un travestismo macabro. Mirko no pudo darse cuenta de inmediato, porque no había esperado encontrar otra cosa al entrar. En su memoria, los dos agentes yacían allí donde los encontró. Su atención estaba concentrada en otras cosas, no en un amasijo de carne sanguinolenta que yacía allí, retorcido, con un brazo cubriendo parte de la cabeza, y que, obviamente, era uno de sus hombres.
La mirada de Wagner recorrió el otro lado de la calle. Veinte minutos después de que O'Connor llamase a Lavallier, la empresa de transportes se asemejaba a un polígono de pruebas para las distintas unidades de policía. En la calle había aparcadas varias furgonetas. Habían traído infinidad de reflectores. El portón estaba abierto de par en par, permitiendo la visión de la agitada actividad que tenía lugar en el patio y dentro de la nave. Hombres uniformados entraban y salían constantemente, los equipos rastreadores de huellas examinaban los dos camiones, el YAG y todo lo que se les pusiera por delante. Entre los coches policiales había aparcadas, atravesadas en la acera, dos ambulancias. Los médicos y los enfermeros habían desaparecido en la nave y no habían vuelto a aparecer. Lo último que Kika había oído era que, por lo visto, tenían algunas dificultades para trasladar a Kuhn. Tenía varias lesiones internas y fracturas, y estaba inconsciente. No podían decir con exactitud cómo reaccionaría su cuerpo si lo movían. Luchaban por su vida. Eso era todo. Silberman estaba a su lado, ya que habían podido tratar sin mayores problemas su rozadura de bala. El agente superviviente se encontraba ya dentro de una de las ambulancias. Wagner no sabía si lo estaban interrogando, ni siquiera sabía si el hombre estaría en condiciones de escuchar y responder preguntas.
Le daba igual.
Se preguntaba si podría olvidar alguna vez aquella visión de la nave. Si por lo menos podría relegarla lo suficiente en su conciencia, de modo que aquellas imágenes no la visitaran en sueños. En un arranque de autoflagelación, intentó rememorar cuántos cadáveres había allí dentro, pero no lo consiguió. Su sano juicio se negó a meditar sobre el tema, y ella, agradecida, lo dejó levantar esas barreras.
Lo único que la hacía realmente feliz era el no tener que haber matado a Mirko. Había fallado. La certeza del fracaso le había hecho sentir un escalofrío de horror y de miedo en la espalda, pero, a la larga, aquel disparo fallido se revelaba como una bendición. Quizá en el futuro se despertaría en medio de la noche empapada en sudor y gritando, pero por lo menos no sería por culpa de un hombre al que ella le hubiese quitado la vida. Aunque ese hombre se llamara Mirko y fuese un monstruo.
—¿Cuándo podremos irnos a casa? —preguntó Kika.
Bar sonrió.
—En cuanto hayamos acabado aquí —le dijo el comisario—. Lo siento mucho, pero mientras tanto debemos pedirle que esté a nuestra disposición.
—Ya se lo hemos contado todo en tres ocasiones.
El policía hizo un apunte en un cuaderno sin prestar atención a lo que ella decía.
—Todavía no tengo muy claro el lugar donde Jana… No, usted ha dicho que su nombre es Sonja. Sonja… Ayúdeme con el apellido.
—Algo con K. Ya no lo recuerdo. Sólo lo mencionó una vez.
—Sí, correcto. Pero lo que me asombra es que ninguno de ustedes haya visto el momento en que ella salía de la nave.
—Teníamos suficientes cosas que ver —dijo O'Connor.