—Dígame quién está detrás de Mirko.
—No lo sé. —El corresponsal hizo un gesto negativo con la cabeza—. En mi país hay dos bandos. Ningún otro presidente ha estimulado eso tan claramente como Clinton. Cada paso que ha dado en el sentido de la liberalización le ha granjeado un odio mayor de los reaccionarios. La mayoría de los republicanos no esperan nada de un presidente que permite que los homosexuales entren en el ejército, cuando existe una ley vigente todavía en Texas que clasifica a los homosexuales como enfermos mentales y cuando el sexo oral dentro del matrimonio está prohibido en uno de cada tres estados de la Unión. En opinión de esos señores, el presidente despoja al americano de su dignidad. Ofende su sentido de la decencia debido a sus escándalos sexuales y pretende cambiar la legislación sobre los armamentos. Los salarios bajan, los obreros no recuperan sus antiguos trabajos, sus mujeres tienen que trabajar más duramente. El hecho de que las mujeres tengan que traer el dinero a casa, fastidia a los chicos que habitan en las profundidades de Tennessee, Georgia, Mississippi, Oklahoma, Arkansas, Wisconsin, y para colmo, ¡Clinton pretende despojarlo de sus cañones, de modo que alguien así tiene que desaparecer!
—Es como si Schróder quisiera prohibirles a los alemanes que folien —dijo entre risitas Kuhn—. O mucho peor, que les prohiba tener erecciones.
—¿Usted pretende entonces —dijo Jana, poniéndose al acecho— que los republicanos fueron los que le encargaron el trabajo a Mirko? ¿Y a mí, a través de él?
—Las cosas no son tan sencillas, Jana. Resulta endemoniadamente difícil decir de qué bando ha salido Mirko. ¡Yo podría ofrecerle todo un elenco de instigadores! Clinton ha sido perseguido como no lo ha sido jamás ningún otro presidente antes que él, y Kenneth Starr es únicamente el sabueso al que otros han azuzado. En su séquito encontramos una justicia corrupta que se ha dejado utilizar con fines políticos. Jueces fascistoides. Fiscales ultraconservadores, mamarrachos de internet, extremistas religiosos, fanáticos predicadores mediáticos que hacen llamamientos a la resistencia pública, equiparan a Clinton con el mismísimo diablo y pretenden exorcizar al demonio de la Casa Blanca; ¡imagínese todo eso en Alemania, imagínese a Schróder encarnado como el mismísimo Lucifer en todos los canales de televisión! Y luego tenemos a Paula Jones, la mujer a la que, supuestamente, Clinton le mostró el nabo hace algunos años; esa mujer está librando desde hace años una increíble guerra a pequeña escala contra el presidente, una guerra que ella no podría financiar si no aparecieran siempre, como por arte de magia, fondos y abogados dispuestos a respaldarla. También ella está siendo instrumentalizada por las verdaderas personas que odian a Clinton, así como los simples y decepcionados obreros, los racistas violentos y toda la escena de extrema derecha.
—Son todos grupos fragmentados —dijo Jana, furiosa—. Los conozco. Ninguno de esos grupos podría encargar una operación así.
—No se trata de lo que ellos puedan o no hacer, Jana. Se trata de quién los manipula. ¿De dónde sale el dinero que financia a esa gente? ¿Quién los financia?
Jana guardó silencio.
