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Authors: Gabriel Rolón

Tags: #Amor, Ensayo, Psicoanálisis

Encuentros (El lado B del amor) (22 page)

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La otra manera de sostener el modelo es cambiar de lugar pero no de reglas. Es el caso de aquellos que, habiendo sido golpeados, ahora son golpeadores. Es decir que repiten la forma de vincularse a través de la violencia, pero mudan su lugar de agredidos a agresores.

Pero ¿puede alguien que vivió esas situaciones traumáticas cambiar su destino de violencia por otro con reglas más sanas y menos dolorosas?

Como dijimos, es la obligación de un analista evaluar en cada caso la posibilidad de si eso es o no posible y trabajar con su paciente para torcer lo que parece inevitable. Para lo cual hay que recorrer un camino arduo que lleva muchas veces a cuestionar a los padres, lo cual suele generar mucha angustia en los pacientes.

No es nada sencillo reconocer que se ha tenido unos padres enfermos. Por lo general, la tendencia es justificarlos ya sea aludiendo a su ignorancia, o al hecho de que trabajaban mucho y llegaban cansados y por eso tenían poca paciencia, o que ellos a su vez habían tenido que pasar por una infancia difícil.

Pero el primer paso que debe dar quien quiera escapar de ese modelo es reconocer que en esa dinámica vincular con la que se criaron algo estaba mal y permitirse la sensación de enojo o incluso la vergüenza que aceptar esto pueda generar.

Cierta vez estaba trabajando con un paciente que había tenido una infancia difícil en un hogar con mucha violencia psicológica. En ese punto del análisis él había comprendido que repetía, aunque a su manera y de un modo mucho más sutil, aquellos mecanismos agresivos y recuerdo que en una sesión en la que estaba muy angustiado hablando del tema, me preguntó: «¿Y qué debería hacer, entonces… olvidarme de mis padres y cortar mi relación con ellos para siempre?»

Decía Borges que sólo una cosa no hay, y es el olvido. Comparto esa sentencia y digo, junto a Freud, que recordar es la mejor manera de olvidar. De modo que consideré que su pregunta aludía a un hecho imposible de conseguir, ya que nadie puede ignorar voluntariamente su historia. No es posible olvidarse de los padres pero, lo que sí alguien puede hacer, es asumir que ha tenido unos padres enfermos, que se relacionaron a partir de la agresión y el maltrato y decidir que ese tipo de relaciones no son las que desea y elige para su vida actual.

Ese mismo paciente me decía que no podía alejarse, no verlos más y decir: «listo, ya está, no tengo más padres». Y mi intervención fue aclararle que no se trataba de eso, porque hacerlo sería una negación, un mecanismo de defensa para no terminar de asumir lo que le había pasado. Claro que tenía padres, pero debía aceptar que tenía esos padres, y que no los iba a olvidar ni a dejar de tenerlos, por más que decidiera no verlos más.

Como imaginarán, este hombre se estaba enfrentando a una decisión durísima, pero necesaria en su caso.

Y estuvo sin verlos casi tres años. Hasta que un día, después de haber trabajado mucho sobre esto en análisis y luego de haber resuelto algunas ataduras que lo ligaban a esos mandatos, ya con una pareja con la que se sentía feliz y alejado del modelo violento familiar, el paciente recuperó sus ganas de ver a sus padres… un
ratito
, como me decía.

Comprendió que no se trataba de transformarse en agresor y devolver ojo por ojo y diente por diente, ni tampoco de poner la otra mejilla y seguir permitiendo que se lo lastimara, sino que la mejor manera era evitar el golpe y, para lograr esto, el único modo era no estar allí cuando ese golpe llegara. Es decir, no quedarse ni participar en vínculos que se sostuvieran en una modalidad agresiva de comunicación.

Muchos padres al ver las cosas de las que son capaces sus hijos se preguntan: «¿Pero qué habré hecho yo de mal para que me saliera así?».

Ésa es, en general, una pregunta retórica que espera una respuesta segura: nada.

Sin embargo, creo que no estaría mal tomarla como una pregunta abierta y cuestionarse, seriamente, si algo en el modo en el que fue vivida la infancia de ese hijo no ha influido de alguna manera en sus conductas presentes y, en ese caso, cuánto tienen o no que ver esos padres con la realidad de la cual hoy se quejan.

En algunos momentos, la cultura ha avalado la violencia

Pero la infancia de este paciente no ha sido una excepción. Por el contrario, la historia de la violencia de los padres con respecto a los hijos ha tenido un consenso imperdonable a lo largo de la historia.

Pensemos un segundo en la palabra «chirlo». Observen cómo suena casi cariñosa o juguetona. Y eso no es una mera casualidad sonora, sino que tiene que ver con la voluntad de dulcificar un hecho agresivo. Pero ¿quién no ha escuchado decir alguna vez que un chirlo a tiempo viene bien? ¿Que un chirlo no le hace mal a nadie?

