—¿La conexión de cada nave con cada ansible planetario en todas partes? Imposible. Ni siquiera con una explosión, si pudiera haber una tan grande…, pero no sería un solo caso, de todas formas, porque las naves estaban muy ampliamente esparcidas alrededor de Lusitania.
—Bueno, podría ser, Qing-jao. Si puedes imaginar un hecho tan cataclísmico: podría ser que la estrella de Lusitania se convirtiera en supernova. Pasarían décadas antes de que viéramos el destello en los mundos más cercanos. El problema es que sería la supernova más improbable de la historia. No imposible, pero sí improbable.
—Y habría habido algunas indicaciones previas. Algunos cambios en el estado de la estrella. ¿Detectaron algo los instrumentos de las naves?
—No. Por eso no creemos que fuera ningún fenómeno astronómico conocido. A los científicos no se les ocurre nada para explicarlo. Así que hemos intentado investigarlo como sabotaje. Hemos buscado penetraciones en los ordenadores ansibles. Hemos escrutado todos los archivos personales de cada nave, en busca de alguna conspiración posible entre la tripulación. Se han efectuado criptoanálisis de todas las comunicaciones mantenidas en cada nave, para buscar alguna clase de mensaje entre los conspiradores. Los militares y el gobierno han analizado todo lo analizable. La policía de cada planeta ha llevado a cabo investigaciones, hemos comprobado el historial de cada operador del ansible.
—Aunque no se envíen mensajes, ¿están todavía conectados los ansibles?
—¿Tú qué crees?
Qing-jao se sonrojó.
—Claro que deben estarlo, aunque un Ingenio D.M. hubiera sido enviado contra la flota, porque los ansibles están enlazados por fragmentos de partículas subatómicas. Todavía estarían allí aunque toda la nave fuera reducida a cenizas.
—No te avergüences, Qing-jao. Los sabios no son sabios porque no cometan errores. Son sabios porque corrigen sus errores en cuanto los reconocen.
Sin embargo, Qing-jao se ruborizaba ahora por otro motivo. La sangre caliente se agolpaba en su cabeza porque acababa de ocurrírsele cuál iba a ser la orden de su padre. Pero eso era imposible. No podía darle a ella una tarea en la que miles de personas más sabias y expertas ya habían fracasado.
—Padre —susurró—. ¿Cuál es mi tarea?
Todavía esperaba que fuera algún problema menor relacionado con la desaparición de la flota. Pero sabía que su esperanza era vana incluso mientras hablaba.
—Debes descubrir toda explicación posible a la desaparición de la flota, y calcular la probabilidad de cada una. El Congreso Estelar debe poder decir cómo sucedió esto y cómo asegurarse de que nunca vuelva a suceder.
—Pero padre —protestó Qing-jao—, sólo tengo dieciséis años. ¿No hay muchas otras personas que son más sabias que yo?
—Tal vez son demasiado sabias para intentar la tarea. Pero tú eres lo bastante joven para no considerarte sabia. Eres lo bastante joven para pensar en cosas imposibles y descubrir por qué podrían ser posibles. Por encima de todo, los dioses te hablan con extraordinaria claridad, mi inteligente hija, mi Gloriosamente Brillante.
Era eso lo que temía, que su padre esperara que tuviese éxito por el favor de los dioses. No comprendía lo indigna que la encontraban los dioses, lo poco que la apreciaban.
Además había otro problema.
—¿Y si tengo éxito? ¿Y si averiguo dónde está la Flota Lusitania y restauro las comunicaciones? ¿No sería entonces culpa mía si la flota destruyera Lusitania?
—Es bueno que tu primer pensamiento sea compasión por la gente de Lusitania. Te aseguro que el Congreso Estelar me ha prometido no usar el Ingenio D.M. a menos que sea absolutamente inevitable, y eso es tan improbable que no puedo creer que vaya a suceder. Aunque así fuera, sin embargo, es el Congreso quien debe decidir. Como dijo mi antepasado-del-corazón: «Aunque los castigos del sabio pueden ser livianos, esto no es debido a su compasión; aunque sus penalizaciones puedan ser severas, no es porque sea cruel: simplemente sigue la costumbre adecuada al momento. Las circunstancias cambian según la edad, y las formas de tratar con ellas cambian con las circunstancias». Puedes estar segura de que el Congreso Estelar tratará con Lusitania no atendiendo a la amabilidad o a la crueldad, sino según lo que sea necesario para el bien de toda la humanidad. Por eso servimos a los gobernantes: porque ellos sirven al pueblo, que sirve a los antepasados, que sirven a los dioses.
—Padre, fui indigna al pensar otra cosa —dijo Qing-jao.
Ahora sentía su suciedad, en vez de conocerla en su mente. Necesitaba lavarse las manos. Necesitaba seguir una línea. Pero se contuvo. Esperaría.
«Haga lo que haga —pensó—, habrá una consecuencia terrible. Si fracaso, entonces mi padre perderá el honor ante el Congreso y por tanto ante todo el mundo de Sendero. Eso demostraría a muchos que no es digno de ser elegido dios de Sendero cuando muera.
