—¿Quién te enseñó esto?
—La decencia —dijo Qing-jao—. Los dioses crearon las estrellas y todos los planetas. ¿Quién es el hombre para destruirlos?
—Pero los dioses también crearon las leyes de la naturaleza que hacen posible destruirlos…, ¿quién es el hombre para rehusar recibir el don de los dioses?
Qing-jao permaneció en silencio, aturdida. Nunca había oído a su padre hablar en aparente defensa de ningún aspecto de la guerra: la repudiaba en cualquier forma.
—Vuelvo a preguntarte: ¿quién te enseñó que tanto poder no tiene derecho a existir en el universo?
—Es mi propia opinión.
—Pero esa frase es una cita exacta.
—Sí. De Demóstenes. Pero si creo en una idea, se vuelve mía. Tú me enseñaste eso.
—Debes comprender todas las consecuencias de una idea antes de creerla.
—El Pequeño Doctor no podrá ser usado jamás en Lusitania, y por tanto no debe haber sido enviado.
Han Fei-tzu asintió gravemente.
—¿Cómo sabes que no podrá ser usado jamás?
—Porque destruiría a los pequeninos, un pueblo joven y hermoso, que está ansioso por cumplir su potencial como especie consciente.
—Otra cita.
—Padre, ¿has leído la Vida de Humano?
—En efecto.
—Entonces, ¿cómo puedes dudar que los pequeninos deben ser preservados?
—He dicho que he leído la Vida de Humano. No que la creyera.
—¿No la crees?
—Ni creo ni dejo de creer. El libro apareció por primera vez después de que el ansible de Lusitania fuera destruido. Por tanto, es probable que el libro no se originara allí, y si no se originó allí, entonces es ficción. Eso parece particularmente probable porque está firmado «La Voz de los Muertos», que es el mismo nombre que firmó la Reina Colmena y el Hegemón, que tienen miles de años de antigüedad. Obviamente, alguien intentaba capitalizar la reverencia que el pueblo siente hacia esas antiguas obras.
—Yo creo que la Vida de Humano es verdad.
—Ése es tu privilegio, Qing-jao. Pero ¿por qué lo crees así?
Porque parecía auténtico cuando lo leyó. ¿Podría decirle eso a su padre? Sí, podía decir cualquier cosa.
—Porque cuando lo leí sentí que tenía que ser verdad.
—Ya veo.
—Ahora piensas que soy una tonta.
—Al contrario. Sé que eres sabia. Cuando oyes una historia verdadera, hay una parte de ti que responde a ella sin importarle el arte, sin importarle la evidencia. Aunque esté torpemente narrada, seguirás amando la historia, si amas la verdad. Aunque sea la invención más obvia creerás lo que sea verdad en ella, porque no puedes negar la verdad, no importa lo torpemente que esté vestida.
—Entonces, ¿cómo es que no crees en la Vida de Humano?
—Me he expresado mal. Estamos usando dos significados diferentes para las palabras «verdad» y «creencia». Tú crees que la historia es verdadera, porque respondiste a ella desde el sentido de la verdad que hay en tu interior. Pero ese sentido de la verdad no responde a la realidad de una historia, a si describe literalmente un hecho real en el mundo real. Tu sentido interno de la verdad responde a una causalidad histórica, a si muestra fielmente la forma en que funciona el universo, la forma en que los dioses ejercen su voluntad entre los seres humanos.
Qing-jao pensó sólo durante un instante y luego asintió, comprendiendo.
—Entonces la Vida de Humano puede ser universalmente verdadera, pero específicamente falsa.
—Sí —convino Han Fei-tzu—. Puedes leer el libro y conseguir de él gran sabiduría, porque es verdad. Pero ¿es el libro una representación adecuada de los propios pequeninos? Resulta difícil creerlo…, una especie mamaloide que se convierte en árbol al morir. Es hermoso como poesía. Ridículo como ciencia.
—Pero ¿puedes saber eso, padre?
—No puedo estar seguro, no. La naturaleza ha hecho muchas cosas extrañas, y existe la posibilidad de que la Vida de Humano sea auténtica y verdadera. Sin embargo, ni la creo ni la dejo de creer. La mantengo en suspenso. Espero. Pero mientras espero, no creo que el Congreso vaya a tratar a Lusitania como si estuviera poblada por las amables criaturas de la Vida de Humano. Por lo que sabemos, los pequeninos pueden ser criaturas terriblemente peligrosas para nosotros. Son alienígenas.
—Raman.
—En la historia. Pero ignoramos si son raman o varelse. La flota lleva al Pequeño Doctor porque podría ser necesario para salvar a la humanidad de un peligro inenarrable. No es cosa nuestra decidir si debe ser usado o no: el Congreso decidirá. No es cosa nuestra decidir si debería haber sido enviado o no: el Congreso lo hizo. Y desde luego no es cosa nuestra decidir si debería existir o no: los dioses han decretado que una cosa así es posible y que puede existir.
—Entonces, Demóstenes tenía razón. El Ingenio D.M. viaja con la flota.
—Sí.
