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Authors: Gabriel Rolón

Tags: #Amor, Ensayo, Psicoanálisis

Encuentros (El lado B del amor) (19 page)

BOOK: Encuentros (El lado B del amor)
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Los hijos no entienden el porqué de este pedido, ya que su padre, fallecido hace algunos años, se encargó en su momento de comprar dos tumbas contiguas para que ambos descansaran juntos por toda la eternidad.

Cuando el abogado los reúne para hacerles entrega de las cosas de su madre, entre sus pertenencias encuentran una llave que abre una caja dentro de la cual hay tres diarios dirigidos a ellos, en los que Francesca les cuenta el porqué de esta decisión.

Resulta ser que ella era una mujer que vivía en el campo y llevaba una existencia aburrida y monótona junto a su marido y sus dos hijos. Hasta que en cierta ocasión los tres llevan un toro a competir en una feria ganadera a un pueblo cercano y Francesca se queda sola por cuatro días.

En esa circunstancia conoce a un desconocido, un fotógrafo de la
National Geographic
que ha recorrido el mundo y ha llegado hasta la región con la intención de fotografiar los puentes techados de Madison. Le pregunta por el puente Roseman y, como ella no logra explicarle con claridad cómo llegar se ofrece a acompañarlo. Y allí comienza esta historia de amor.

Francesca era italiana, nacida en la ciudad de Bari. Robert le dice que conoce Bari, porque cierta vez el tren en el que viajaba se detuvo en esa estación y, como le pareció tan bella, sintió curiosidad por conocer cómo era esa ciudad, de modo que modificó sus planes y bajó allí para poder recorrerla.

Ella piensa que eso de bajarse de un tren, en un lugar cualquiera, sólo porque resulta atractivo, es algo que jamás se atrevería a hacer y, ante cada nuevo relato, se va deslumbrando por la personalidad de Robert.

Al otro día, muy movilizada por el encuentro, va en su coche hasta el puente al que sabía que él iba a fotografiar y le deja una nota invitándolo a cenar. Esa noche se hacen amantes y ambos sienten que jamás podrán volver a amar de esa manera. No podría ser de otro modo estando en el momento inicial del enamoramiento. Pero mejor dejemos los comentarios para después y sigamos con la historia.

Robert se queda esos días con ella y, cuando se acerca el momento del regreso de su familia, le pide a Francesca que deje todo para irse con él. Ella acepta, prepara las valijas, y todo parece estar dispuesto para que escapen juntos. Pero esa noche, mientras cenan, Robert la mira y comprende que ella no va a dejar a su familia. Intenta convencerla, pero ella le dice que no puede hacerles eso a su marido y a sus hijos.

Antes de despedirse, Francesca le hace el amor, le obsequia un recuerdo familiar, una cadenita que era muy importante para ella y se despiden. Pero él, que no se resigna, se queda un par de días más en el pueblo, esperando que ella cambie de opinión.

El esposo y los hijos regresan y la vida parece retomar su rumbo habitual para todos… menos para ella. En medio de esta historia, en las vueltas al tiempo presente, el director nos muestra cómo los hijos, que se van enterando de todo a medida que leen el diario, pasan de la indignación a la incredulidad, de la decepción a la comprensión y del enojo a la fascinación. Porque esta mamá que había llevado una vida oscura y rutinaria en el fondo escondía una pasión sublime.

Seguramente la escena más recordada de la película sea la famosa «escena de la camioneta».

Francesca va junto a su esposo al pueblo a comprar algunas provisiones. Llueve y es un día oscuro y triste. En un momento ella ve venir la camioneta de Robert y comprende que él se está yendo. El semáforo los detiene y su vehículo queda justo delante del de Francesca y su esposo. Ella lo mira, enamorada, angustiada y, en ese momento, él cuelga algo del espejo retrovisor. Es la cadenita que ella le regaló.

El semáforo se pone en verde, los segundos pasan, pero él no arranca. La está esperando. Le está rogando que se decida. Por un instante Francesca siente un impulso y toma la manija de la puerta para abrirla y correr hacia él. Pero duda. Y cuando está casi decidida, su marido hace sonar la bocina exigiéndole a Robert que arranque y vuelve a Francesca a la realidad. Sus ojos se encuentran por última vez en el espejo retrovisor de Robert, y él arranca, da la vuelta y se va de su vida para siempre.

Ella no puede contenerse y llora desesperadamente, ante la mirada atónita de su esposo que no entiende nada de lo que está ocurriendo.

A partir del relato de sus diarios íntimos, los hijos se enteran de que luego de la muerte de su esposo, ocurrida más de veinte años después, Francesca intentó localizarlo, pero no tuvo éxito. Hasta que un día le llegó una encomienda. Junto a esa caja había una carta que le comunicaba que Robert había muerto y que le había dejado todas sus pertenencias. Además, había pedido que su cuerpo fuera cremado y sus cenizas tiradas sobre el puente Roseman.