Aún hoy, y a pesar del avance de la psicología y la pedagogía en el mundo, cuesta desandar ese viejo camino que aceptaba como normal el uso de la violencia de los padres hacia los hijos.

Recuerdo a un paciente que me dijo con orgullo que su padre le pegó hasta los veinte años. Y que por eso él había salido tan derecho… es decir, sin posibilidad de elegir ninguna curva… El paciente era homosexual y, aunque ya dijimos que es una elección de amor perfectamente sana, este desdén por las curvas no había sido un mandato menor en su vida.

En una película en la que la actriz Niní Marshall interpretaba su recordado personaje «Catita» —caracterizada como esa mujer un poco cursi, de clase humilde y poca instrucción, pero con mucho coraje y una enorme dignidad—, hay una escena en la que un hombre la hace a un lado con un pequeño empujón y ella, enojada, lo mira y le dice: «Oiga, diga… tenga cuidado, que yo ya tengo marido para que me pegue».

Fíjense qué graciosa es la escena, pero qué significativo, a la vez, es esto de que en el imaginario social el marido tuviera el derecho de pegarle a su mujer. Y esta idea sostenida por muchos años, desgraciadamente, no ha sido del todo superada y, aún hoy si una mujer va a contarle a alguien que su marido la ha golpeado no es extraño que reciba el siguiente comentario: «Pero… ¿por qué se enojó tanto? ¿vos qué le hiciste?»

Estas preguntas, que a veces son formuladas sin ninguna mala fe, no hacen sino develar una idea inconsciente que todavía recorre a muchos sectores de la sociedad: la idea de que la persona golpeada es de algún modo responsable por lo que le ha pasado; una variante más del fatídico: «algo habrán hecho».

Pero, por suerte, las sociedades avanzan y en ese camino han empezado a darle un lugar a estos reclamos. De este modo se ha instalado la cuestión de la violencia de género como algo importante y ese aporte no es menor.

Pero, si queremos ser justos, debemos establecer que la violencia es algo que, por lo general, ejerce el más fuerte sobre el más débil, y por eso las personas que más sufren la violencia son los niños y las mujeres, porque es más fácil pegarle a un chico que a un grande, a una mujer que a un hombre.

Pero esto no quiere decir que no haya mujeres golpeadoras, ni mucho menos niega la existencia de la violencia psicológica, algo en lo que las mujeres pueden ser tan fuertes y crueles como los hombres.

No son pocas las veces que el maltrato aparece bajo la forma de la palabra, y ya hemos resaltado en este libro cómo la palabra tiene el poder de lastimar a una persona y de condicionar su destino.

Un paciente joven, profesional, que se desempeñaba como empleado jerárquico en una empresa multinacional, me relató que su esposa, a la que describía como una mujer afectuosa y muy compañera, a veces se enojaba y le recriminaba que era siempre el mismo quedado, que no se sabía defender y que por eso su jefe hacía con él lo que quería. Ahí podemos observar un acto de suma violencia disimulado ya que, ocultas detrás de un tono tranquilo y una actitud de crítica reflexiva, esas palabras son dardos que humillan y lastiman el narcisismo de alguien.

No son pocas las personas que establecen ese tipo de vínculos que no dañan el cuerpo, pero cuya peligrosidad es tal que generan insatisfacción y dolor psíquico permanentes.

Por eso debemos tener cuidado y no estigmatizar a la violencia solamente como una cuestión de género, sino más bien prestarle atención en todas sus manifestaciones, independientemente de que venga de un padre a un hijo, de un joven a un anciano o de un hombre a una mujer. La violencia es violencia por el modo de relación que establece y el daño que causa y no por las características de los actores en juego.

El dolor de Luciana

En mi libro
Palabras cruzadas
está relatado el caso de una paciente joven de nombre Luciana.

Luciana llegó a la primera entrevista casi sin poder hablar. Dijo que era una basura y que se merecía todo lo que le ocurría. En un momento, muy fuerte para mí, se abrió apenas la camisa y me mostró un moretón que era la prueba innegable de que estaba siendo golpeada.

No es sencillo ver eso y mantenerse equilibrado. Recuerdo que me invadió una sensación de rabia y de impotencia. Más aún, cuando me dijo que ella se lo merecía porque era mala.

Supe después que su familia la acusaba de haber abandonado a su madre cuando ésta estaba enferma y su novio, lejos de contenerla, era quien la golpeaba. Y no sólo eso ya que, incluso, la obligaba a que cumpliera algunas fantasías sexuales que ella no deseaba en lo más mínimo, pero a las que en principio accedió de un modo sufriente para no contradecirlo.

Fue un largo camino el que nos permitió sacar a la luz el origen de esa sensación de ser merecedora de castigo y su falta de autoestima; origen que encontraba su raíz en un secreto familiar jamás contado.