—Y los archivos acerca del gobierno que publicó Demóstenes eran genuinos.
—Sí.
—Pero, padre, te uniste a muchos otros al declarar que eran falsificaciones.
—Igual que los dioses hablan sólo a unos pocos elegidos, los secretos de los gobernantes deben ser conocidos sólo por aquellos que usarán adecuadamente el conocimiento. Demóstenes estaba dando secretos poderosos a personas que no eran adecuadas para usarlos sabiamente, y por el bien del pueblo esos secretos tenían que ser retirados. La única manera de retirar un secreto, una vez se conoce, es reemplazarlo por una mentira. Entonces el conocimiento de la verdad es una vez más tu secreto.
—Me estás diciendo que Demóstenes no es un mentiroso y que el Congreso sí lo es.
—Te estoy diciendo que Demóstenes es el enemigo de los dioses. Un gobernante sabio nunca habría enviado la Flota Lusitania sin concederle la posibilidad de responder a cualquier circunstancia. Pero Demóstenes ha usado su conocimiento de que el Pequeño Doctor va con la flota para intentar obligar al Congreso a retirarla. Así, desea quitar el poder de las manos de aquellos a quienes los dioses han ordenado que gobiernen la humanidad. ¿Qué le sucedería al pueblo si rechazara a los gobernantes que le han concedido los dioses?
—Caos y sufrimiento —dijo Qing-jao.
La historia estaba llena de épocas de caos y sufrimiento, hasta que los dioses enviaban gobernantes e instituciones fuertes para mantener el orden.
Así que Demóstenes dijo la verdad acerca del Pequeño Doctor.
—¿Creías que los enemigos de los dioses nunca podrían decir la verdad? Ojalá fuera así. Los haría mucho más fáciles de identificar.
—Si podemos mentir en servicio de los dioses, ¿qué otros crímenes podemos cometer?
—¿Qué es un crimen?
—Un acto contra la ley.
—¿Qué ley?
—Ya veo: el Congreso hace la ley, así que la ley es todo lo que el Congreso dice. Pero el Congreso está compuesto de hombres y mujeres, que pueden hacer el bien o el mal.
—Ahora estás más cerca de la verdad. No podemos cometer crímenes sirviendo al Congreso, porque el Congreso dicta las leyes. Pero si el Congreso se vuelve alguna vez maligno, entonces al obedecerlo podemos estar haciendo el mal. Es una cuestión de conciencia. Sin embargo, si eso sucediera, el Congreso perdería seguramente el mandato del cielo. Y nosotros, los agraciados, no tenemos que esperar y preguntarnos por el mandato del cielo, como hacen otros. Si el Congreso pierde alguna vez el mandato de los dioses, nosotros lo sabremos de inmediato.
—Entonces mentiste por el Congreso porque el Congreso tenía el mandato del cielo.
—Y por tanto supe que ayudarlos a mantener su secreto era la voluntad de los dioses por el bien del pueblo.
Qing-jao nunca había pensado de esta forma en el Congreso. Todos los libros de historia que había estudiado presentaban al Congreso como el gran unificador de la humanidad y, según los libros de texto, todos sus actos eran nobles. Ahora, sin embargo, comprendía que algunas de las acciones podrían no parecer buenas. Sin embargo, eso no significaba necesariamente que no lo fueran.
—Debo aprender de los dioses, entonces, si la voluntad del Congreso es también su voluntad —dijo ella.
—¿Lo harás? —preguntó Han Fei-tzu—. ¿Obedecerás la voluntad del Congreso, aunque pueda parecer equivocada, mientras el Congreso ostente el mandato del cielo?
—¿Me estás pidiendo un juramento?
—Sí.
—Entonces, sí, obedeceré, mientras tenga el mandato del cielo.
—He de tener tu juramento antes de satisfacer los requerimientos de seguridad del Congreso —dijo el padre—. No podría darte tu tarea sin él. —Carraspeó—. Pero ahora te pido otro juramento.
—Te lo daré si puedo.
—El juramento es de…, surge de un gran amor. Han Qing-jao, ¿servirás a los dioses en todas las cosas, de todas las maneras, a través de tu vida?
—Oh, padre, no necesitamos ningún juramento para esto. ¿No me han elegido ya los dioses, guiándome con su voz?
—Sin embargo, te pido este juramento.
—Siempre, en todas las cosas, de todas las maneras, serviré a los dioses.
Para su sorpresa, su padre se arrodilló ante ella y le cogió las manos. Las lágrimas le surcaban las mejillas.
—Has aliviado mi corazón de la carga más pesada que jamás ha tenido.
—¿Cómo he hecho eso, padre?
—Antes de que tu madre muriera, me pidió una promesa. Dijo que ya que todo su carácter se expresaba por su devoción a los dioses, la única manera en que yo podía ayudarte a conocerla era enseñarte también a servir a los dioses. Toda mi vida he temido fracasar, que te apartaras de los dioses. Que pudieras llegar a odiarlos. O que no fueras digna de su voz.