El diario de Francesca termina con la siguiente frase: «Le dediqué mi vida a mi familia, quiero dedicarle a él lo que quede de mí».

Al terminar de leer, los hermanos se miran emocionados después de haberse enterado de la historia de amor de su madre, se sonríen y brindan en honor a esta mamá que desconocieron toda la vida y resuelven cumplir con su deseo.

La película es ciertamente emotiva, pero desde el punto de vista psicológico diría que es una historia casi siniestra. Porque no es más que la vida de una mujer que tuvo sólo cuatro días de pasión y que luego esperó a morirse durante cuarenta años para que sus cenizas se unieran con las del hombre que había amado y al cual no vio nunca más.

Esto que le ocurrió a Francesca es una enfermedad que se llama Melancolía, y sobre la que no voy a explayarme porque también escapa a la intención de este libro, pero quiero plantear que el afecto melancólico sumerge al sujeto en un estado enfermo y sufriente.

Que alguien durante cuarenta años lo único que espere sea morirse para ser cremado y que sus cenizas se unan a las de una persona que vio solamente cuatro días hace ya casi medio siglo, no podemos decir que sea una buena vida.

Pero la película nos plantea además el tema de la infidelidad como algo que no es en sí mismo ni bueno ni malo. Porque ocurre que cuando los espectadores ven la escena de la camioneta que acabamos de describir, todos están rogando para que ella se baje y se vaya con el otro, para que abandone a su esposo y a sus hijos y se juegue por su historia de amor.

Sin embargo, no creo que esa actitud sea el fruto de una toma de partido en favor de la infidelidad, sino que es el resultado de haber estado en presencia de una verdadera pasión, del deseo, de eso que la protagonista, Francesca, había descubierto en su contacto con Robert y que era lo único importante que, como mujer, le había pasado en la vida. Y cuando digo como mujer, lo hago para marcar una separación de roles, porque como madre también le habían pasado cosas muy fuertes. Esos dos hijos eran fundamentales para ella, y también lo era su esposo. Un buen hombre al que quería y respetaba y al que cuidó hasta el último de sus días en su lecho de muerte.

Francesca es una buena mujer, su esposo y Robert dos buenos hombres, y tal vez por eso la película muestre que el tema de la infidelidad es más complejo de lo que comúnmente se piensa y que no siempre se puede poner a los buenos de un lado y a los malos del otro.

Amor e infidelidad

De todo lo que hemos venido exponiendo surge con claridad cómo la infidelidad pone el acento sobre el amor y el deseo como dos afectos que, aunque comúnmente pensamos que van de la mano, tienen profundas diferencias. Y es que se trata de emociones complejas y, como tales, tienen su origen en la infancia.

No hay amores más serios que los que se tienen de niños. Los adultos tenemos la costumbre de minimizar los afectos infantiles sin darnos cuenta de que son tal vez más fuertes, más importantes, tienen menos filtro que los afectos de un adulto.

Retomo la frase de Discépolo: «Si yo pudiera como ayer querer sin presentir». Los adultos presienten. Cuando se enamoran, ya saben que se puede terminar, que los pueden engañar, que ellos también pueden hacerlo, que el deseo puede desaparecer y sobre todo saben algo que es fatal para la idea romántica del amor, y que es el hecho de haber comprobado que de amor, si no se está loco, no se muere nadie. Situación encarnada en la frase que, dos o tres años después, dice alguien que creía que iba a morir de amor: «yo no entiendo cómo pude haber sufrido tanto por una persona así».

Infidelidad e infancia

Viendo la importancia que las vivencias infantiles tendrán sobre estos temas, recuerdo a un paciente al que le costaba mucho creer en las mujeres. Cada relación era un padecimiento, porque todo el tiempo tenía la sensación de que iba a ser engañado. Y no se trataba de un celoso. Por el contrario, era un hombre muy seguro de sí mismo, exitoso, atractivo, pero sin embargo no podía evitar eso que él llamaba un presentimiento.

Entonces le dije que tal vez lo que él tenía no era un presentimiento de algo que podía ocurrirle en el futuro, sino un recuerdo olvidado de algo que le había ocurrido en el pasado.

Estábamos trabajando sobre este tema cuando vino a una sesión conmovido, lleno de asombro y muy avergonzado. Le pregunté qué le había ocurrido y me dijo que había ido a una reunión que se había hecho en el colegio en donde cursó sus estudios primarios. Era el aniversario del establecimiento y, aunque no era un hombre que hacía un culto de la nostalgia, tuvo ganas de ir y pasar un rato.

Pues bien, sucede que mientras hablaba con algunas de las personas que habían concurrido a la fiesta le pregunta a una mujer, que no había sido compañera suya, si era del barrio. Y ella le dijo que sí, que vivía en tal lugar, enfrente de un taller mecánico y que su padre tenía un negocio que se dedicaba a la venta de muebles.