—El problema con nuestra extrema derecha no es que sean muchos —continuó Silberman—. Haciendo una comparación general con el total de la población, son cada vez menos. La mayoría de los estadounidenses son personas decentes y buenas. Estoy seguro de que en Serbia las cosas no son diferentes. Los cabezas rapadas en Alemania no deben depararnos mayores dolores de cabeza. Lo preocupante es quién controla y utiliza a toda esa gente, y ése es el capital. Sin embargo, rendimos un culto reverencial al capital, por lo tanto, preferimos dedicarnos a diagnosticar los síntomas. Tampoco usted, Jana, es el problema. Usted ni siquiera sabe para quién trabaja. El problema es que los que encargan la operación en la que está usted involucrada, son sobre todo inversionistas, lo cual quiere decir que tienen suficiente dinero. Por lo tanto, ellos representan el factor decisivo en la ideología del capital, la ideología que todos seguimos, gozan de respeto, tiene poder e influencia, son gente de bien que no pueden dejar de tener razón, de lo contrario serían pobres. A la larga, todos los países tendrán problemas con sus extremistas, si las naciones sólo se dedican a cazar chivos expiatorios y se niegan a buscar a los verdaderos monstruos entre las clases mejor establecidas y a reflexionar sobre la omnipotencia del capital. Como usted ve, se puede comprar hasta la muerte del presidente de Estados Unidos. Se compra a Mirko, y él la compra a usted.
—Hay miles de razones para dar una buena lección a vuestros pulcros Estados Unidos.
Süberman había hablado con vehemencia. Pero ahora estaba muy callado. De repente parecía abatido. —¿Cree usted eso realmente? —preguntó.
—Sí. ¡Vuestro maldito y arrogante Occidente!
—¿Y cuántas razones puede tener alguien que en los últimos meses y años ha visto en televisión cómo se arrojan bombas sobre su país?
Se hizo un breve silencio.
—¿Acaso no van a acabar nunca esos errores? —suspiró Süberman—. No son los americanos los enemigos de los serbios, ni los kosovares, ni los bosnios; y ustedes no son nuestros enemigos. Los rusos tampoco eran los enemigos de los alemanes, ni los franceses. El enemigo es siempre la ceguera dentro del propio país, nuestra incapacidad para ver el fondo de las cosas, la precipitada aceptación de ideologías gratuitas. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de Vince Henrik?
—¿Henrik?
—Un multimillonario de Knoxville. Es editor de varios periódicos radicales que defienden la ley y el orden. Proviene de una famosa familia de industriales. Se lo considera el padrino del conservadurismo estadounidense y es el más generoso promotor de los republicanos. Se estima que su patrimonio asciende a cien mil millones de dólares, y sus contactos llegan hasta la cúspide, y probablemente también hasta muy abajo. Si uno observa detenidamente, comprueba de repente quién paga a los abogados de los que odian a Clinton y quién financia a Kenneth Starr. Pues, Henrik, ese amable y viejo señor con arrugas alrededor de sus ojos azules y su cabellera blanca, parecida a la de un abuelito de los cuentos. El sentido supremo de su vida es destruir a Clinton. —Süberman hizo una pausa; parecía estar agotado—. Henrik es el principal predicador del odio, y se mueve en el círculo de otros hombres cuyos patrimonios son igual de enormes. La industria armamentista no suele hablar bien de un presidente que desea acabar con la Guerra Fría…
—¡La industria armamentista norteamericana debe de haber ganado muchísimo dinero bombardeando a mi país!
—¿Y por eso quiere usted matar a Clinton? Él no tenía ganas de llevar adelante esta guerra. Realmente no lo quería, y eso lo sabe muy bien la industria armamentista. También el
lobby
de las armas está enfadado con él, ya que Clinton no muestra ningún respeto por el espíritu pionero de los padres fundadores. Y los barones del carbón y el acero de Pennsylvania, que desean suprimir el estado social con el que el presidente los amenaza; a todos ellos les gustaría asesinarlo. Y no se olvide del
lobby
del tabaco, que, por cierto, ha elegido al abogado adecuado, el propio Kenneth Starr, quien (no lo olvidemos) recibe el apoyo financiero de Henrik. ¡Henrik por aquí, Henrik por allá! Clinton la ha emprendido contra los valores fundamentalistas de Estados Unidos y, aún peor, contra el capital.
Jana había dejado caer las armas. De repente sintió que todo su valor abandonaba su cuerpo.
—¿Y por qué esa gente iba a enviar a un comando serbio? —preguntó con voz sorda.
—No lo sé —dijo Süberman.
O'Connor se carraspeó la garganta.