«Si tengo éxito, el resultado puede ser xenocidio. Aunque la decisión pertenezca al Congreso, yo seguiría sabiendo que hice posible semejante atrocidad. La responsabilidad sería parcialmente mía. No importa lo que haga, estaré cubierta de fracaso y manchada de indignidad.»
Entonces su padre le habló como si los dioses le hubieran mostrado su corazón.
—Sí, fuiste indigna —manifestó—, y sigues siendo indigna en tus pensamientos incluso ahora.
Qing-jao se sonrojó e inclinó la cabeza, avergonzada, no de que sus pensamientos hubieran sido tan claramente visibles para su padre, sino de haber tenido pensamientos tan desobedientes.
Su padre le tocó amablemente el hombro con la mano.
—Pero creo que los dioses te harán digna. El Congreso Estelar tiene el mandato del cielo, pero tú has sido también elegida para seguir tu propio camino. Puedes tener éxito en esta gran labor. ¿Lo intentarás?
—Lo intentaré.
«También fracasaré, pero eso no sorprenderá a nadie, y menos a los dioses, que conocen mi indignidad.»
—Se han abierto todos los archivos pertinentes para que los investigues, cuando pronuncies tu nombre y teclees la clave. Si necesitas ayuda, avísame.
Se marchó de la habitación de su padre con dignidad y se obligó a subir lentamente las escaleras hasta su dormitorio. Sólo cuando estuvo dentro con la puerta cerrada se arrojó de rodillas y se arrastró por el suelo. Siguió vetas en la madera hasta que apenas pudo ver. Su indignidad era tan grande que no se sentía del todo limpia; fue al lavabo y se frotó las manos hasta que supo que los dioses estaban satisfechos. Dos veces los sirvientes intentaron interrumpirla con comidas o mensajes (poco le importaba qué), pero cuando vieron que estaba comulgando con los dioses se inclinaron y se marcharon en silencio.
No fue lavarse las manos lo que finalmente la dejó limpia. Fue el momento en que apartó de su corazón el último vestigio de inseguridad. El Congreso Estelar tenía el mandato del cielo. Ella tenía que purgarse de toda duda. Fuera lo que fuese lo que pretendían hacer con la Flota Lusitania, lo que cumplían era la voluntad de los dioses. Si de hecho ella estaba acatando la voluntad de los dioses, entonces le abrirían un camino para resolver el problema que le había sido planteado. Cada vez que pensara lo contrario, cada vez que las palabras de Demóstenes regresaran a su mente, tendría que anularlas recordando que debía obedecer a los gobernantes que tenían el mandato del cielo.
Para cuando su mente estuvo en calma, tenía las palmas despellejadas y manchadas de sangre. «Es así como surge mi comprensión de la verdad —se dijo—. Si me aparto lo suficiente de mi mortalidad, entonces la verdad de los dioses subirá hasta la luz.»
Quedó limpia por fin. Era tarde y sentía los ojos cansados. Sin embargo, se sentó ante su terminal y empezó a trabajar.
—Muéstrame los sumarios de toda la investigación que se ha realizado hasta ahora acerca de la Flota Lusitania —pidió—, empezando por el más reciente.
Casi de inmediato, las palabras empezaron a aparecer en el aire sobre su terminal, página tras página, alineadas como soldados marchando al frente. Leía una, luego la hacía correr, sólo para que la página que la seguía ocupara su lugar. Leyó siete horas hasta que no pudo más. Entonces se quedó dormida ante el terminal.
«Jane lo observa todo. Puede ocuparse de un millón de tareas y prestar atención a un millar de cuestiones a la vez. Ninguna de esas capacidades es infinita, pero son mucho mayores que nuestra patética habilidad para pensar en una cosa mientras hacemos otra. Sin embargo, ella tiene una limitación sensorial de la que nosotros carecemos; o, más bien, nosotros somos su mayor limitación. No puede ver o saber nada que no se haya introducido como dato en un ordenador que esté conectado a la gran telaraña entre mundos.
Es una limitación menor de lo que cabría suponer. Ella tiene acceso casi inmediato a los crudos inputs de cada nave, cada satélite, cada sistema de control de tráfico, y a casi todos los aparatos espías controlados electrónicamente en el universo humano. Pero sí significa que prácticamente nunca es testigo de las peleas de los amantes, de las historias de cama, de las discusiones de clase, de los chismorreos de sobremesa o las amargas lágrimas derramadas en privado. Sólo conoce ese aspecto de nuestras vidas que representamos como información digital.
Si le preguntaran el número exacto de seres humanos que habitan los mundos colonizados, daría rápidamente un número basado en las cifras censadas combinadas con las probabilidades de nacimientos y muertes en todos nuestros grupos de población. En la mayoría de los casos, podría encajar números y nombres, aunque ningún humano lograría vivir lo suficiente para leer la lista. Y si escogieran ustedes un nombre en el que acabaran de pensar (Han Qing-jao, por ejemplo), y le preguntaran a Jane: "¿Quién es esta persona?", ella les daría casi inmediatamente los datos vitales: fecha de nacimiento, ciudadanía, parentesco, altura, peso, último reconocimiento médico y calificaciones en el colegio.»