Mi paciente se puso blanco y le preguntó: «Entonces ¿vos sos Claudia?» Ella le respondió que sí y él, sin poder retener una inexplicable y repentina angustia, le dijo que ella había sido la causante de que él no hubiera podido confiar nunca en ninguna mujer en su vida.

La señora no entendía nada y él le recordó quién era, cosa que ella recordó no sin cierta dificultad. Y le dijo que cuando tenían cinco años ambos eran novios hasta que un día, cuando salió a hacer un mandado, la encontró dándole la mano a otro chico del barrio.

En ese momento, mi paciente recordó que no pudo llegar al almacén, que volvió corriendo a su casa y se encerró en su cuarto a llorar y que después de ese hecho no recordaba nada más de su infancia hasta los catorce años.

Al contarme esto él estaba avergonzado por el momento que le había hecho pasar a una mujer de cuarenta y cinco años por algo que había hecho a los cinco y de lo cual ella no recordaba nada. Pero para él había sido un momento traumático, algo tremendo y, justamente, en la edad más importante por ser la que corresponde al momento cúlmine de lo que llamamos Complejo de Edipo.

Desde ese suceso en adelante, la idea que a él le había quedado inconscientemente era que el amor siempre conduciría al engaño y al dolor y por eso sus relaciones eran poco comprometidas o sufrientes. Casi podríamos decir que su vida emocional había quedado marcada por el registro de la infidelidad.

Intuyo que muchos seguirán pensando que se trata de un hecho menor, pero déjenme decirles que en pocas etapas de la vida, el amor, el abandono, la soledad y el engaño se viven con tanta potencia y con tan poca posibilidad de defenderse de la angustia como en la infancia.

Hace poco tiempo una mujer me hablaba de su hijo, un chico que invadido por toda la cuestión de la sexualidad infantil, que es tan fuerte, se pasaba todo el día espiando por la ventana a la vecinita que tanto le gustaba, y que cuando llegaba la hora de ir al colegio se ponía nervioso porque la iba a ver. Me dijo también, que el chico estuvo durante casi seis meses llevando en su bolsillo un alfajor que nunca se animo a regalarle. El hijo sufría y ella, sonriente, como si fuera una tontería me decía: «No sabés… lleva el alfajor y lo trae de vuelta… y se encierra, y llora… pobrecito». Ella no comprendía la potencia afectiva de lo que le estaba pasando a su hijo.

El chico sufría mucho. Y es comprensible que así fuera, porque estaba enamorado y el amor, como dijimos, coloca a alguien en una situación de peligro. Pues bien, lo mismo podemos decir del deseo. Porque el que desea se encuentra movilizado a ir imperiosamente en busca del objeto que origina este deseo y, movido por esa fuerza que lo atraviesa, es capaz de correr riesgos.

Hay quienes buscan la tranquilidad intentando convencerse de que ese amor o el deseo durarán toda la vida. Pero ya hemos dicho que en estos asuntos no hay certezas posibles.

Al comenzar este libro hablamos de Oscar Wilde, de su libro
El retrato de Dorian Gray
y recuerdo un párrafo más, que me gustaría citar.

Luego de una conversación acerca del amor que tiene con lord Henry, Dorian se encuentra intranquilo, siente que lo que dice ese hombre es cierto pero que le abre las puertas de un mundo oscuro y lleno de dudas. En este estado algo angustioso lo mira y lord Henry, que parece percibir los pensamientos de su nuevo amigo, le pregunta: «¿Se alegra de haberme conocido, señor Gray?» y Dorian le responde: «Sí, ahora sí, pero me pregunto si me alegraré siempre».

«Siempre.»

Una terrible palabra que pone de manifiesto la búsqueda vana de una certeza imposible, o la repetición dolorosa de una elección enferma. Sin embargo, son muchas las personas que echan a perder todas sus historias de amor intentando que duren para siempre.

Comprendo que es casi inevitable que este deseo surja en el comienzo de una relación. Conocemos a alguien y empezamos el juego de la seducción, sacamos nuestras mejores joyas, tratamos de ser más inteligentes de lo que somos y más comprensivos de lo que podremos ser dentro de un tiempo.

En ese jugueteo mostramos lo mejor que tenemos para intentar convencer al otro de que nada mejor le puede pasar en la vida que estar con nosotros. Y en ocasiones lo logramos, aunque a veces el engaño dure poco. Porque consciente o inconscientemente prometemos dar lo que no tenemos y luego, más tarde o más temprano, se revelará la impostura.

Hay quienes se confiesan poco interesados en esta idea de tener una pareja para siempre; quienes sostienen que viven el momento porque «total ¿quién les quita lo bailado?» Lo dicen la primera vez, lo dicen la segunda vez, lo dicen la tercera vez, pero a la cuarta protestan: «No me llamaste en toda la semana».

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