—Yo no entiendo nada de política —dijo lentamente—, pero…
—No es tan así, Liam. No lo diga de ese modo —lo sonsacó Kuhn—. A ver, ilústrenos.
—Es sólo una teoría que me ha venido a la cabeza de un modo insistente —dijo O'Connor—. En fin, si el presidente muere, ¿a quién podría atribuírsele su muerte? Casualmente, es en los Balcanes donde la situación está candente. La OTAN ha amenazado con intervenir. Maravilloso. Y habrían sido precisamente los serbios. En caso de duda, también podrían haber sido los rusos, lo que satisfaría aún más los intereses de los asesinos. Ellos pueden indignarse públicamente, pues de nuevo existirían argumentos para la Guerra Fría y para la necesidad general e inevitable de protegerse, incluidas las medidas de castigo. Eso sería bueno para el
lobby
de las armas, para la industria armamentista y para los republicanos. El momento ha sido escogido de un modo ideal, ya que Al Gore no ha tenido tiempo de perfilarse. Correría directamente hacia las bayonetas alzadas de los republicanos, y estos últimos encontrarían cualquier motivo para reducirlo. De modo que el próximo presidente sería un republicano.
—Se contrata a un comando serbio —dijo Silberman, completando la idea—, se le ordena asesinar al presidente, luego se mata a los integrantes del comando y se le sirve a Occidente en bandeja de plata. Todas las pistas conducen a Serbia.
—Y todos tienen lo que querían —concluyó O'Connor—. La industria armamentista tendría una nueva Guerra Fría, y los republicanos tendrían un nuevo presidente.
Jana no quería oír aquello. Repugnada y, al mismo tiempo, fascinada por esa posibilidad, escuchaba atentamente a pesar de todo.
Era la misma sospecha que se había apoderado de ella antes.
De ese modo, todo tendría un sentido.
—Eso suena terrible —dijo Wagner.
O'Connor se encogió de hombros.
—Es sólo una teoría —dijo el físico.
—Desista, Jana —dijo Silberman dulcemente—. La ha tomado usted contra las personas equivocadas. La conjura de la derecha es una conjura de la gente rica. A fin de cuentas, sólo se trata de quién será el próximo presidente. Para ello tienen que destruir no sólo a Clinton, sino su propio cargo. Tienen que debilitar la única institución nacional que todavía puede poner límites a la omnipotencia del capital. Guarde sus armas. Déjenos en libertad y póngase a resguardo antes de que ocurran otras desgracias. O'Connor se paró al lado del corresponsal.
—Ella no puede dejarnos ir —dijo el físico, malhumorado—. Para ello, su amigo americano, el que está ahí fuera, tendría que haber perdido su sentido del humor, y él tiene que actuar. Ella no puede salir y él no puede entrar. ¿No es así? Jana negó con la cabeza.
—Vosotros tampoco podéis salir —dijo ella—. Mirko está presionado por el tiempo. Os matará, y lo hará, en caso de necesidad, con su propia arma.
—¿Y qué tal si, sencillamente, llamamos a la policía? —propuso Wagner—. Tenemos decenas de teléfonos. ¿Qué puede hacer él para impedirlo?
—Eso no se correspondería con mis intereses —dijo Jana, secamente.
—Vaya dilema —comentó O'Connor—. Un final un tanto soso después de un secuestro hermoso y logrado —dijo, colocándose el dedo índice sobre el nacimiento de la nariz; entonces añadió—: Existe, no obstante, una posibilidad gracias a la cual todos podremos salir con vida de algún modo.
—¿Cuál sería? —preguntó Wagner.
—Pues, veamos —dijo O'Connor, que empezó a caminar de un lado para el otro—. No tenemos ningún motivo para seguir encerrados aquí dentro. El problema se llama Mirko, y ese problema lo tenemos todos aquí, cada cual a su manera, ¿no es cierto?
Jana asintió lentamente.
—Correcto.
—Tú quieres escapar. Nosotros queremos vivir —O'Connor se mantenía de pie delante de ella; Jana lo miraba a los ojos y supo en seguida lo que el físico quería decir.