Como analista, siempre me ha ocurrido sentir ese impacto cuando estoy frente a alguien maltratado, ya sea este maltrato físico o psicológico. Pero inmediatamente sé que no puedo quedar preso de esa angustia, y que tengo que ponerme a trabajar con todas mis herramientas para ver si, junto al paciente, logramos que se mueva de ese lugar sufriente.

Me ha ocurrido que, muchas veces, la sensación que tenían de que ese castigo era merecido era tan grande que no estaban dispuestos a abandonar su rol de maltratados.

En esos casos, siempre opté por interrumpir el tratamiento. Porque en el análisis no se trata de brindar un lugar para la queja o la pura catarsis del paciente, sino de cambiar el lugar subjetivo en el que está posicionado. Y si no quiere o no puede hacerlo, sostener el tratamiento deja al analista entrampado en el lugar de ser el testigo mudo y pasivo de un hecho de violencia. Y eso genera entre paciente y analista un vínculo perverso que de ninguna manera debemos permitir.

Pero, volviendo a Luciana, llevó mucho tiempo que decidiera que nadie podía tratarla de ese modo y que en definitiva, el lugar para hacerse cargo de sus culpas si es que existían motivos para ella, era el diván y no su casa y el medio la palabra y no los insultos o golpes que recibía.

Pero cuando por fin logró animarse y le comunicó a su novio que si volvía a agredirla ella iba a denunciarlo, él se rio y le dijo que podía denunciarlo todas las veces que quisiera ya que, de todos modos, no iba a pasar nada.

Y yo pregunto: ¿quién de nosotros no ha escuchado decir eso; que para qué vamos a denunciar un acto de violencia familiar si después no pasa nada? ¿Que lo que vamos a provocar es que el agresor se enoje aún más y entonces, cuando vuelva de la comisaría, todo sea todavía peor?

Dadas estas creencias, no es raro que la mayoría de las agresiones no se denuncie. Pero, además, a este motivo que de por sí es siniestro, porque deja a la persona perjudicada con una sensación de desprotección, se suma otro no menos grave. Y es que en este tipo de delitos en los que alguien es abusado, suele ocurrir que es la víctima y no el victimario quien siente vergüenza.

Nadie se avergüenza de haber sufrido un robo, o de haber sido agredido por una patota. Pero en cambio, cuando alguien sufre una violación o es golpeado sistemáticamente por alguien de su entorno íntimo tiene la sensación de sentirse humillado y, por ende, tiende a esconder el ultraje del que está siendo víctima.

A todos nos resulta indignante que esto sea así. Pero ocurre que los tiempos de las sociedades tienen una escala distinta de la de los hombres.

Cuando decimos que Argentina es un país muy joven, de apenas doscientos años, tenemos razón. Un hombre, en cambio, es ya un anciano a los noventa. Porque las sociedades tienen otros tiempos y, por ende, los cambios se van dando de a poco.

Hasta hace unos años las mujeres no votaban, si alguien se equivocaba o dejaba de amar a la persona con la cual se había casado, no se podía divorciar y debía sostener toda la vida una decisión tomada a lo mejor a los veinte años. No hace tanto que la patria potestad es compartida por ambos padres y el matrimonio igualitario, como dijimos con anterioridad, aun está en pañales. Y esto ocurre así porque la ley casi siempre va detrás de la realidad ya que es muy difícil legislar lo que aún no ha pasado.

Hasta que existió el primer robo nadie hubiera pensado en promulgar una ley que lo prohibiera. Había que esperar que esto ocurriera para que los legisladores se pusieran a discutir cuál era la mejor manera de evitarlo y cómo se iba a castigar a quienes incurrieran en ese delito.

Así funcionan las cosas. Pero, por suerte, la instalación de la temática de la violencia de género ha impulsado muchos cambios que han venido a hacerse cargo de una realidad que demandaba alguna respuesta para un grave problema. Ya no desalientan en la comisaría a la mujer que va a denunciar una agresión sino que, por el contrario, la asesoran y la protegen; tampoco ya nadie mira con naturalidad que un padre golpee a sus hijos.

Mi pensamiento se aleja del de aquellos que sostienen que el mundo está cada vez peor. Por el contrario, creo que las sociedades van evolucionando, a sus tiempos, de modo tal que sin ser el nuestro un mundo perfecto —jamás lo será— al menos ya no mandan a las histéricas a las hogueras y nadie soportaría, sin asombro al menos, que ocurrieran las atrocidades cometidas durante la Edad Media.

Sigmund Freud, el creador del psicoanálisis, fue un hombre que atravesó muchos momentos difíciles en su vida. La muerte de una hija, sus hermanos exterminados por el antisemitismo, sus hijos detenidos e interrogados. Fue declarado enemigo del régimen y sus libros fueron quemados por los nazis.

Sin embargo sostuvo que, por suerte, la humanidad había progresado. «Durante la Edad Media me hubieran quemado a mí. Ahora se contentan con quemar mis libros».

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