Esto emocionó a Qing-jao. Siempre fue consciente de su profunda insignificancia ante los dioses, de su suciedad ante su mirada, incluso cuando éstos no le requerían que observara o siguiera las líneas en las vetas de la madera. Sólo ahora comprendió lo que estaba en juego: el amor de su madre por ella.
—Todos mis miedos han desaparecido ahora. Eres en verdad una hija perfecta, mi Qing-jao. Ya sirves bien a los dioses. Y ahora, con tu juramento, puedo estar seguro de que continuarás eternamente. Esto causará gran regocijo en la casa del cielo donde habita tu madre.
«¿De verdad? En el cielo conocen mi debilidad. Tú, padre, sólo ves que no he fallado todavía a los dioses. Madre debe saber lo cerca que he estado tantísimas veces, lo sucia que estoy cada vez que los dioses me miran.»
Pero él parecía tan pletórico de alegría que ella no se atrevió a mostrarle lo mucho que temía el día en que demostrara su indignidad para que todos la vieran. Así que lo abrazó.
Con todo, no pudo evitar preguntar:
—Padre, ¿crees de verdad que madre me ha oído hacer ese juramento?
—Eso espero —dijo Han Fei-tzu—. De lo contrario, los dioses seguramente guardarán el eco y lo pondrán en una concha marina y dejarán que la escuche cada vez que se la lleve al oído.
Este tipo de cuento era un juego al que habían jugado juntos cuando ella era niña. Qing-jao hizo a un lado su miedo y rápidamente elaboró una respuesta.
—No, los dioses guardarán el contacto de nuestro abrazo y lo tejerán en un chal, que ella podrá llevar alrededor de los hombros cuando llegue el invierno al cielo.
De todas formas, se sintió aliviada de que su padre no hubiera dicho que sí. Él sólo esperaba que su madre hubiera oído el juramento que había hecho. Tal vez no lo había oído, y por eso no se sentiría decepcionada cuando su hija fracasara.
Su padre la besó y luego se incorporó.
—Ahora estás preparada para oír tu tarea —declaró.
La cogió de la mano y la condujo a su mesa. Ella se colocó junto a él cuando se sentó en su silla; no era mucho más alta, de pie, que él sentado. Probablemente no había alcanzado todavía su altura adulta, pero esperaba no crecer mucho más. No quería convertirse en una de esas mujeres grandes y gordas que llevaban pesadas cargas en los campos. Es mejor ser un ratón que un cerdo, eso era lo que Mu-pao le había dicho hacía años.
Su padre hizo aparecer un mapa estelar en la pantalla. Ella reconoció la zona inmediatamente. Estaba centrada en el sistema estelar de Lusitania, aunque la escala era demasiado pequeña para que los planetas individuales fueran visibles.
—Lusitania está en el centro —dijo ella.
Su padre asintió. Tecleó unas cuantas órdenes más.
—Ahora observa esto. No la pantalla, sino mis dedos. Ésta, más la identificación de tu voz, es la clave que te dará acceso a la información que necesitarás.
Ella le vio teclear: 4Banda. Reconoció la referencia de inmediato. La antepasada-del-corazón de su madre fue Jing-qing, la viuda del primer emperador comunista, Mao Tse-Tung. Cuando Jing-qing y sus aliados fueron expulsados del poder, la Conspiración de Cobardes los vilipendió bajo el nombre «Banda de los Cuatro». La madre de Qing-jao fue una verdadera hija-del-corazón de aquella gran mártir del pasado. Y ahora Qing-jao podría seguir honrando a la antepasada-del-corazón de su madre cada vez que tecleara el código de acceso. Era un detalle por parte de su padre.
En la pantalla aparecieron muchos puntos verdes. Ella contó rápidamente, casi sin pensar: había diecinueve, agrupados a cierta distancia de Lusitania, pero rodeándola en la mayoría de las direcciones.
—¿Es la Flota Lusitania?
—Ésa era su posición hace cinco meses. —Volvió a teclear. Todos los puntos verdes desaparecieron—. Y ésta es su posición actual.
Ella los buscó. No encontró puntos verdes en ninguna parte. Sin embargo, su padre esperaba claramente que viera algo.
—¿Han llegado ya a Lusitania?
—Las naves están donde las ves —respondió su padre—. Hace cinco meses, la flota desapareció.
—¿Adónde fue?
—Nadie lo sabe.
—¿Fue un motín?
—Nadie lo sabe.
—¿La flota entera?
—Hasta la última nave.
—Cuando afirmas que desaparecieron, ¿qué quieres decir?
Su padre la miró con una sonrisa.
—Bien hecho, Qing-jao. Has hecho la pregunta adecuada. Nadie las vio; estaban todas en el espacio profundo. Así que no desaparecieron físicamente. Por lo que sabemos, puede que continúen avanzando, todavía en su curso. Sólo desaparecieron en el sentido de que perdimos todo contacto con ellas.
—¿Y los ansibles?
—En silencio. Todo dentro del mismo período de tres minutos. Ninguna transmisión se interrumpió. Una acabó y la siguiente nunca llegó a producirse.