—Muy bien —dijo ella—. Vayamos a por ese cabrón. Todos juntos.
Guterson ya había acudido tres veces a los servicios sin usarlos ni una sola vez.
Lommerzheim, como se llamaba aquel ominoso local en el que, según Van der Ree, la gente se sentaba sobre cajas para devorar chuletones de tamaño monstruoso, se había descartado por sí solo. En realidad, habían reunido rápidamente todas las informaciones sobre el local, el cual, por lo visto, era una leyenda en la ciudad de la gran catedral, y finalmente le preguntaron al jefe del Departamento de Protocolo Alemán si habría allí una mesa libre para veinte personas.
Al hombre que respondió al otro lado de la línea podía entendérsele a duras penas lo que decía. Había respondido con un tono malhumorado, de lo cual se deducía que el local estaba lleno. A continuación, dijeron la palabra mágica que rompía normalmente cualquier tipo de hielo:
—Pero nosotros iremos acompañados del presidente de Estados Unidos.
La respuesta se sucedió rápidamente.
—Sí, y yo soy el emperador de China, no te jode.
Luego, reinó el silencio. Ese silencio sordo y desagradable en el auricular surgido después que alguien ha colgado sin hacer ningún comentario. Guterson no se sintió desdichado por ello. Drake y Nesbit habían ordenado inspeccionar la Malzmühle desde el día anterior, y le habían dado a entender al hostelero que el día siguiente sería bastante estresante. De modo que el convoy de coches se había puesto una vez más en movimiento, esta vez reducido a la limusina presidencial y a algunos todoterrenos blindados, llenos de agentes del Servicio Secreto y del FBI, y seguidos por las limusinas Audi A8 de la policía alemana. Se habían tomado toda suerte de precauciones previas y se había bloqueado el puente de Deutz para el momento en que el convoy lo cruzara. También se paralizó el tráfico fluvial por un tiempo muy breve. En los días siguientes no sería distinto. Cada vez que Clinton deseara cruzar el Rin, ya fuera por razones protocolarias o personales, ningún barco podría acercarse al puente. Eran normas de Estados Unidos.
Hacía un cuarto de hora que Clinton, en compañía de John Kornblum, había llegado a la cervecería Malzmühle. El presidente se había cambiado de ropa en el Hyatt, se había puesto una camisa deportiva de color verde y una chaqueta de color marrón oscuro. Parecía más juvenil que en otras ocasiones, estaba de muy buen humor y no paraba de estrechar manos. Guterson detestaba eso.
Inmediatamente después de su llegada, la policía federal y el Servicio Secreto habían cerrado el acceso a la cervecería. Si por Guterson hubiese sido, todos los clientes habrían tenido que abandonar el local, pero Clinton había insistido en que eso no sucediera. Por lo menos ahora ya nadie podía entrar. Entre tanto, algunos centenares de curiosos se habían agolpado delante de las puertas, junto a grandes contingentes de policías que protegían el área. La taberna estaba a tope. Clinton, Kornblum y Guterson estaban sentados en una mesa de la esquina, rodeados de los incondicionales del jefe de Seguridad, que habían sabido hacerse con todas las mesas de los alrededores. De todos modos, no estaban a más de cinco metros de los clientes habituales más próximos. Curiosamente, al principio casi nadie se dio cuenta de la llegada de Clinton, hasta que algunas damas pertenecientes a un grupo turístico sentado en el salón contiguo, salieron de los lavabos y reconocieron a «su» presidente. A partir de ese momento se acabó la discreción. Clinton hizo una ronda por todo el local, saludando a todo el mundo y firmando autógrafos en los posavasos. Guterson le seguía cada paso. Oía cuchicheos y risas y se daba cuenta que estaban provocados por él y su expresión adusta. En adelante, intentó sonreír también, pero sin tener verdaderas ganas. Clinton, sin embargo, adoraba a la gente alegre, de modo que tenía que disponer de alguna.