Pero todo eso es información gratuita, ruido de fondo para ella: sabe que está allí, pero no significa nada. Preguntarle acerca de Han Qing-jao sería como hacerle una pregunta sobre una molécula concreta de vapor de agua en una nube distante. La molécula está en efecto allí, pero no hay nada para diferenciarla del millón de otras en su inmediata vecindad.
Eso fue cierto hasta el momento en que Han Qing-jao empezó a usar su ordenador para acceder a todos los informes referidos a la desaparición de la Flota Lusitania. Entonces el nombre de Qing-jao subió muchos niveles en la atención de Jane, que empezó a mantener un archivo sobre todo lo que hacía Qing-jao con el ordenador. Rápidamente le resultó claro que Han Qing-jao, aunque sólo tenía dieciséis años, representaba un grave problema para Jane. Porque Han Qing-jao, desconectada como estaba de cualquier burocracia concreta, sin tener ningún eje ideológico sobre el que girar o un interés oculto que proteger, daba una perspectiva más amplia y por tanto más peligrosa a toda la información que todas las agencias humanas habían recogido.
¿Por qué era peligroso? ¿Había dado Jane pistas que Qing-jao pudiera seguir?
No, por supuesto que no. Jane no dejaba ninguna huella. Había pensado en dejar algunas, para intentar que la desaparición de la Flota Lusitania pareciera sabotaje, un fallo mecánico o algún desastre natural. Tuvo que renunciar a aquella idea, porque no podía crear ninguna prueba física. Sólo podía dejar datos confusos en las memorias de los ordenadores. Ninguno tendría jamás un análogo físico en el mundo real, y por tanto cualquier investigador medianamente inteligente advertiría enseguida que las pistas eran datos falsos. Entonces el mundo llegaría a la conclusión de que la desaparición de la Flota Lusitania tenía que haber sido causada por alguna agencia que tenía acceso detallado e inimaginable a los sistemas informáticos que poseían los datos falsos. Seguramente eso conduciría a su descubrimiento con más rapidez que si no dejaba ninguna evidencia.
No dejar rastro era el mejor rumbo, sin duda; y hasta que Han Qing-jao empezó su investigación, funcionó muy bien. Cada agencia investigadora buscó sólo en los lugares donde miraban normalmente. La policía de muchos planetas comprobó todos los grupos disidentes conocidos (y, en algunos lugares, torturó a varios hasta que éstos hicieron confesiones inútiles, y en ese punto los interrogadores terminaron sus informes y dieron el caso por cerrado). Los militares buscaron pruebas en la oposición militar, sobre todo en naves alienígenas, ya que tenían precisos recuerdos de la invasión insectora de hacía tres mil años. Los científicos buscaban la evidencia de algún fenómeno astronómico invisible que permitiera explicar la destrucción de la flota o el colapso selectivo de la comunicación por ansible. Los políticos buscaron a otra gente a quien echar la culpa. Nadie imaginó a Jane, y por tanto nadie la encontró.
Pero Han Qing-jao estaba atando todos los cabos, de manera cuidadosa, sistemática, siguiendo precisas investigaciones de datos. Inevitablemente, acumularía la evidencia que al final demostraría (y acabaría con) la existencia de Jane. Esa evidencia era, expresado en pocas palabras, la falta de evidencias. Nadie más podía verlo, porque nadie había introducido en la investigación una mente metódica que no tuviera ninguna tendencia prefijada.
Lo que Jane no podía saber era que la paciencia aparentemente inhumana de Qing-jao, su meticulosa atención a los detalles, su constante reformulación y reprogramación de las investigaciones informáticas, era el resultado de interminables horas de permanecer arrodillada sobre un suelo de madera, siguiendo con sumo cuidado una veta en la superficie desde el final de un tablón hasta otro, de un lado de la habitación a otro. Jane no podía imaginar que la gran lección que le habían enseñado los dioses convertía a Qing-jao en su oponente más formidable. Jane sólo sabía que en algún momento, esta investigadora llamada Qing-jao, descubriría lo que nadie más había comprendido realmente: que toda explicación concebible de la desaparición de la Flota Lusitania había sido ya eliminada por completo.
En ese punto, sólo quedaría una conclusión: alguna fuerza que todavía no había sido encontrada en ningún lugar de la historia de la humanidad tenía suficiente poder para hacer que una flota dispersa de astronaves desapareciera simultáneamente o, igual de improbable, para lograr que los ansibles de esa flota dejaran todos de funcionar al mismo tiempo. Y si esa misma mente metódica empezara entonces a hacer una lista de las presuntas fuerzas que pudieran tener ese poder, tarde o temprano encontraría la verdad: una entidad independiente que habitaba entre (no, que estaba compuesta de) los rayos filóticos que conectaban todos los ansibles. Como esta idea era verdadera, ningún escrutinio o investigación lógica la eliminaría. Al final, esta idea permanecería. En ese punto, alguien actuaría seguramente sobre el descubrimiento de Qing-jao y decidiría destruir a Jane.